(ÚLTIMA ANOTACIÓN)
"Me
cortaron las alas pero me empeñé y me empeñé
y logré volver a volar moviendo los cojones. Al principio
era muy cansado y hasta doloroso, pero ahora lo llevo bien,
aguanto las horas que me apetece en lo alto y hasta me permito
alguna acrobacia aérea de cuando en cuando"
De Sosiego, mi antilibro impublicable
Diarioweb 2 de abril 007.
Días extraños, desordenados,
raros y hasta uno robado. El nueve, más o menos, del
mes pasado, marzo, volé hasta Amsterdam para dar una
conferencia en un lugar encantador, Molinos de Viento, y conté
con un maestro de ceremonias, el ínclito Diego Sánchez-Bustamante,
que logró la magia de convertir la pequeña charla
en una auténtica obra de teatro (ya la entrada fue
puro teatro: los dos vestidos con sendos abrigos tardo-franquistas
que dejamos caer al suelo en parte porque no había
perchas pero también porque era un buen modo de robarle
la atención al público). Entre el público,
y para mi sorpresa, estaba una vieja amiga que aunque al principio
no me reconoció luego tuvo la amabilidad de acompañarme
en el camino de regreso a casa (en el Canal de los Caballeros,
residencia oficial del cónsul general de España)
por un Amsterdam festivo, borracho de viernes. Y el sábado,
pocas horas después de la conferencia en Molinos de
Viento, comenzaba la verdadera aventura: clavaba mis nalgas
en un asiento clase turista para una relación de nueve
horas largas que me dejaron el coxis baldado, pero ese era
el precio de volar hasta Hong Kong. En el interior del aeropuerto,
mucho antes de la cinta con los equipajes o la aduana, un
chino grande y bondadoso, llamado Peter Lai, chófer
del consulado, me esperaba con un cartel enorme en el que
podía leerse mi nombre. El viaje había sido
duro, pero a partir de ese momento, pensé, todo sería
sencillo.
Me equivocaba. La fortuna había volcado
la mejor de mis cartas y Camilo Alonso-Vega, que iba a ser
mi protector en Blade Runner City, alias Hong Kong, había
enfermado repentinamente y permaneció en la UVI, en
la temida y horrible UVI todos los días que permanecí
en la ciudad; ni siquiera pude hablar con él por teléfono.
Pero, y lo que sigue parecerá -porque lo es- magia,
estuvo conmigo en todo momento, me cuidó como si me
llevase de la mano aunque
no llegué a verle ni una sola vez. En efecto, me alojé
dos días en su casa, en el Victoria Peak, con las mejores
vistas sobre Hong Kong que nadie pueda imaginarse (pondré
alguna foto que sirva de insuficiente referencia), Malika,
su mujer, me atendió hasta donde era posible entre
visita y visita al hospital, y Nur, su única hija fue
mi guía y faro en la excursión que hicimos hasta
el punto más alto de la ciudad en el Pico Victoria.
Y cuando dejé la casa para instalarme en el Lan Kawi
Fong Hotel, de Aberdeen Street ya había aparecido el
ángel. Sí, un ángel con aspecto de mujer,
Ana Ariza, me cuidó en todo momento, muy probablemente
guiada por el poderoso espíritu de Camilo durante mis
días de Hong Kong.
No fueron muchos, cinco o seis, pero tengo la impresión
de haber vivido allí, de conocer la ciudad como la
palma de mi mano (conozco fatal la palma de mi mano a pesar
de que una vez dediqué al tema toda una novela).
Algunos
momentos de mi corta -hasta la fecha- vida en Hong Kong.
La noche que cené en la cúspide
de La Vela, un rascacielos rematado en forma de llama, en
la península de Kawloon. La vista de la isla con sus
rascacielos y su derroche de luces no era superior al servicio
tan esmerado como el de una abuelita, la música que
parecía una salsa más de la comida, la compañía
de Ana y Rocío.
El
viaje a Stanley buscando camisetas de Tintín; la costa
azul en Asia desde el segundo piso de un autobús.
La comida en el China Club, la mezcla armoniosa de razas,
la biblioteca con su ambiente de club inglés victoriana,
los cuadros que colgaban de las paredes, la terraza.
La clase, igual que las de Madrid, que impartí un martes
(de nuevo igual que en Mad Madrid) y que a pesar de mi cansancio
borracho, el jet-lag es más fuerte que el vodka, fue
un éxito y hasta me atrevería a escribir alguno
de los nombres de quienes asistieron aunque ya han pasado
más de diez días, veamos: Jacqueline, Sandra,
Claudia, Ángel, Felipe, Virginia,
Rocío, Mercedes... Mercedes, la impagable Mercedes
Vázquez, sin cuyo entusiasmo e iniciativa mi viaje
no habría existido, porque fue ella quien propuso mi
nombre a la universidad de Hong Kong con motivo de la semana
hispánica que contaba con la colaboración de
varios consulados, entre ellos el de España comandado
por Camilo Alonso-Vega.
La calle de las copas en el centro, con Ana y Menchu, ahora
no recuerdo cual era el nombre de la calle, what was the street
name, pero sí como los taxis paraban uno tras otro,
formando
una hilera blanca y roja, los colores de sus carrocerías,
que recordaba la filmada por Fellini en la Dolce Vita, y creo
que no me habría sorprendido si de uno de esos taxis
hubiese bajado Mastronianni, Paparazzo, y se hubiese acodado
en la barra junto a mí para tomar un whisky con hielo.
Esa noche me escapé del cuidado de mi ángel
y acabé en el piso de un estudiante americano, Mark,
y dos chicas de Minessotta (sonaba a chiste), aunque no aguanté
demasiado porque el cansancio era más poderoso que
las ganas de marcha.
La conferencia, que improvisé de principio a fin, durante
dos horas en la Universidad de Hong Kong ante un público
de
más de ochenta personas a los que convertí en
conferenciantes mientras yo me transmutaba en espectador (les
pedí que posaran para la foto y les dediqué
un aplauso entusiasta al final del show, su show)..
Una tela en el suelo donde se vendían cáscaras
de limón secas y los rostros igual de secos del hombre
y la mujer que los vendían.
El mercado en las lane de la ciudad. Las escaleras mecánicas
subiendo y bajando al aire libre.
Los colores vivos, los caracteres chinos, los bolsos de marca
falsificados.
Las calles atravesando edificios como en un dibujo de Escher,
las pantallas gigantes con la cara de una mujer oriental llenándolas
por completo.
La ciudad dividida en niveles: un Starbucks en la planta menos
tres, otro en la cero, otro en la cuatro de Pacific Square.
La sensación de que ningún lugar era peligroso
y Javier Puebla paseando y cantando solo junto al puerto a
las tres de la noche.
Los agujeros en los rascacielos para que el viento pudiese
pasar y no los derribase cuando soplaba el monzón.
El té chino.
El uniforme de la camarera que arreglaba mi cuarto.
Sentirme en casa en una ciudad tan ajena, tan en casa que
hasta comencé, y fue menos de una semana, a olvidar
Mad Madrid, mi propia casa, mi familia, mis cursos, mi vida
literaria,
mis libros... Me habría quedado, estoy así de
loco, soy así de raro. Me habría quedado y habría
sido feliz en esa ciudad de Asia que conocía sin conocer,
y -quizá me entienda alguien: me quedé. Ahora
vivo en Hong Kong, con otro nombre, Traum, Delgado, de Santiago
y otra cara, me siento allí, sé lo que sucede
en la ciudad. Vivo en un apartamento pequeño y algo
viejo, en los próximos días empezaré
a escribir -creo- un libro...
Pero también vivo en Madrid, otra vez
en Madrid, y estoy en todos los caldos que huelen bien mientras
se cuecen. Sí, he vuelto, actualizaré como siempre
mi página web cada semana, aunque quizá vuelva
a leer, como me sucedió ayer, una entrevista que hizo
Marta Checa de la agencia Efe, a Javier Puebla, escritor español
que visitó Hong Kong con motivo de la semana hispánica
del año 2007 y de algún modo -la magia, los
nombres supuestos, el poder de la imaginación- se quedó
en la ciudad y con la ciudad para siempre.
Aquí
hasta los pobres calzan adidas
Raúl
Guerra Garrido. La soledad del ángel de la guarda
16 de abril 007.
Me llaman de La Clave para entrevistarme sobre las tertulias
literarias. ¿Siguen existiendo? ¿Tienen la importancia
de antaño? ¿Cuales conozco? Naturalmente le
hablo de la tertulia de la Cruzada, dirigida por Nacho
Fernández, y
al hacerlo advierto que no frecuento ninguna otra excepto
la que dirige, ante quien quiera verla, Fernando
Sánchez Dragó en Telemadrid: Las noches
blancas, que ahora se emite los viernes a eso de la una de
la noche. Y es colgar el teléfono y que me llamen de
Las noches blancas para ver si soy capaz de comerme un limón
sin hacer muecas. Claro que soy capaz, y estoy encantado de
que me llamen porque la noche anterior había escrito
a Fernando, su genial telenoticias nocturno, para sugerirle
que invitase a Sergi
Pamies para que hablase de su excelente, excelentísimo,
libro de cuentos, titulado Si te comes un limón sin
hacer muecas.
El jueves viene a buscarme un coche de la casa y cuando llegó
al plató me encuentro a dos de mis tribunos favoritos:
Santiago
(el Marqués de Tamarón)
y Rafael El Travieso (Rafa Reig). Está también
Silvia Grijalba, a quien aún no conocía, Pamies
(gracias, Fernando, por llamarle) y alguien a quien debería
haber conocido a la mañana siguiente en un desayuno
de prensa: Raúl
Guerra Garrido, y cuyo último libro, La soledad
del ángel de la guarda, había estado leyendo
-y disfrutando- la noche anterior. Me divierto muchísimo,
como casi siempre, durante la grabación del programa.
Quizá incluso me divierto demasiado, intervengo demasiado
y lanzo al cajón de los libros que habría que
enviar a una lista desierta demasiados libros: El dinosaurio
de Monterroso, la última novela de Mañas, y
hasta el Sonríe
Delgado, de Javier Puebla. En la mesa hay varios platos
con limones en honor del libro de Pamies,
a ver si alguien se los come sin hacer muecas (aunque es a
mí al único que desafía Dragó
y salgo -creo, pero quien quiera comprobarlo tendrá
que ver el programa- airoso del lance).
A las siete y media del mismo jueves hay dos actos a los que
había pensado ir. ¿A los dos a un tiempo? ¿Primero
a uno y luego a otro? La presentación oficial en el
Círculo del libro de Pamies (pero ya he estado con
él en el plató y parece que no tiene mucho sentido)
y la fiesta del Premio Primavera ha celebrarse este año
por primera vez en el Price. Al final no voy ni a un sitio
ni a otro y me pierdo por calles y bares, escribiendo a ratos
y aprovechando las olas del tráfico y la lluvia incesante
para charlar con quienes llamo o me encuentro.
Y tampoco acudo -ay, este chico, la mañana siguiente
al desayuno de prensa de Guerra Garrido organizado por Alianza,
porque me parece redundante, y resulta imposible no pensar
que en Las noches blancas se condensa la quintaesencia
de la vida literaria de la Villa y Corte, y que cuando uno
acude al programa ya deja todo el pescado vendido y poco práctico
sería dedicar las horas a visitar otras lonjas.
Por lo demás: el sábado voy al cine y a cenar
con mi chica, mi señora, porque -amén del día
de la república- es mi cumpleaños.
Nunca lo celebro, aunque es agradable que te llamen, recibir
algún regalito y salir de paseo con tu chica por una
ciudad tan viva y cambiante que, aunque me paso la vida en
la calle, al final siempre desconozco
.La
clave de la infelicidad reside en hacer las cosas al modo
de otro
De
Sosiego, mi antilibro impublicable
23 de abril 007.
El jueves 19 se celebraba la clásica, mítica,
fiesta anual de los Premios Cambio16 en el
Joy Eslava de Mad Madrid (tan "mad" como siempre
a pesar de los titánicos y acertados esfuerzos del
alcalde). El acto inició sus pasos con la incombustible
Alaska, quien más que mantenerse con
los años mejora con el paso de los mismos; si alguien
se molesta
en comparar una foto de la niña mofletuda, casi de
cuadro velazqueño, de la época de Kaka de Luxe
o de Pepi, Luci y Bum, y otras chicas del montón, con
la atractiva y elegante mujer que subió al escenario
del Joy a recoger su premio no tendrá otro remedio
que darme la razón. Como cantaban los Stones, y han
versioneado mil grupos, Time is on my side; Time is in Alaska
side). Debido a la asistencia de políticos varios:
la simpática Carmen Calvo, la top
vicepresident María Teresa Fernández
de la Vega, en algunos momentos daba la impresión
de que había más guardaespaldas, ángeles
de la guarda como les llama mi amigo Raúl Guerra
Garrido en su última novela, que invitados.
Pero se trataba de una impresión pasajera, porque en
el Joy estábamos prácticamente todos los que
teníamos que estar para celebrar que la revista cumplía
nada menos que treinta y cinco años y para celebrarlo
la redacción había elaborado un especial con
las portadas más significativas, una por año,
de los siete largos y trascendentes lustros de la última
historia de España.
En mi opinión, y aunque ninguno de los personajes que
subió al estrado lo hizo sin merecerlo, a quien realmente
habría debido premiarse era al artífice de que
la gala anual siguiese celebrándose, al hombre que
rescató de sus cenizas la cabecera de Cambio16, que
tras desaparecer el grupo del mismo apellido, el grupo 16,
amenazaba con ser devorada por el naufragio. Estaba allí,
naturalmente, el hombre responsable del milagro, de que Cambio16
siga llegando a más de treinta países (cuando
viajé hace unas semanas a Hong Kong en el Consulado,
encima de todas las demás revistas que se reciben por
valija diplomática, encontré, junto a Cuadernos
para el Diálogo, Cambio16).
Estaba allí y estaba sobre el escenario, pero no recibiendo
ningún premio sino entregándolos, junto al insustituible
Gorka Landaburu. Me estoy refiriendo, claro,
a Manuel Domínguez Moreno, un hombre que apoyándose
ante todo en su propio entusiasmo, la fe del escalador que
es capaz de apuntalarse sobre el mismísimo aire para
continuar avanzando, ha hecho posible que una revista insustituible,
nuestra mejor memoria histórica ahora que está
tan de moda la expresión, siga en la brecha, y no con
paso renqueante, sino llena de ilusión, decidida a
seguir creciendo, a sobrevivir treinta y cinco años
más y probablemente aún otros treinta y cinco.
Si de mí hubiese dependido el premio especial de Cambio16
correspondiente al año 2006 habría sido para
él, para Manuel Domínguez Moreno,
amigo de sus amigos y ser humano de calidad incuestionable
mucho más allá de su cargo de presidente-editor
de la revista. Y desde esta humilde columna así quiero
y deseo decirlo, otorgarle mi aplauso, mi más cerrada
y entusiasta ovación, quitarme ante él -y lo
hago muy pocas veces- mi quizá ya demasiado famoso
sombrero.
A la mañana siguiente, viernes, se presentaba
en un hotel de Gran Vía una colección de novelas
dirigida a mujeres de treinta y tantos. Iniciativa que, en
un principio, podría tocar las narices, por lo de la
discriminación positiva, pero que bien pensado es digna
de elogio pues el responsable, Miguel Ángel
Matellanes, editor y alma de Algaida, lo que está
intentando es que nuestra literatura, nuestro mercado editorial
alcance un nivel sino igual al menos no demasiado lejano al
que ya existe desde hace muchos en el mundo literario anglosajón,
en el que se habla de Lad Fiction (literatura para colegas)
o Flash Fiction o Pain Fiction (literatura del sufrimiento)
para ayudar al amplísimo sector de lectores a orientarse
en el cada vez más oceánico escaparate de la
oferta editorial. No pude ir porque estaba durmiendo (que
no dormido, como dijo una vez nuestro último Nobel,
señor Cela, quien naturalmente apostilló,
para que el periodista le comprendiese que no es lo mismo
estar durmiendo, acto voluntario, que dormido, involuntario,
al igual que no lo es estar jodido que estar jodiendo).
Sin embargo la velada más deliciosa de
la semana, el momento más feliz, me lo regalaron los
pintores (para mí antes amigos que pintores; o al menos
tan pintores como amigos) María Luisa Sanz
y Joaquín Capa que nos invitaron a mí
y a mi chica, mi señora, mi mujer, mi mitad, a cenar
en la Alpargatería de la calle Fuencarral y se presentaron
con algo que sería insuficiente calificar como regalo.
Durante más de un mes María Luisa Sanz, inspirándose
en treinta y cuatro de las cien tarjetas de visita que componen
mi Jaula-Tarjetero de Cazador de Cuentos, había rellenado
todas y cada una de las páginas de un cuaderno de dibujo,
y allí, en la Alpargatería de la calle Fuencarral,
estaban ante mí sus cuadros, escaneados en pequeñito,
recreando algunas de las historias que con tanto amor como
locura de escritor fui creando durante todos y cada uno de
los días de un año. Me emocionó
y desconcertó ver mis más pequeños relatos,
los seleccionados entre los 365 para ser impresos en tarjeta
de visita, convertidos en imagen, las mismas historias
narradas gráficamente y desde un punto de vista diferente,
con frecuencia superior, al mío. Intentar agradecerlo
sería pensar que puedo hacerlo, así que mejor
guardo ya silencio.
Ha habido otros momentos buenos, muy buenos, y alguno malo
(de todo hay en la Villa de Mad Madrid, oh señor),
esta semana larga y finalmente muy primaveral, pero pertenecen
ya al ámbito de la intimidad, historias e imágenes
que pueden recogerse en el diario que llevo en el bolsillo,
y no siempre, pero que sería inoportuno, exhibicionista
y quizá hasta poco respetuoso incluir en esta parte
de mi web, que yo llamo, forzándolo un poco, diario,
diarioweb.
Le
enseña al niño cuanto sabe de la manera más
clara y precisa que es capaz. Todo es conmovedor en ese acto.
Descubrir que sabe algunas cosas, que puede transmitirlas
y -esto es lo más conmovedor- que algunas de esas pocas
cosas que él sabe no se perderán del todo cuando
él se vaya porque permanecerán en el pecho,
en la cabeza, en el alma del niño.
El niño, que con una generosidad desarmante, le ama,
respeta y escucha.
De
Sosiego, mi antilibro impublicable
7 de mayo 007
LA NOCHE DE LOS LIBROS
La noche comienza con un “movimiento del alma”,
como lo denomina Cuca Escribano, la amiga
con la que he quedado en la Plaza de Santa Ana a las diez
y cuarto para tomar algo y sobre todo ponernos al corriente
de nuestras respectivas vidas. Y lo que hago es, siguiendo
la explicación de Cuca, un “movimiento del alma”
porque desatiendo o esquivo o excuso otros compromisos para
reunirme con ella en la Cervecería Alemana. Pero no
podía ser de otro modo; Cuca, como sabrán muchos
lectores al haber leído su nombre,
es actriz, en estos momentos una de sus películas,
Atlas de geografía humana, está en todas las
carteleras, y aunque suele residir en Sevilla se ha desplazado
hasta la Villa y Corte para rodar un con el equipo que normalmente
se encarga de poner semana a semana en pie la serie Cuentame.
Es un trabajo duro -el trabajo de actor siempre es más
duro, mucho más duro, de que quienes lo desconocen
puedan imaginar- y Cuca Escribano se ha levantado a las siete
de la mañana y ha estado trabajando prácticamente
doce horas seguidas. Para mí es un honor y un lujo
que después de semejante esfuerzo aún encuentre
energía para reunirse conmigo, como fue un honor y
un lujo que se apuntase como tripulante o alumna el año
que puse en marcha mi humilde taller literario; y ante su
esfuerzo, nobleza obliga y placer subraya, solo puedo decir
sí.
El destino, confabulado a nuestro favor quizá como
premio del mutuo esfuerzo, hace que justo cuando lleguemos
se desocupe una mesa en la terraza de la Cervecería
Alemana y podamos cenar en la calle. No cabe ni un alfiler
anoréxico en la Plaza de Santa Ana, todo Madrid está
en la calle, la temperatura es deliciosa y es difícil
ver siquiera a alguien con gesto de cansancio o mal humor.
Hablamos largo y tendido, nos ponemos al tanto de nuestras
vidas, filosofamos (a ella también le gusta, vive en
Sevilla) y cuando la dejo en su casa en lugar de coger el
metro o subirme a un taxi decido regresar al hogar dulce hogar
caminando, así que bajo por Alcalá, con sus
preciosos edificios iluminados: el Metrópolis, la sede
del Cervantes, el Círculo de Bellas Artes, y luego
callejeo para regresar al corazón de la ciudad, prolongar
la dicha del paseo hasta donde alcance la energía de
mis piernas.
Cuando por fin llego a casa todos duermen, enciendo el ordenador
para escribir un cuento que se me ha ocurrido mientras caminaba,
y pongo la tele. Mi amigo Fernando Sánchez-Dragó
está comandando su telenoticias diario, y me cuenta,
me recuerda -pero ¿cómo he podido olvidarlo?-
que es la noche de los libros, que más de seiscientos
escritores están firmando ejemplares por toda la ciudad
y que todas las librerías están abiertas. Por
un instante me siento desplazado, confuso: yo no he estado
firmando. Pero enseguida me consuelo: ya había seiscientos
colegas dándole al rotulador o al boli. Nadie me habrá
echado de menos, y quien lo haya hecho sabrá donde
encontrarme al día siguiente: que lloverá. Lo
cierto es que para mí no puede haber noche de los libros,
porque -como escritor y lector- todas mis noches son suyas:
de mis amados libros.
"El
elemento femenino, tan paradójicamente generoso con
los que toman y tan destructivamente cruel con los que dan"
Liudmila Ulítskaya. Sóniechka
14 de mayo. Es jueves
y Javier Puebla acompañado de todos
los miembros de su pequeña familia visita la galería
de arte ESPACIO ARTEINVERSION, sita en Boadilla, donde su
amiga, la brillantísima pintora María Luisa
Sanz, inaugura una exposición bajo el título
del viaje. Una exposición deslumbrante; delante de
una de las acuarelas -precio sólo 1500 euros- Puebla
no puede evitar que se le escape un "no puedo vivir sin
ella"; pero tendrá que vivir sin ella, porque
su filosofía de vida actual excluye los gastos que
no puedan ser calificados como imprescindibles.
A María Luisa Sanz la conocí vicariamente en
Hamburgo, a través de las palabras de su marido, el
también pintor, Joaquín Capa, y personalmente
en Madrid, una tarde de verano, que nos invitó a su
casa, un palomar fantástico situado cerca
del Canal de Isabel II, y descubrí que el mito -en
voz de Joaquín su mujer es mítica- podía
ser superado por la realidad, que estaba ante alguien capaz
de enamorar a los mismísimos tigres. Después
de aquel doble descubrimiento la he visto muchas veces, he
asistido a alguna de sus exposiciones, pasado horas en su
estudio y mi admiración hacia su energía y su
obra no ha hecho sino aumentar.
Pero en esta ocasión Javier Puebla cuenta con un punto
de vista adicional para disfrutar de los cuadros que utiliza
tan largamente como puede: los ojos limpios de sus hijos de
cuatro años, quien sin vacilar señala el que
le parece el mejor cuadro de la exposición, uno de
los más complejos, y alaba la intensidad de los colores,
reconoce signos e iconos -la maravilla del popart- y se pasea
junto a su padre y su madre con una fanta en la mano hasta
que empieza a anochecer y de repente pregunta que hace él
de noche y fuera de casa.
Y todos volvemos a casa, perdiendonos por el larguísimo
túnel recién inaugurado de la M-30.
El viernes es un día extraño. Me despierto tan
tarde como de costumbre, más allá de las dos
de mediodía, feliz como un bebé porque no ha
sonado el teléfono, nadie ha reclamado mi presencia,
ningún asunto urgente me reclama y cuando voy a coger
el móvil para que me acompañe a la piscina diaria
me encuentro con 7 llamadas perdidas. 7 llamadas perdidas,
un buen título para un cuento, o una novela, o algo.
Manuel Domínguez, el presidente de Cambio16 y Cuadernos
para el Diálogo estaba en Madrid quería comer
conmigo, y yo durmiendo, será el jueves que viene si
Dios quiere, la pintora Dora Dolz, desde Holanda, su hija,
Sonia Herman desde Madrid para recordarme que esa tarde pasan
una de sus películas en la filmoteca, una editorial
de Barcelona para mandarme el último libro de un amigo...
Había pensado irse Puebla a Los Arroyos, a pensar,
descansar y quizá escribir, pero al final hace un giro
de muñeca o un movimiento de alma, expresión
a gusto del consumidor, y decide quedarse para ver la película
de la hija de Dora, The
master and his pupil, y quizá pasar por la presentación
de ¡Mío Cid!, un libro escrito a tres manos,
entre ellas las del travieso Rafael Reig, el odiable (no sé
si odioso, no le conozco personalmente) Orejudo, y otro cuyo
nombre no recuerdo. Al final el tiempo se le echa encima,
las horas coinciden y opta, bien hecho, por la filmoteca.
La película, un documental, es genial. Genial. Que
no se lo pierda nadie si puede verlo. Podría intentar
explicarlo pero serían muchas líneas y ahora
no me apetece. Es más importante lo que sucede al final
de la proyección, a la directora de la película,
a Sonia Herman, le han robado el bolso con toda la documentación,
el dinero y demás en su interior. Y con el bolso le
han robado también ese momento de gloria, esa frase
arrobada que muchos, Javier Puebla entre ellos, habrían
descolgado en sus oídos como prueba del impacto logrado
por la película. La realidad es más grande que
la ficción, la engloba siempre, no es como lo del huevo
y la gallina, o que la ficción supere a la realidad
o la realidad a la ficción, es más simple: la
ficción necesita de la realidad para existir, y no
hay viceversa.
Para calmar tanto alboroto filosófico bajo su sombrero
Javier Puebla decide visitar el lugar de trabajo de su amigo
el profesor Lazos, donde pretende convencer a una de sus compañeras
de trabajo para que pose como modelo de unas fotos con las
que ilustrar un relato a publicarse el mes que viene en Cuadernos
para el Diálogo. Lo consigue.
Y el sábado Puebla vuelva a moverse grupalmente, otra
vez su pequeña familia. Están en L.A. y por
la tarde, una vieja costumbre, dan un largo paseo por la Herrería,
no sin antes pasar por La Grillera, el bar-restaurante que
su amigo de hace ya veinte años, Rafael Davilla,
ha abierto con absoluto éxito de público en
San Lorenzo de El Escorial. Después de la Herrería
la familia Puebla sube hasta la Horizontal, porque la tarde
es casi veraniega, y allí se encuentran con una sorpresa
inesperada, Santiago y Dolores, a quienes conocieron en África
y llevan sin ver siglos. A Javier le fascina ver al niño,
a Santi, a quien recuerda el día de la llegada del
pequeño a Dakar, un bebé de meses, en brazos
de su madre; ahora tiene -como en un milagro incomprensible-
once años. Y le sorprende que su madre lo sepa todo
de él, Entro con frecuencia en tu página web,
y por segunda vez en poco tiempo, vuelve a ser consciente
de que se está convirtiendo en personaje público,
que las casi cien mil entradas que ha recibido su web desde
que la creó tienen detrás una cara que a veces
él conoce y otras no. Y se alegra de haber decidido
utilizar el disfraz permanente del sombrero, para recuperar
el anonimato sólo necesita quitárselo. Pero
aún así experimenta una fuerte sensación
de extrañamiento hacia sí mismo, o más
exactamente hacia el personaje que ha ido creando, y por eso
en su diario web de 14 de mayo escribe sobre sí mismo
en tercera persona, como si fuera otro, porque es otro, porque
esto -estas líneas, este texto- es un juego, una suerte
de teatro. Aunque también será teatro cuando
baje el telón y Puebla se desmaquille, quite el sombrero,
porque él es así, como un niño en cierto
modo, siempre jugando, improvisando sobre las tablas del teatro
de su pequeña vida, el gran teatro.
“No
soy un animal social aunque sí cordial”
Dragó, Libertad, fraternidad,
desigualdad
21 de mayo
Es jueves cuando como, almuerzo, con Manuel Domínguez
en un restaurante de la calle Hermanos Bécquer, al
lado de la antigua casa de mi abuela y por tanto de la embajada
yanqui en Madrid. Creo que se llama Laray
y doy fe de que se come muy bien. Tenía varias cosas
que proponerle al presidente del grupo EIG, pero lo cierto
es que acudo a la comida con ánimo esencialmente lúdico:
por el placer de la conversación y la buena compañía.
No quedo defraudado. Manuel me habla de la película
que quiere rodar, Otro mundo es posible, e incluso me propone
que hablemos con mi amiga Cuca Escribano,
personaje más o menos habitual de este diario, para
el papel protagonista; y la verdad, después de escuchar
el guión completo, a veces más interpretado
que contado, tengo que admitir que Cuca lo bordaría,
que el papel parece escrito y pensado para ella. Seguimos
conversando camino de su hotel en Serrano, la calle de mi
abuela, las referencias personales que hacen del mundo un
lugar más íntimo y sencillo, y volvemos a vernos
tres o cuatro horas más tarde porque en Archy, aún
existe el Archy de Marqués de Riscal,
ladies and gentleman, le conceden un premio y el organizador
y editor de la revista económica que los concede, Juan
María Gallego, también ha tenido la
deferencia de invitarme a mí, y sin que resultase previsible
acabo en una terraza de la calle Génova zampando arroz,
regado con Viuda de Cliquot (perdonen si lo escribo mal, el
champán francés es para beberlo, no para deletrearlo),
y acompañando a
Manuel, Gorka Landaburu, el genial
Rafa García-Rico y un tipo encantador llamado
Rubén y una chica no menos encantadora (más
encantadora, en realidad) que quizá se llamaba Miriam
(no voy a coger el teléfono para averiguarlo), pero
que sin quizá fue la única persona que vi cuando
entré en Archy un poco más tarde de lo debido
y pactado, porque brillaba con una luz diferente y propia,
y de quien luego me enteré que era una de las candidatas
para la alcaldía de las Rozas, que había sido
dirigente o presidente de las juventudes socialistas, ay,
y que eso no era nada especial en aquel grupo que la noche
del jueves me trató como a un amigo de toda la vida,
porque al parecer Rubén y Rafa García-Rico también
habían ocupado el mismo cargo. Supongo que desentoné
un poco al hacer el único brindis no político
de la noche, al decir que a partir de la mañana siguiente
sería un hombre de derechas, pero ahí intervino
Gorka:
-Tú eres un librepensador y lo serás siempre.
Y lo cierto es que cuando levanté mi copa de champán
sólo agradecí a los dioses, y a los presentes,
la dulzura de la noche, tender is the night y la calidad de
la compañía. Aún siguieron algunos, particularmente
los impecables Gorka y Manuel Domínguez, que a pesar
de lo avanzado de la hora no quisieron cerrar la velada sin
un abrazo a Gallego, que había sido administrador de
Cambio16, y que en un día como aquel necesitaba sentir
el afecto de sus amigos. Supongo que por eso, por esa capacidad
y sensibilidad, algunas personas son capaces de logros que
para el común de los humanos cabría calificar
como milagros o cuasi milagros.
Personalmente me fui a casa porque aunque me sueño
capaz de milagros a veces no lo soy, y también porque
mi obligación, mi impecabilidad, era terminar una columna,
enviarla esa misma noche y antes quería o pretendía
despejarme un poco de los efectos euforizantes del champán
con nombre de viuda francesa, y quedarme libre de responsabilidades
para el viernes, el día de la avería…
AVERÍA
Hora: aproximadamente las cuatro de la tarde. Voy camino del
Canoe para nadar mis largos diarios y a continuación
ir a buscar al niño al colegio. Estoy subiendo
por Doctor Esquerdo en mi viejo Volvo 850 cuando noto que
pierde potencia, duda, se asfixia y finalmente se para a la
altura del número 169 de la calle larga y pina;
es inútil que gire una y otra vez la llave en la ranura
del contacto: no arranca. Lleva varios días así,
renuente y remolón, inseguro e impreciso, pero hasta
el momento había logrado siempre volver a ponerlo en
marcha, llegar con bien hasta el parking que tengo alquilado
junto a mi casa, pero hoy no, hoy hace calor, como si fuera
verano aunque estemos en primavera, y ni él ni yo tenemos
ganas de luchar, se cala y ya no arranca, me calo y ya no
arranco. Prefiero buscar en el móvil el teléfono
de Línea Directa, los ángeles
custodios como los llamó acertadamente Fernando
Sánchez-Dragó en un artículo
publicado hace unos meses, y en efecto funcionan con eficacia
angélica, celestial, me mandarán una grúa
en menos de cuarenta minutos mientras yo espero a la sombra
y me alegro de haber dejado la Mutua Madrileña, antaño
tan eficaz y entrañable, y hoy tan pesetera, eurera,
y poco afectuosa con sus mutualistas aunque ostenten pólizas
con una antigüedad que supera los treinta años.
Pero, ¿qué voy a hacer con el coche? Hasta hace
unos meses cualquier problema me lo solucionaba un viejo amigo,
pero su taller está cerrado –circunstancias personales-
en su taller. ¿Qué hacer? Llamo a mi padre.
Y es mi padre quien va a buscar al niño al colegio,
quien lo deja en mi casa y aparece casi a la vez que la eficacísima
grúa para acompañarme en su coche, mellizo del
mío, otro viejo Volvo 850 aunque mucho más cuidado
que el mío, para conducirnos a todos hasta un taller
donde un mecánico sabio, un hombre al que basta entrar
en la cabina, accionar la llave de contacto y escuchar, para
saber o averiguar cual es el mal, la debilidad o tristeza
de la máquina.
Y lo que al principio era un problema, un adiós a mi
fin de semana en El Escorial, se va transformando en un alivio.
Alivio porque el coche por fin se ha parado y no queda otro
remedio que repararlo. Alivio porque mi compañía
de seguros es la más eficaz. Pero sobre todo alivio
porque mi padre está allí, y me cuenta que el
niño estaba tan contento, indiferente a los problemas
automovilísticos de su familia, y yo le respondo que
claro, que sabe, que se lo van a solucionar porque los niños
están acostumbrados a los milagros, y en ese momento
me doy cuenta que a mí también me lo van a solucionar,
me lo están solucionando, aunque no soy un niño
sino un hombre de cuarenta y nueve años, porque tengo
la suerte, fortuna impagable y tantas veces inadvertida, de
tener un padre que aunque ya ha cumplido los ochenta cuando
le necesito, y aún le necesito muchas veces, actúa
como si fuera un hombre de treinta: pura energía y
eficacia, alguien que soluciona los problemas y no se pierde
ni desmorona contemplando las sombras de los hechos. Y doy
gracias, en mi interior doy gracias, a su generosidad, a la
naturaleza y el destino que me ha regalado la maravilla de
ser su hijo. Doy gracias, pero también le miro, intento
seguir su ejemplo, velar ante por los demás, por los
cercanos y familiares que por sí mismo. Y así
durante todo el fin de semana, y seguiré así
la semana que viene, intento ser generoso e impecable, como
él. Intento, intentaré. Pero también
continuo conmovido, agradecido hasta el infinito, porque alguien
a mis cuarenta y nueve, me haya cuidado con la misma generosidad
y desinterés que me cuidaba -también él,
mi padre- cuando era un niño.
-¿Qué
toma usted, señor Zola? – pregunta el solícito
camarero.
-Notas- responde el escritor. – Yo tomo notas.
(Anécdota,
que funciona como un microrrelato, contada por Fernando Sánchez-Dragó)
28 de mayo 007
LLUEVE
La
mano del maestro sobrevuela la mesa tras la que está
sentado para entrelazarla con la mía mientras su voz
me agradece que haya desafiado la furia de los elementos para
acudir a la presentación matinal de Libertad, fraternidad,
desigualdad, el primer
libro –a mi conocimiento- firmado única y exclusivamente
por el personaje, por DRAGÓ, escrito con mayúsculas
y subrayado en rojo en la parte más alta, arriba a
la izquierda, de la portada del libro.
-Gracias por venir desafiando a los elementos, Javier.
-Más que a un impedimento ha sido un acicate.
Y era cierto: la presentación estaba prevista a la
una, la mayoría de los escritores esquivamos la mañana,
y cuando levanté la persiana tras apenas tres horas
de apoyar la cabeza en la almohada una palabra salió
casi involuntariamente de mis labios:
-Llueve.
Y eso significaba que bajo ningún concepto ni motivo
podía fallar, porque aunque Dragó está
en la cima de su popularidad gracias a su programa diario
en Telemadrid, y la primera edición del libro se había
agotado en poco más de una semana, la hora de la cita
y la lluvia jugaban como dos cartas adversas en una partida
de póker. Y en efecto no había demasiada gente
en la presentación del “primer libro de Dragó”
aunque lo previsible habría sido lo contrario. Pero
precisamente por esa circunstancia, el ambiente más
íntimo que populoso, los selectos asistentes al ritual
tuvimos la oportunidad, fortuna me atrevo a escribir, de ver
al creador, al verdadero escritor, a quien está tras
el personaje, a Fernando, a Fernando Sánchez-Dragó,
naturalmente tan buen showman como su personaje, pero a diferencia
de su máscara o criatura, más humano y por lo
tanto, más cercano y vulnerable, con el alma al descubierto
si se le miraba atentamente a los ojos.
En
el libro publicado por Áltera y editado por Antonio
Ruiz Vega nos encontramos al Dragó, epatante, al enfant
terrible que gusta de provocar, reírse de todo (hasta
de sí mismo: “al releer el libro he encontrado
muchas opiniones que ya en absoluto sostengo”), y es
un producto excelente, que no defraudará al número
de fans (¡campanazo!), de lectores y seguidores incondicionales
de Dragó Superstar, desde las frases lapidarias: “deportista
rima con fascista”, “mi Cristo es pagano”,
“la igualdad es la mayor injusticia pues sus víctimas
son los hombres superiores”, hasta la foto –el
libro está generosamente ilustrado- en la que aparece
con las orejas de burro que utilizó para pedir disculpas
por un comentario, en realidad intrascendente, desde su telenoticias
y que dio la vuelta al mundo entero. Sus seguidores devorarán
el libro, como un niño de la época en la que
Fernando era niño devoraba las aventuras de Guillermo.
Y lo normal habría sido una amplificación del
show de un personaje que, de repente, parece el favorito de
toda España, pero la lluvia con sus luces grises logró
que el maestro –en el sentido taoista- nos hablase de
la muerte, de la fragilidad de la condición humana,
tengo tres by-pass en el corazón y setenta años,
que la hora larga que duró la presentación fuese
casi una conversación íntima, privada e inolvidable.
EL PRODUCTOR Y LA ARTISTA
Abandono la sala semiescondida en la biblioteca del segundo
piso del Ateneo de Madrid donde se presentaba el libro de
Dragó para regresar a la lluvia, a la ciudad mojada
e inquieta donde parece imposible encontrar un taxi libre.
Ya debería
de estar en Laray, el restaurante donde me esperan para comer
Manuel Domínguez y Cuca Escribano para que el primero
le cuente el argumento de su película, una bonita historia
de amor (pero también mucho más que una bonita
historia de amor) a ver si a ella le podría interesar
el papel protagonista, pero también para comprobar
si la actriz es como él la ha imaginado. Y lo es, como
prueba la llamada que me hace Manuel al móvil un par
de horas después, cuando estoy saliendo del Canoe hasta
donde he ido caminando desde Zurbarán y luego nadado
mis cuarenta largos diarios para evitar que la excelente comida
que ofrece Fernando, el propietario del restaurante donde
por segunda vez me ha invitado a comer Manuel Domínguez
en el plazo de dos semanas, no me deje embotado, pues a las
diez he prometido a Cuca que asistiré al estreno de
Una mujer invisible, la última película de Gerardo
Herrero, donde ella tiene una colaboración especial,
que borda; lo cual comienza a ser habitual porque en sus últimos
trabajos: Atlas de geografía humana, El camino de los
ingleses o Los aires difíciles, está siempre
impecable. A ella también le ha encantado el guión
de la futura película, cuyo título me reservo
porque conviene ponérselo un poco difícil a
los amigos del plagio, y yo no puedo menos que alegrarme de
haber servido de vínculo, de puente para que ambos
se conociesen.
SOLO
Cuando salgo del cine donde se ha celebrado el estreno, el
Roxy B de Fuencarral, estoy a punto de dejarme vencer por
la tentación de seguir caminando, andar hasta casa.
Ha dejado de llover y … tender is the night como escribió
intraduciblemente Fitgerald, pero al final –me hago
mayor y prudente- vence el cerebro al corazón y bajo
al metro para que sea un tren y no mis pies quien me lleve
de un extremo a otro de la ciudad ya tranquila, con la compañía
de The reamains of the day, la obra maestra de Kazuo Ishiguro,
que mi buen amigo Vicente Saval, especialista en el autor
donde los haya, me regaló en su versión original
la semana pasada; y me paso de parada -¡qué desastre,
qué Panizo soy!- porque encuentro la historia del mayordomo
que encuentra un tigre bajo la mesa donde va a servirse la
cena y no puedo evitar sacar el rotulador de tinta azul y
escribir en mi cuaderno unas cuantas notas que quizá
en el futuro me sirvan para escribir un microrrelato o –más
probablemente- se pierdan en la inmensidad de palabras inútiles
acumuladas en los diarios que siempre llevo en el bolsillo.
Pero no me importa; porque cuando salgo de nuevo a la superficie
de la ciudad sigue sin llover y a mí sigue apeteciéndome
pasear. Así que lo hago, paseo, me dejo caer por las
amplias avenidas sin prisa, soñando despierto, protegido
–o creyéndome protegido- por la complicidad de
mi viejo sombrero Stetson.
“La
grandeza brutal de su imperfección la mutaba en una
nueva suerte de perfección”
THOMAS DE QUINCEY, Del asesinato considerado como
bella arte. (Traducción libérrima personal).
4 de junio
MAGDALENA TIRADO Y LOS TRAFICANTES
DE SUEÑOS
La tarde es suave y está contenta porque ya se aproxima
la noche. Me dirijo a paso ligero hacia el número treinta
y cinco de la calle Embajadores (he tenido que buscar en el
mapa la ubicación exacta de la larga y fea calle, a
pesar de que he nacido en Madrid y he pasado mil veces por
la calle fea y larga). Me espera Magdalena Tirado, que acaba
de publicar una nueva novela, EL CORAZÓN DE LAS ESTATUAS,
y se ha ofrecido, sabiendo que la aprecio y admiro, a pasarme
un ejemplar.
-Podríamos quedar en Traficantes de sueños,
el jueves pasan a las ocho y media un documental en Mauritania.
Demasiadas tentaciones en una: la novela de Magdalena, el
lugar de mítico nombre en el que jamás he estado:
TRAFICANTES DE SUEÑOS, y un documental sobre un país
que conozco mejor, infinitamente mejor, que el noventa y nueve
con noventa y siete por ciento que el resto de la población
española.
La librería, el local, el lugar bautizado como TRAFICANTES
DE SUEÑOS es al principio una absoluta desilusión:
un edificio nuevo y vulgar, feo como la calle que lo alberga,
y dentro del mismo un local sin ningún signo interesante
en su exterior. Y en cuanto al documental… me resulta
dificultoso imaginarme algo más torpe y peor estructurado
cuando llevo aguantando –literalmente aguantando, si
estuviese solo, sin Magdalena, me habría ido- diez
minutos de proyección. De hecho en ese momento casi
me siento arrepentido de haber acudido a la cita, aunque al
menos he hecho una foto aceptable de Magdalena, y al abrir
su libro me han gustado e interesado las dos primeras páginas.
Luego se ha apagado la luz, comenzado, tras mil dificultades
técnicas –más torpeza- el documental y
no he podido seguir leyendo. La cabeza asaeteada por mil recuerdos
sobre Nouakchott, la ciudad que jamás dejaba de morder
la arena del desierto y en la que había más
burritos que coches, el hombre al que vi azotar con un látigo
a un policía de tráfico porque no le reconoció
como el jefe de tribu que era y quiso ponerle una multa, la
gacela domesticada que tenía el embajador en la piscina
siempre cubierta de polvo en suspensión… Y allí
estaba viendo la tontería que había hecho un
chaval bienintencionado tras pasar cinco días en Nouakchott
y jugando con que uno de sus barrios se llamaba Las Palmas
y la diferencia brutal con la capital de Las Canarias, cuando
poco a poco comencé a salir de mi cabeza y penetrar
en el ambiente que me rodeaba. Recordé lo dificultoso
que era hacer video o fotografías en Mauritania, acaricié
con mis ojos torpes de miopía los altos techos del
local y descubrí que los libros primorosamente colocados
en las estanterías de obras alcanzaban ese techo imposible,
observé como las paredes albergaban una exposición,
el suelo impecable, cada mínimo detalle cuidado y que
allí se respiraba un algo especial, que se “traficaba
con sueños” y se hacía limpia y honestamente.
Y entonces comencé
a disfrutar del documental, de la gente sin cara ni nombre
que me rodeaba, del momento. Aplaudí al terminar. Me
levanté para coger un numerito que me permitiría
participar en el sorteo de un viaje entre los asistentes:
los habían repartido mientras yo fotografiaba a Magdalena
Tirado con su libro en la mano en el exterior para aprovechar
los últimos latidos de la luz diurna. Sólo quedaba
una papeleta y varias manos la querían, pero alguien
decidió que era para mí y a cambio me quitó
la silla donde había estado sentado. Miré la
papeleta: el número cinco. ¡Qué horror
si ganase el premio y tuviese que viajar de nuevo a Nouakchott
sin la protección impecable de mi pasaporte diplomático!
-El cinco, ha salido el cinco.
¿Y si salía corriendo? ¿O me hacía
el escandinavo y fingía no haberme dado cuenta que
era yo quien llevaba el número? Pero el cinco era mi
número de la fortuna, ni número amado cuando
era niño… Salí, y el cineasta, creo que
se llamaba David, informó a los presentes que era un
acto de justicia, que yo era el único entre los asistentes
que conocía Mauritania, y aproveché para contar
la triste historia con final feliz en la que asistí
como testigo a la compra de una esclava –sí,
una esclava, por veinte mil pesetas, nosecuantas ouguiyas,
ciento veinte euros de nuestra moneda actual- por parte de
un francés que había prometido liberarla y luego
intentó prostituirla (no voy a contar aquí esa
historia, es larga y está matizada por excesivos detalles
que conservo en la memoria) y tras narrar brevemente la historia,
la intervención heroica de un colega diplomático,
Juan Mari López-Aguilar, abrí el sobre mientras
hacía girar el magín para desembarazarme sin
parecer grosero de lo que temía sería un billete
de avión con destino al desierto. Pero no: un mapa.
Un mapa del metro de Mad Madrid. Suspiré aliviado.
-Mira, mira dentro del sobre, hay más.
Ya estaba soñando con un viaje a Parla, Getafe o Rivas,
algo sencillo y digno de un reportaje que siempre he querido
hacer: viajar a lo que fueron los pueblos de Madrid y ahora
son barrios de facto con el mismo espíritu que Cela
viajó a la Alcarria.
-Mira dentro, al fondo.
Un billete. Un billete de metro.
-¿Será de ida y vuelta?
Lo pregunté en voz alta, encarado como estaba al público,
jugando con ellos como si el show fuera mío y me correspondiese
el papel protagonista y no el de simple invitado.
¡Diez viajes! Era un ticket de diez viajes. Con él
podría hacerse un documental tan interesante como el
que acababa de ver, o más: porque rodar en el metro
de Madrid está aún más prohibido que
hacerlo en Mauritania. Hasta prometí, pero probablemente
no cumpliré mi promesa, que lo haría.
Y luego todo fue fiesta. La gente me entraba, hablaba, preguntaba,
y el vino estaba excelente, una chica atractiva me aseguró
que nos conocíamos de algo…, aunque ni nos conocíamos
ni íbamos a conocernos. Salí del local de los
Traficantes de Sueños con una sonrisa que me duró
toda la noche, y que se prolongó en otra pequeña
aventura, esta en la calle Atocha, que no voy a contar, porque
en este diario existe autocensura y además a la mañana
siguiente me tocaba madrugar.
EL VIDEO NO MATÓ A LA ESTRELLA
DE LA RADIO
Eran las nueve y treinta minutos de la mañana, apenas
había dormido tres horas, cuando salí de la
cama. Estaba
citado en Castellana, los cuarteles generales de Intereconomía,
Radio y televisión, para participar en un programa,
CAPITAL, LA BOLSA Y LA VIDA, que –me pareció
una idea genial- se emitiría al mismo tiempo por las
ondas hertzianas y la televisión. Y me levanté
dos horas antes para disimular que por las mañanas
soy poco más que un zombi. Cuando llegué a Castellana,
en el edificio situado a la espalda donde vivía mi
amada y siempre añorada abuela Maxi González-Briz,
mi ánimo era sólo aceptable. Pero bastó
entrar para que todo mejorarse. La chica que me maquilló,
Alicia, era un encanto, y hablamos de su hijo de diecisiete
años, de que era viuda (su marido había muerto
en un accidente con tan sólo treinta y seis años),
de cómo cambia la perspectiva con los años y
para cuando entré en el estudio, en compañía
de Pilar Gallego (Presidenta del gremio de libreros, cargo
que ocupó largo tiempo uno de los mejores amigos de
mi padre, el librero Rubiños), y conocí al presentador
del programa, Javier
Ablitas, comprendí que iba a estar como en casa. Pero
fue aún mejor que en casa, porque el equipo técnico
–que maravillosamente guay es la gente joven que trabaja
en las emisoras no petrificadas por tener al estado detrás-
había entrado en mi página web y mientras yo
hablaba de libros, de Sonríe Delgado, mi finalista
del Nadal 2004 y lo difícil que es ya encontrarla,
de mi novela africana: Blanco y Negra, y disentía de
Pilar Gallego, a pesar de su bonito pelo, respecto al papel
creador y cultural de los sms y los videojuegos, fueron pasando
a toda pantalla todo mi diario web, las fotos de todos mis
amigos y conocidos de los últimos dos años…
¡Cuanta
generosidad! No pude menos que acompañar a Rubén,
el más audaz socialmente del equipo técnico,
para fotografiarle a él y a sus compañeros y
hacer que saliesen en este humildísimo diario.
Y luego caminé. Caminé y caminé.
Atravesé El Retiro entero sin apenas mirar las casetas
de mi Feria natural, la del libro, caminando llegué
al Canoe, donde como cada día hice mis cuarenta largos
y como cada nunca, me permití el lujo –alguna
ventaja tiene madrugar- me permití el lujo de permanecer
diez o quince minutos tirado al sol. Y por primera vez la
ausencia de la luna y las estrellas no convocó las
lágrimas de mi nostalgia porque se estaba deliciosamente
bien, quieto, tranquilo, disfrutando de no hacer nada, sólo
tirado bajo el sol.