Tamarón, Marqués de
Tamarón
Creo que va a ser para mí un placer
esta columna, y espero que para el lector resulte también
un placer el leerla. Esta columna trata sobre un descubrimiento.
No el descubrimiento de un lugar o un hito científico,
sino el -en teoría- más sencillo y asequible
descubrimiento de un pensador, de un escritor, de una persona.
Porque esas son para mí las tres palabras que definen
a Santiago de Mora-Figueroa, Marqués de Tamarón.
Este verano su libro El Guirigay Nacional me ha acompañado
durante muchas mañanas, tardes y noches; me ha hecho
pensar, reír, indignarme, abrir los ojos incrédulamente
y hasta me ha inspirado un par de relatos. Pero en el libro
no sólo estaba la inteligencia indudable de Tamarón,
su ironía (que yo, asilvestrado, calificaría
de inglesa, pero que sin duda es más bien andaluza),
su humildad (“como el maestro Ciruela, que sin saber
leer montó escuela”) y su amor por el lenguaje,
que comparto; había aún más, ya digo,
en ese libro de ensayos que se publicó por primera
vez en 1988 y que ahora ha vuelto a editar, corregido y aumentado,
la editorial Áltera. Y ese más que había
era Santiago. El niño Santiago, el joven Santiago,
el hombre Santiago. Cierto que cuando llegó el libro
a mis manos, tras avatares demasiado prolijos para que convenga
reseñarlos en esta columna, ya intuía que iba
a encontrarme con algo interesante; pero, confieso, que no
lo esperaba “tan” interesante.
A Tamarón le conocí en el mismo lugar donde
he conocido a Julia Escobar, Ana Gavín, Rafael Reig
o Javier Esteban, en la tertulia de Sánchez-Dragó.
Una tertulia divertidísima, siempre imprevisible y
viva, camuflada para mayor esplendor y magia como programa
de televisión: Las Noches Blancas, que se emite en
Telemadrid los domingos o los martes y ya después de
la medianoche, aunque con frecuencia se graba por la mañana
o por la tarde o en cualquier momento imaginable.
Al principio, tan alto, elegante, cultísimo me pareció
-y creo que utilizo la palabra exacta- inaccesible. Pero nada
más lejos de la realidad. Las personas -me está
demostrando la vida- cuanto más inteligentes más
fácilmente accesibles. Sólo los hombres y mujeres
acémila se parapetan tras la inaccesibilidad para que
no se descubra su superior capacidad para el rebuzno (es algo
que supongo que cualquier lector sabe desde siempre pero que
yo, perenne despistado, he descubierto en los últimos
tiempos).
Poco a poco, cuando el azar y Dragó nos reunían,
comenzamos a hablar. De Mauritania, de sombreros, del fluir
de la vida, de cualquier cosa. Es un placer conversar con
él, la solidez de sus puntos de vista y la tranquilidad
con que los expone. Y como me pasa siempre que me cae bien
alguien y comienzo a tratarle acabé por tomarle afecto.
Afecto in crescendo, aunque no tanto como para haber dicho
una palabra acerca de su libro si no me hubiese gustado tantísimo
como me gustó. Un libro que, repito, me hecho reír,
indignarme, pensar, abrir los ojos incrédulamente y
hasta despertado mi inspiración; que me ha hecho mucha
y buena compañía en los largos días y
noches de este verano, que termina.