Tamarón, Marqués de Tamarón , se publica en diferentes versiones, por motivos de espacio y filosofía, en La Opinión de Murcia y Cambio16; mes de setiembre.

Tamarón, Marqués de Tamarón


Creo que va a ser para mí un placer esta columna, y espero que para el lector resulte también un placer el leerla. Esta columna trata sobre un descubrimiento. No el descubrimiento de un lugar o un hito científico, sino el -en teoría- más sencillo y asequible descubrimiento de un pensador, de un escritor, de una persona. Porque esas son para mí las tres palabras que definen a Santiago de Mora-Figueroa, Marqués de Tamarón. Este verano su libro El Guirigay Nacional me ha acompañado durante muchas mañanas, tardes y noches; me ha hecho pensar, reír, indignarme, abrir los ojos incrédulamente y hasta me ha inspirado un par de relatos. Pero en el libro no sólo estaba la inteligencia indudable de Tamarón, su ironía (que yo, asilvestrado, calificaría de inglesa, pero que sin duda es más bien andaluza), su humildad (“como el maestro Ciruela, que sin saber leer montó escuela”) y su amor por el lenguaje, que comparto; había aún más, ya digo, en ese libro de ensayos que se publicó por primera vez en 1988 y que ahora ha vuelto a editar, corregido y aumentado, la editorial Áltera. Y ese más que había era Santiago. El niño Santiago, el joven Santiago, el hombre Santiago. Cierto que cuando llegó el libro a mis manos, tras avatares demasiado prolijos para que convenga reseñarlos en esta columna, ya intuía que iba a encontrarme con algo interesante; pero, confieso, que no lo esperaba “tan” interesante.
A Tamarón le conocí en el mismo lugar donde he conocido a Julia Escobar, Ana Gavín, Rafael Reig o Javier Esteban, en la tertulia de Sánchez-Dragó. Una tertulia divertidísima, siempre imprevisible y viva, camuflada para mayor esplendor y magia como programa de televisión: Las Noches Blancas, que se emite en Telemadrid los domingos o los martes y ya después de la medianoche, aunque con frecuencia se graba por la mañana o por la tarde o en cualquier momento imaginable.
Al principio, tan alto, elegante, cultísimo me pareció -y creo que utilizo la palabra exacta- inaccesible. Pero nada más lejos de la realidad. Las personas -me está demostrando la vida- cuanto más inteligentes más fácilmente accesibles. Sólo los hombres y mujeres acémila se parapetan tras la inaccesibilidad para que no se descubra su superior capacidad para el rebuzno (es algo que supongo que cualquier lector sabe desde siempre pero que yo, perenne despistado, he descubierto en los últimos tiempos).
Poco a poco, cuando el azar y Dragó nos reunían, comenzamos a hablar. De Mauritania, de sombreros, del fluir de la vida, de cualquier cosa. Es un placer conversar con él, la solidez de sus puntos de vista y la tranquilidad con que los expone. Y como me pasa siempre que me cae bien alguien y comienzo a tratarle acabé por tomarle afecto. Afecto in crescendo, aunque no tanto como para haber dicho una palabra acerca de su libro si no me hubiese gustado tantísimo como me gustó. Un libro que, repito, me hecho reír, indignarme, pensar, abrir los ojos incrédulamente y hasta despertado mi inspiración; que me ha hecho mucha y buena compañía en los largos días y noches de este verano, que termina.



 

 

 

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