(ÚLTIMA ANOTACIÓN)
Era capaz de estar cinco minutos bajo el agua sin
respirar. Cinco minutos. Bajo el agua. De nada le servía
al hombre esa fantástica habilidad durante el resto
de los minutos del día que, como es natural, pasaba
sobre la tierra.
de SOSIEGO, mi antilibro impublicable
Diarioweb 4 de enero 007
El año parece empezar bien y con una
puntualidad de cronómetro: en el número de 1
de enero de la única revista de su género en
España que lleva publicados 1836 números ininterrumpidamente,
Cambio16, veo en la mancheta de la página 4 que entre
los redactores figura ni nombre, Javier Puebla, y a continuación
y entre paréntesis (literatura). Había hablado
un par de veces en las últimas semanas del año
muerto con Manuel Domínguez, el presidente del grupo
propietario de Cambio, y ya me había comunicado su
voluntad de nombrarme director literario de la revista, pero
como soy de naturaleza tan optimista como escéptica
sus palabras me hicieron tan feliz que pensé que se
bastaban a sí mismas, que ya con aquella buena intención
me sentía más que recompensado, se produjese
o no en el futuro el citado nombramiento. Por eso fue una
sorpresa leer mi nombre en la mancheta, no sólo en
"Firmas" como de costumbre, sino también
como "Redactor". En un momento cultural en el que
los directores literarios de los suplementos y páginas
dedicadas al tema se rige casi siempre por motivos políticos
no puedo menos que alegrarme, aunque sea yo quien lleva el
peso tanto como el beneficio, que hayan elegido a un escritor,
a alguien que ama la literatura hasta el punto de renunciar
a una vida diplomática aventurera y bien, muy bien,
pagada. Ahora toca lo importante, claro, esforzarme para ser
digno del nuevo papel que me han asignado en el juego; aunque
creo que no será difícil, hasta ahora en Cambio
la sección de literatura se llevaba magníficamente
y apenas serán pequeños matices lo que yo pueda
aportar; mi alegría, esperemos que eso al menos sí
que pueda aportarlo, mi alegría.
Es día 4 y estoy actualizando el diarioweb de mi página
personal. Tendría que haberlo hecho el sábado
pero quería meter muchas cosas nuevas, los libros de
mis alumnos, tripulantes, en particular. Pero aparte de eso
no tengo mucho que contar en el diarioweb que abre el año,
porque no fui a ninguna megafiesta en findeaño, papá
noel me trajo dos dvd y una no funciona (los piratas no me
fallan nunca; ay) y aunque estoy harto de la política
de rodillo que utilizan las megaempresas para abusar de sus
clientes (es increíble, viven de nosotros y nos tratan
como ganado) eso es más un tema para una columna que
para este diario. En realidad lo más interesante de
esta navidad ha sido la mirada del pequeño Max, tiene
tres años, cree en todas las magias posibles y por
primera vez en su vida estuvo "entre mayores" un
día hasta las doce de la noche y se zampó sus
doce uvas (eran uvas marca "mickey mouse" -sic-
y no tenían piel ni pipos; las mías, confieso,
tampoco tenían piel ni huesos aunque no eran marca
subdisney). Ante su mirada nueva, la mirada de Max, la mía
por muy original que se pueda pretender, por muchos grados
de miopía que corrijan mis gafitas redondas, no es
nada. Yo ya no puedo descubrir el mundo: luces, detalles,
matices..., quizá. Pero descubrir el mundo es privilegio
exclusivo de los niños, de los niños pequeños.
Brindo por ello.
"Si las
mujeres no existieran, créanme, me convertiría
en un hincha del holocausto universal, me iría corriendo
al cuartel general de la NASA, y apretarían el botón
on de La Gran Bomba"
Felipe Benítez Reyes, El novio del mundo
8 de enero 007
Lo mejor de las navidades es que llega un momento en el que
terminan; o al menos eso parecen pensar la mayoría
de los adultos con los que me he cruzado los últimos
días; incluso algunos niños piensan lo mismo,
quizá por empatía, o empachados de tantos juguetes
y turrones y visitas de familiares que les cubren de babas
con el pretexto de los besos. A mí no me han parecido
demasiado mal: he hecho mi papel de padre, de hijo y hasta
un poco de espíritu santo, pero es cierto que estaba
deseando que llegase el lunes, el día 8, para que volviese
a comenzar el baile. Hoy abriré el correo con la esperanza
de que el grupo Anaya organice pronto un desayuno de prensa,
llamaré a la imprenta que convierte en realidad los
libros de mi pequeña editorial para encargar la tercera
edición de La reina de los locos, hablaré con
el departamento de cuentas, telefonearé a amigos varios,
pasaré por la librería Blanquerna, mandaré
mis columnas a Cambio16, Cuadernos para el Diálogo
y la Opinión de Murcia..., en suma, volveré
a ponerme en marcha. Quizá hasta me ponga con la novela
que deje suspendida en las ignotas tripas del ordenador cuando
se me cruzó La hija de la cucaracha y me hizo escribir
ciento ochenta páginas al dictado de algún espíritu
dolorido por haberse visto obligado a abandonar la tierra
antes de tiempo.
Creo que el año pasado, pero es normal: fue el último
día de diciembre, se me olvidó mencionar que
Ramón Arangüena me hizo madrugar pues tuvo la
gentileza de invitarme a Onda Cero para hablar de microrrelatos,
hiperrelatos me gustaría que se llamasen a partir de
ahora, y al decirle que era muy fácil hacerlos me desafió
a que hiciera uno mientras se emitía la publicidad.
-Sobre la radio.
Cogí una hoja de papel y escribí lo que sigue:
AMORES DISTINTOS
Entró. Se sentó. Cruzó las piernas larguísimas
bajo la minifalda cortísima. Apagué la radio.
Hoy, 8 de enero 007, enciendo otra vez mi "radio",
enciendo esta página, este diarioweb, que el año
pasado se abría con mi amigo Eduardo Lago ganando el
Nadal, que este año ha gando Benítez Reyes,un
gran escritor, y lo hago con la esperanza de que el feérico
007 sea realmente un año Bond, un año mágico,
que baile a buen ritmo mientras nosotros, los visitantes de
esta página, mis amigos, enemigos y conocidos, le jalean
dando palmas: vivos, y divertidos.
Si vas a emprender el viaje
hacia Itaca, pide que tu viaje sea largo, rico en experiencias,
en conocimiento. A Lestrigones y a Cíclopes nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta si alto es tu pensamiento
y limpia la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes, ni al fiero Poseidón
hallarás nunca, si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.
Pide que tu camino sea largo. Que numerosas sean las mañanas
de verano en que con placer, felizmente arribes a bahías
nunca vistas; detente en los emporios de Fenicia y adquiere
hermosas mercancías, madreperla y coral, y ámbar
y ébano, perfumes deliciosos y diversos, cuanto puedas
invierte en voluptuosas y delicadas esencias, visita muchas
ciudades y con avidez aprende sus sabios.
Mantén siempre Itaca en tu memoria, llegar allí
es la meta; pero no apresures el viaje. Mejor que se extienda
largos años y ya en la vejez arribes a la isla con
cuanto hayas ganado en el camino más sin esperar que
Itaca te enriquezca. Itaca te regaló el hermoso viaje,
sin ella el camino no habrías emprendido, pero nada
más puede ofrecerte. Y aunque pobre la encuentres no
te engañará Itaca, pues rico ya en vida y experiencia
comprendes muy bien que significan las Itacas.
KONSTANTINO KAVAFIS, Itaca (1911)
15 enero 007
Después de la megacita que he copiado (con algunos
cambios caprichosos) para abrir la semana bien podría
ahorrarme el diarioweb, pues en lugar de comprar perfumes
en los emporios fenicios me gasté la pasta tratando
de anular una multa echandole monedas en la boca a un robot
azul debido a que un humano verde, vestido de verde (no soy
racista), había decidido que sobrepasar en once minutos
el tiempo marcado en mi ticket de aparcamiento era motivo
para sancionarme con cuarenta euritos de nada, que se convertirían
en tan solo tres si: a) encontraba la multa (que dejó
bien plegadita en una esquina del coche y que vi por pura
casualidad media hora más tarde); y b) el robot azul
era alimentado con mis moneditas en un plazo inferior a una
hora. Y no era yo, era Panizo, el viejo Javier Panizo (anclado
en sus eternos treinta años) quien echaba discos metálicos
en la boca de la máquina, y aunque echaba y echaba
no conseguía llegar a que en el ojo cíclope
del monstruo llegase a aparecer nunca el número tres,
pues cuando estaba a punto de conseguirlo el robot o la máquina
o como quieran llamar al perverso invento diabólico
escupía las moneditas con furia inusitada o las devoraba
sin que se moviesen las rayitas que formaban números
en el display ciclópico, y ya llevaba Panizo echados
casi nueve euros cuando por fin la máquina decidió
que si recibía su alimento en miguitas: monedas de
cinco céntimos aceptaría que las cifras fuesen
creciendo. Luego, tras la ardua batalla, Panizo sudaba, yo
sudaba, un turista en una playa del Caribe sudaba (pero él
podía tirarse al agua), había que meter el nuevo
ticket en un sobrecito ridículo junto al ticket viejo,
la sanción y un lapo (esto último no es obligatorio
pero sí altamente conveniente para la autoestima) e
introducir el sobrecito en la frente del robot-hucha-cercido
y hete aquí que el sobrecito no entraba, no cabía
y hubo que buscar al humano vestido de verde, quizá
el mismo que había decidido que once minutos de exceso
era motivo más que suficiente para multar a un pobre
despistado y en lugar de darle la merecida patada en el culo
cubrirle de sonrisas, de palabras amables referidas a lo duro
que es su trabajo, porque si Panizo se ponía chulo
y le decía lo que opinaba de su madre y de la cara
de nalga que flotaba encima de la chaqueta verde fosforito
el agente de inmovilidad forzosa le habría perseguido
durante siglos, ahogado su coche en sanciones, multas, papeles
varios y hasta confeti si hubiese sido necesario.
-Gracias, muchas gracias por multarme, joderme la mañana
y la marrana, gracias por ser tan eficiente haciendo su trabajo,
Dios le bendiga con un rayo láser quemándole
los pelos de los huevos.
Ah, el educado e inasequible al desaliento don Javier Panizo,
a veces tan exageradamente igual a mí mismo, que de
nuevo se las vio y deseó para impedir que la bestia
que duerme en su interior saliese a dar una vuelta y devorase
cien ciudadanos, dos perros y tres edificios el viernes de
esta misma semana cuando tras trasladar su deuvedé
al apartamento familiar en el extrarradio se encontró
con que el citado aparato había decidido que ya había
vivido demasiado, siete meses, y que no se encendía
más; no se encendía aunque Panizo le hablase,
acariciase, amenazase o lanzase contra la pared (a la pared
no le gustó recibir el golpe, cada vez que Panizo pasa
ante ella vuelve a quejarse). Pero a pequeños males...
grandes remedios porque para eso esto es el siglo XXI y existe
Carrefour, ah Carrefour.
-Un deuvedé que lea divx.
Es cuestión de conocer el lenguaje, tener un billete
de cincuenta y reírse del suicidio del viejo aparato.
Se enchufa el nuevo, se introduce el discóbolo para
mirones y “error en disco”. Se introduce otro
discóbolo y ... “error en disco”. Así
sucesivamente hasta siete discos díscolos y discobólicos.
Lo bueno de Carrefour es que si algo no funciona puedes cambiarlo,
excepto si pasan las diez de la noche, vaya, pasaban las diez
de la noche.
¡No!, gritó la pared, al ver a Panizo con el
robot doméstico en las manos, ¡no y no, yo no
tengo la culpa!, y como no la tenía Panizo guardó
el aparato en la caja y se aguantó sin ver la peli
que tantas ganas tenía de videar, y hasta reprimió
sus deseos de dar un paseo pues era evidente que si salía
a la calle se torcería un tobillo.
En suma, una auténtica semana de mierda. Pero el sábado
-viejo en saber y experiencia ya conoces lo que significan
las Itacas- no me pusieron ninguna multa, conseguí
que funcionase el siguiente aparato de deuvedé y encima,
pero eso ya es pura potra, hizo buen tiempo.
Coda: el jueves, creo que era jueves, acudí
a ver Plataforma, la adaptación teatral de la novelahomónima
de Houllebecq que llena de alegres escupitajos Juan Echanove.
La tramoya y la iluminación eran magníficas,
uno de los secundarios también era impecable y otro
muy bueno, pero aunque en ningún momento tuve la tentación
de seguir el ejemplo de Charo López, unos días
antes había hecho mutis a los seis minutos de empezar
la representación, si me habría gustado intervenir,
pedirle a Echanove un poquito de contención en la segunda
parte, pegar un grito... No lo hice. Los años le vuelven
a uno, amén de rico en experiencia y viejo- civilizado.
Y además iba con mi querido colega Antonio Pacios,
que me había invitado, y no quise ponerle en evidencia.
En cualquier caso, y sea como sea la obra, confieso que siempre
o casi siempre me gusta ir al teatro.
“La expresión más elevada de la felicidad
o la desesperación es a menudo el silencio”.
Antón Chekhov. Enemigos.
22 de enero 007
No estoy ni tan feliz ni tan desesperado como para guardar
silencio, aunque habría quedado bonito después
de la cita de Chekhov (así lo escriben los británicos
y a mí me divierte copiarlo) dejar el diarioweb en
blanco. Lo cual habría significado que Javier
Puebla (ni idea como escribirían mi nombre
los rusos si un día me traducen) se sentía inmensamente
feliz o jaquemate desdichado. Ni lo uno ni lo otro. El
miércoles me van a joder el día disparándome
con láser, como si fuese una nave en un videojuego,
en el ojo izquierdo para asegurar la retina, evitar posibles
desprendimientos; confieso que voy a dejar que un médico
a quien no conozco tome mi ojo derecho (sí, ya sé
que antes he puesto izquierdo) por la nave del malo de Star
Wars no porque me preocupe que se me vaya a desprender la
retina, no me lo creo, sino porque la operación me
daba “miedo”. Y el miedo hay que enfrentarlo,
ir a por él. El miedo baja las defensas, llevo malo
desde el martes (aunque quizá lo que me puso enfermo
fue madrugar sin que hubiese ninguna necesidad de hacerlo),
el miedo borra el sueño que construimos de nosotros
mismos, nos roba la dignidad y la alegría de vivir.
Y es por ello que, como norma, aunque alguna vez puedo saltármela,
siempre voy a por él, a por el miedo. Muchas veces,
claro, he salido malparado de mis lances. Muchísimas
veces. El miedo no desaparece porque lo enfrentes,
cierto. Pero cuando lo haces, y aunque pierdas la batalla,
consigues recuperar la dignidad, la autoestima, la capacidad
de soñarte a ti mismo y ser tu propia medida.
Así que, aunque moqueando y con ganas de meterme en
la camita y arroparme bajo las mantas, ¡a por el miedo!,
a jugar con mi inevitablemente muy amado ojo derecho -“el
ojito derecho”- a La Guerra de las Galaxias.
Siguen llegando alumnos, aspirantes a Tripulantes, a mi pequeño
taller literario y aunque me cuesta decirles que no admito
más gente, no necesito más gente ni podría
cuidar tan bien como a mis actuales Tripulantes a más
gente, reconozco que resulta halagador que escritores ya hechos
y derechos quieran sentarse a mi mesa para aprender conmigo
(como si yo supiese algo..., ay, mísero de mí,
ay infelice). Infelice, sí, pero no tanto como para
guardar silencio. Vuelvo a Chekhov, a la
cita del principio y casi guardaría silencio sobre
el encuentro con El Grupo de Brooklyn el
miércoles 17 de enero del año Bond. Y guardaría
silencio porque fue un encuentro feliz, al menos para mí
feliz: estar entre amigos con la guardia relajada, poder decir
lo que me daba la gana de los dos miembros del grupo ausentes,
Achero Mañas y Eduardo Lago, y también
-y a la cara- de los presentes: Fermín Cabal, José
Luis Madrigal y Federico Mañas. Como ellos pueden hablar
de mí, o a mí. Sí, no voy a entrar en
detalles. Vaya, que sorpresa, al final voy a poder utilizar
para cerrar mi modestísimo diario la frase del gran
Antón Chekhov (el único autor de relatos cuyos
cuentos -en general- no me importaría haber firmado;
porque modestísimo este diarioweb, sí, pero
¿modesto Javier Puebla? Nunca los lunes se le ha visto
modesto, nunca los lunes: cuando escribe y actualiza su diario,
cuando perezoso y cansado -y por ello con su mejor sonrisa
como máscara- miente.
"Si
eres capaz de luchar no tienes ninguna necesidad de luchar".
Martin Amis. Yellow Dog.
29 de enero 007. La ciudad insólitamente
fría. Es el viento. ¿El viento? No sólo
el viento. También es el miedo. Tengo miedo, y para
lograr domarlo, tras intentar hacerlo con mis propios recursos,
finalmente necesito acudir a la palabra ajena, la voz profesional,
inteligente y pausada de una amiga -una
amiga de mi hermano en realidad- a quien me resistía
a acudir debido a que conoce -por desgracia, por una desgracia-
demasiado bien el sufrimiento y al lado de su experiencia
mis temores me parecían ridículos e insignificantes.
Pero finalmente la llamo y me calmo, me calma. Acudo entero
y tranquilo a la clínica de Almagro a que me bombardeen
la retina con láser; y no es agradable: pequeños
pinchazos desquiciantes, explosiones de amarillo intenso que
me hacen odiar uno de mis colores favoritos aún ahora,
días después de que la experiencia sea solo
un recuerdo que ya palidece. Pero al día siguiente
-aún no veo bien, es jueves, el frío arrecia-
me olvido de mirarme el ojo, el ombligo, y emprendo una excursión
en metro hasta la sede del grupo Anaya para ver a Emilio
Pascual, hacerle llegar una copia de mi manuscrito
más estimado: La novela de un cazador de cuentos,
los 365 cuentos que escribí en 365 días consecutivos
valiéndome de un heterónimo, León
Salgado, y que me esfuerzo en articular como una
novela. Y para eso acudo a Emilio, al gran Emilio Pascual,
con la esperanza de que su inteligencia privilegiada aporte
alguna luz a mi proyecto de apariencia imposible (pero también
parecía imposible escribir un cuento al día
durante un año). El despacho de Emilio Pascual, director
de la Editorial Cátedra, tiene algo de piedra preciosa,
de cúpula -aunque esté a nivel de calle- de
un edificio fantástico cuyas raíces, cimientos,
se hunden en lo mejor del pasado a la par que su estructura
se eleva hacia el futuro. No conozco a nadie cuyos conocimientos
sean comparables a los de Emilio Pascual, un hombre capaz
de llenar un escenario recitando fragmentos de El
Quijote durante más de una hora entre otras
e insólitas hazañas; pero tampoco conozco a
nadie que siendo un erudito domine los programas informáticos
más modernos, y se sienta tan cómodo ante su
modernísimo Mckintosh como con un incunable entre las
manos.En suma, que es alguien excepcional, un lujo absoluto
como compañía y amigo, y que sea cual sea el
resultado, el futuro de La novela de un cazador de cuentos
(dos poderosas editoriales parecen interesadas en publicarlo),
la magnífica tarde que pasé en compañía
de Emilio, ya es premio suficiente a mi esfuerzo permanente.
Que la lucha sea larga, eso es lo único que quiero
y pido. Ganar o perder...¡bah!
Dos
horas después de dejar el despacho maravilloso en Anaya
estoy en la nueva sede de la Galería Moriarty,
convocado por mi amigo del cole Jesús Ros.
La vida sigue. El miedo ha pasado. Y aunque el viernes acabé
desistiendo de acudir a un desayuno de prensa en el que se
presentaba la nueva obra de José Luis de Juan
y el sábado no encuentré lugar donde aparcar
para ver a mi amigo Eduardo Melón,
el líder de los Waldorf Hysteria,
en el escenario de Bar&Co, me siento de nuevo aquí,
entre los vivos. Porque la semana pasada, confieso, nada del
presente me interesaba. Y nada me interesaba porque -y de
ahí nacía el miedo, el frío- desconocía
cuales serían mis fuerzas, mis circunstancias, para
afrontar el futuro.
Había
veces que le parecía que lo único que había
hecho en la vida era despertarse, vestirse e ir al colegio.
Ian McWean,
The Daydreamer
5 de febrero 007. Entra en
el estanco sin prisa, porque hoy puede permitírselo
y porque le gusta ese estanco. Existe desde que él
existe o recuerda existir. Le gusta la gente que trabaja allí,
especialmente Laura, una mujer joven y buena lectora madre
de dos niños a quienes no conoce excepto de oídas,
por lo que le cuenta Laura en esos encuentros siempre breves
que se suceden cuando Javier Puebla va a comprar tabaco: una
o dos veces por semana. El mostrador del estanco está
separado del exterior, del lado que ocupan los clientes por
un grueso cristal de seguridad. Puebla no está seguro
pero cree que fue allí donde aconteció la célebre
historia de La estanquera de Vallecas, un hecho real que acabó
proyectándose en las pantallas, convertido en cine.
Delante de él hay un hombre joven, un senegalés.
Javier Puebla reconoce a un senegalés con mayor
facilidad y precisión que a un español,
no en vano pasó en Dakar los cuatro años más
especiales de su vida. La mujer que está al otro lado
del cristal, no es Laura y Puebla aunque la conoce en aquel
momento no recuerda su nombre, le está explicando al
chico que no puede hacerle el abono-transporte con la foto
que lleva. Como si de su hermano se tratase (de su hermano
de algún modo se trata, pero esa es otra historia)
Puebla adelanta la cabeza, afila la sonrisa, habla en woolof
a Birane, Pathé o como se llame, dispuesto a interceder
en su favor pero la visión de la foto, apenas una mancha
desdibujada cuya función evidente para alguien que
ha vivido en África es que el abono pueda ser utilizado
por cualquier miembro de la familia, vecino o amigo. Aún
así esgrime sentencias del supremo, el tipo de documento
de transporte que es el ticket sin personalizar a pesar de
que desde el consorcio de transportes se intente asegurar
que llevar la fundita roja es obligatoria para que tenga validez;
lo cual es falso, como ha dictaminado el supremo, concluye
Javier Puebla, a pesar de que el joven senegalés, mangui
woj woolof, guau, ya ha abandonado el establecimiento hace
un par de minutos. Es entonces cuando un hombre muy joven,
un español, y desde el lado protegido por el cristal
blindado entra en escena y explica detalles de la sentencia
que Puebla desconocía, el caso concreto. Se trata de
una conversación y no una discusión, ambos exponen
sus puntos de vista y escuchan el de su interlocutor. Un buen
conversador a quien nunca había visto el periodista,
así se ha definido para meter baza en un asunto que
no le incumbía (pero él siempre es así,
todo le incumbe, o eso le gusta pensar; en verdad hasta se
lo cree). Nunca le había visto, nunca había
hablado con él, con el hombre joven, español
y blanco y por eso no puede evitar la sorpresa cuando él
le entrega el paquete de tabaco, un LM azul, y se despide
llamándole por su nombre. Hasta otro día, Javier.
¿Me conoces? Claro, sales en la tele y he entrado varias
veces en tu página web. Javier Puebla enrojece como
una colegiala cogida en falta; en el pasado mes de enero entraron
tres mil veces largas en su página web, o al menos
eso dice el contador, y le intriga, no comprende, un número
tan alto de visitas. Intenta recuperar el dominio de la situación,
promete un libro al hombre que está al otro lado del
estanco. Sería mejor una de tus tarjetitas. ¿Una
de sus tarjetas cuento? Ahora sí que está vencido,
aunque es cierto que sus Jaulas-Tarjetero se han llegado a
vender a doscientos veinte euros, que el objeto ha salido
al menos una docena de veces en múltiples cadenas de
televisión, que ha repartido centenares por todo el
globo terráqueo... Pero Javier Puebla, a pesar del
sombrero que le marca y caracteriza, estaba hasta ese momento
seguro de su anonimato, que necesitaba presentarse para que
su interlocutor supiera quien era. Busca en su cartera, más
desconcertado que dueño de la situación, ¿una
tarjeta cuento? Encuentra una, pero está corregida,
rectificado a mano el texto. Mejor, así valdrá
más, dice Víctor, su interlocutor se llama Víctor,
y Javier Puebla se la entrega mientras se esfuerza en recomponer
el mapa, la línea o cuerda sobre la que ha caminado
Víctor para reconocerle: Laura, pero también
la familia Higuera, los padres de sus compañeros de
colegio, Joaquín y Javier, propietarios tiempo atrás
del estanco. Joaquín y Javier, enseguida lo averigua,
son primos de Víctor. Ah, respira tranquilo, ya resulta
más sencillo de comprender como le ha conocido y sabía
su nombre. Pero lo cierto es que durante el resto de la tarde
no logra recuperar la sensación de invisibilidad, el
anonimato que es el mejor regalo de vivir en una gran ciudad.
Se alegra más que nunca de haber optado por la protección
de su colección de sombreros (nena, no me acaricies
el pelo..., que tengo poco); bastará con que no lo
lleve para que no le reconozca nadie, y además a los
escritores no les reconoce nadie, su fama es buena, no como
la de los pobres actores o presentadores de televisión,
y no sólo eso: a Javier Puebla siempre le ha encantado
que le reconozcan, desde los dieciocho años se comporta
como si hubiera ganado ya el Nóbel y varios Óscar.
Argumentos, palabras, frases que se dibujan y desdibujan en
el interior de su cabeza, pero lo cierto, lo único
cierto, es que durante el resto de la tarde -y no es que me
importe, al contrario estoy encantado- no logra recuperar
la sensación de poder sentirse invisible, la magia
al alcance de cualquiera del lenitivo anonimato.
"Sufría
impotencia sentimental", Julian Barnes, Arthur &
George
12 de febrero. Todos duermen
y Javier Puebla está sentado en su pequeño,
pero muy agradable, despacho en la casita de El Escorial,
frente a un ordenador que cuenta con ... ¿once años?
¿o son sólo diez? Aún funciona y el programa
de escritura lo reconocen las otras máquinas en activo,
pero sólo sirve para escribir, no para modificar fotos,
montar pelis o hacer una página web. Ni siquiera está
habilitado para mandar o recibir correo electrónico.
Sólo para escribir. El señor Puebla
está contento, ¿no es verdad, señor Puebla?
Sí, es verdad: estoy encantado. Cada vez que me siento
en los últimos mil días delante de un maldito
ordenata primero miro el correo electrónico, luego
consulto cuantas entradas lleva mi página (porque sigo
sin creerme que sean tantas y estoy convencido que en cualquier
momento bajará a una cifra razonable: una visita al
día me parecería más que suficiente),
después de mirar el contador y haber respondido a todos
los correos -a todos- y mandado otros nuevos actualizo la
página web si es domingo, paso de la cámara
de fotos al ordenador las mejores imágenes y si hay
que colgarlas de la web trabajo con Photoshop como mínimo
una horita, y si tengo algo que escribir para un periódico
o revista me pongo a continuación, a veces trabajo
con word pero casi siempre con un programa que ya es historia:
WordPerfect, el mismo que tiene el ordenador en el que ahora
estoy escribiendo, pero con la diferencia de que ahora me
he sentado, lo he encendido y me he puesto a escribir, simplemente
a escribir. Cierto es que lo estoy haciendo para el público,
para los invisibles visitantes de mi página, pero no
menos cierto que para mí eso es placer, que no me preocupa
el resultado ni lo que pueda opinar quien lea o no estas palabras:
igual que dar un paseo, sólo que este deja una huella
y es la huella lo que hoy cuelgo pero igualmente podría
borrarlo, se trata únicamente del placer de escribir,
de pasear.
¿Qué ha ocurrido esta semana? Lo puedo contar
en una línea: Yasmina Khadra, Enrique
Paez, la presentación de los Nadal y leer a Julian
Barnes por las noches. Literatura. Una semana literaria. Pongo
las fotos, hago un enlace a una columna que saldrá
dentro de dos o tres semanas, y... No, son las dos de la noche,
hace frío, no tengo ganas de meterme en el bar de mi
amigo Javi, así que mejor sigo escribiendo. Vamos a
por Yasmina Khadra.
Es un hombre pequeño y delgado, con gafitas de intelectual,
chaqueta de terciopelo carmesí, corbata de aire anticuado
y tensión interna permanente. Es africano hasta la
médula. Y yo sé lo que es ser africano, he vivido
allí cuatro años, conozco Nouakchott mejor que
Cádiz o San Sebastián. Africano quiere decir...
que nuestra escala de valores, la escala de valores del mundo
occidental, no es el ama y señora de lo que sucede
en el interior de su cabeza. De Yasmina Khadra, antes de verle
el martes por la mañana en uno de los casi siempre
estimulantes desayunos de prensa del Grupo Anaya, sólo
sé que ha escrito un libro que ha logrado impresionarme:
El atentado, y que era un militar del ejército argelino
que, dice la contracubierta del libro o la solapa, que utilizaba
como nombre interpuesto el de su propia mujer para no sufrir
represalias. Me había imaginado un tipo grande y duro,
un... militar. Sí, tengo una idea preconcebida de los
militares. Y por eso mi primera sorpresa es descubrir el aspecto
físico de Yasmina, ya todo el mundo le llama así,
su nombre ha quedado definitivamente sepultado. Pero cuando
empieza la rueda de prensa me encuentro con la segunda sorpresa.
Yasmina habla como un político, como un político
africano, conocí infinitos en mi condición de
agregado comercial de una embajada, dirigiéndose a
un interlocutor occidental. Me cabrea. Me cabrea que un escritor
tan brillante tenga que entrar a semejantes trapos. No hay
porque demonizar al islam, la situación de la mujer
en África está mejorando...
-Es por lo que me preguntan los periodistas.
¿Periodistas? Yo también soy un periodista,
quizá un periodista raro (para variar), un periodista
literario pero creo que lo interesante con un escritor tan
brillante como Yasmina Khadra es hablar de su obra, y en esa
dirección empujo la conversación. Hago trabajar
duro a la intérprete, pero quiero oírle hablar,
sentirle. Y quiero porque en la novela a la que me
he referido más arriba, El Atentado, Khadra no sólo
consigue un excelente producto: imposible dejarlo hasta que
llegas a la última página, imaginativo, inteligente
y trabajado. Consigue algo más. Lo imposible. Logra
que el lector comprenda porque alguien, alguien tan perfectamente
normal como usted o como yo pueda un día ponerse un
cinturón gigante de explosivos y volarse en medio de
un restaurante. Lo logra. Cotas de similar altura
Bernardo Atxaga con El hombre solo, pero
su novela no era tan accesible y atractiva para el público
como la de Khadra. Así que al final lo logro, descubrir
al hombre que ha escrito esa maravilla y es capaz de comprender,
y transmitir su comprensión, a judíos e israelíes,
terroristas y aterrorizados. Aparece ante mis ojos el gran
escritor que se vela tras un nombre de mujer, discursos políticos
o tramas perfumadas de misterio. Se le rompe una muela a Yasmina
Khadra mientras hablamos. Quizá habría sido
más discreto por ni parte dejar que se marchase sin
quitarse la máscara, pero creo que al escritor -que
imagino poca gente llega a ver- me lo agradecerá. Y
también me lo agradecerá cualquiera que después
de esta columna vaya a una librería o biblioteca y
consiga y lea su libro.
Cuando salgo de Yasmina Khadra paso por Blanquerna Library
un momento para ver como van las ventas de mis autores y a
continuación camino en dirección a la Puerta
del Sol para encontrarme con mi viejo amigo Enrique
Páez, el director del Taller de Escritura
de Madrid, pero la conversación es privada, como también
son privadas la mayoría de las conversaciones que sostengo
a lo largo de la semana con mis colegas, mi agente, amigos
y tripulantes. La verdad es que no se pueden poner la mayoría
de las cosas en una web. A mí Internet me parece de
lo más limitado: me estoy documentando sobre un cuentista
americano y para encontrar un miligramo de plata tengo que
pasarme mil horas buceando en la basura: y eso que de la criba
previa se encarga my old fellow Anthony Pacios.
Pero aunque es limitado creo que es referencia obligada decir
que asistí a la presentación de los Nadales,
muy deslucida en comparación con otros años
debido a que en la Casa de América no parecen tener
interés en hacerla y fue en el lujoso pero torpemente
estructurado salón de actos de la sede central del
Instituto Cervantes. Estábamos todos los finalistas
de los últimos años: Torres, Casariego, yo mismo,
para ver a la nueva finalista, Carmen Amoraga,
para seguir convencidos -cada uno cree lo que le apetece-
que los ganadores morales del Nadal son siempre los finalistas.
Pero este año..., no sé si es cierto, porque
sin duda lo mejor de la noche fue Felipe Benítez
Reyes que no sólo estuvo gracioso, sacando
el máximo partido a las preguntas de Rioyo
sino que cuando iba a presentarme me dijo: Hola, eres Javier,
verdad. Me encantó tu artículo en Cambio16.
Así, señoras y señores, es como se ganan
las batallas, y el premio Nadal y lo que haga falta: con una
sonrisa, rapidez de reflejos y simpatía.
"Por
principio, nunca he querido viajar"
.Tabucci, Los últimos tres
días de Fernando Pessoa
19 de febrero. Esta semana
he tenido la suerte de disfrutar de una deliciosa
comida de prensa. Soy
consciente que la frase anterior puede prestarse a confusión:
una deliciosa comida de prensa. Podría pensarse que
se refiere a las viandas, pero no es el caso, prácticamente
ni me acuerdo que comí, excepto unos chipirones que
no sabría juzgar si sabían maravillosamente
o a chicle. La comida de prensa a la que asistí el
martes trece de febrero en el restaurante la Capilla
de la Bolsa con motivo de la presentación
del libro Contraseñas íntimas de Fernando
Olmeda por la editorial Algaida fue deliciosa por
la compañía. Llegué algo tarde y ya estaba
Olmeda hablando. Me senté junto a mi viejo
compañero de Disidencias el escritor José María
Plaza y casi enfrente de otro "disidente" el crítico
y maravilloso microrrelatista Joaquín Arnaíz.
Y unos minutos después se unieron a la fiesta, aunque
aún no era una fiesta, Teresa Castanedo, Ana, y el
hermano de la primera: Fernando Castanedo, crítico
de Babelia y también escritor. La causante,
jamás escribiría culpable, que no me fijase
en absoluto en lo que estaba comiendo fue Teresa Castanedo:
un encanto de persona. Conocía su cara,
la recordaba vagamente pues no suelo ver televisión
y menos aún me fijo en quien sale ella, de haberla
visto en la pequeña pantalla.
-En Telemadrid.
-Ah, claro, en Telemadrid.
Ana, la chica que estaba a su lado también trabaja
en Telemadrid, en Telemadrid pirata, alias "la otra".
Nos pusimos a charlar de niños, Teresa tiene tres,
yo uno, de libros, de la vida, de la invisibilidad real que
sucede a quien tiene detrás una montaña como
es un gran periódico o una cadena de televisión
o una editorial o lo que sea... Pasa pocas veces,
que conozcas a alguien y la conversación fluya como
si se tratase del reencuentro con un viejo amigo.
Eran
las cinco y media y aún estaba en el restaurante, en
la deliciosa comida de prensa. Nos habíamos cambiado
de silla todos y así pude hablar también con
el cada día más interesante editor responsable
de Algaida, Miguel Ángel Matellanes,
con su jefe de prensa, mi muy apreciado Óscar
Oliveira, y la recién llegada al grupo Anaya
Alicia Hernández. Con el chico que
tenía enfrente, también escritor y que en tiempos
y en su Zaragoza natal había sido "crítico
de bares", como yo lo fui hace algunos años en
mi amada Murciatown. Y por supuesto también hablé
un buen rato con el autor de Contraseñas íntimas,
novela ganadora
del premio Ateneo de Valladolid 2006, y que tiene algo de
fascinante programa de radio, de crónica de la movida
y de la historia del nacimiento de un país cuyo destino
ya no dictaba nadie. Le pregunté si el hábito
del periodismo había sido un handicap a la hora de
crear ficción, y me confirmó lo que ya había
intuido al leer su muy recomendable libro, que sí,
sobre todo al principio, pero que a partir de la segunda mitad
las riendas las llevaba con firmeza el escritor y ya no el
periodista. En suma, y para terminar como he comenzado (y
así no perder el buen sabor de boca): una deliciosa
comida de prensa.
"Saber
jugar de la verdad. Es peligrosa, pero el hombre de bien no
puede dexar de decirla".
Gracián,
Oráculo manual y arte de la prudencia
26 de febrero 007.
Cuando quedé finalista del Premio Nadal hace tres años
con Sonríe Delgado y por primera vez en mi vida los
periodistas hacían cola para entrevistarme pensé
más de una vez, muchas veces, que el resultado habría
sido más interesante -rompedor- si hubiese invertido
el proceso, es decir, que hubiese sido yo quien entrevistase
a la brillantísima Paula Corroto, de Cambio16, o a
la chica cuyos ojos hacían pensar en una ciudad, se
hacía llamar Brandelia, o a mi amigo de hace ya tantos
años Fernando Sánchez-Dragó; entre otros
muchos, muchísimos. De hecho apunté muchos nombres,
teléfonos, direcciones electrónicas..., pero
luego la energía, como sucede con tanta frecuencia,
no me alcanzó para convertir en realidad mi proyecto.
El pasado sábado volví
a experimentar una sensación similar cuando me encontré
en ese lugar más sugerente que acogedor que es la cafetería
de la Filmoteca Nacional con una estudiante de periodismo
que me iba a utilizar -y que maravilla que me utilizase- como
sujeto de una "práctica de entrevista" a
la que luego un profesor pondría nota. Se trataba de
una mujer joven, diecinueve años, nacida en Tenerife
de padres madrileños que había vuelto al lugar
de donde procedían sus progenitores para convertirse
en periodista. Sus preguntas estaban perfectamente articuladas
y documentadas, pero una vez más me parecía
más interesante averiguar que pensaba ella sobre la
vida que lo que yo pudiera decir al respecto; ya conozco mis
puntos de vista, y como escribe mi antónimo el señor
Traum en Sonríe Delgado: "me aburre decir en voz
alta lo que ya sé". Me contó que vivía
en Fuenlabrada con otros dos estudiantes, el nombre de su
universidad (que naturalmente he olvidado, aunque lo apunté
y podría mirarlo pero creo que no merece la pena),
que su casa siempre estaba en situación de overbooking
a causa de las visitas que recibían tanto ella como
sus compañeros de piso, que tenía un profesor
tan poco imaginativo que les exhortaba a revisar el mundo
helénico al completo cada vez que se les ocurriese
una idea que considerasen original porque siempre descubrirían
-aseguraba el romo enseñante- que en el pozo de la
sabiduría griega descubrirían que su iniciativa
ya había seguido por otro. Le brillaban los ojos oscuros
al hablar, como no pueden brillar a ningún muerto aunque
se llame o llamase Aristóteles o Pitágoras,
sus pensamientos eran limpios como agua (de montaña,
no del Canal de Isabel II), y aún no sabía que
por mucho que se estudie o esfuerce uno es imposible llegar
a saber verdaderamente nada. Y esa ignorancia a la que cantó
Gabriel García Márquez en su libro Cuando yo
era feliz e indocumentado, me ratificó en mi creencia
de que era ella mucho más merecedora de una columna
o una entrevista o una entrada en un diarioweb como el mío
que ese escritor llamado Javier Puebla que tenía sentado
enfrente. Aunque, la vanidad es inevitable en aquel que escribe,
pensé también que mis palabras quizá
tuvieran más interés que las del Rey o Felipe
González, ejemplos que les había puesto la profesora
de la asignatura en cuestión y que de haber sido logradas
habrían sido premiadas con la máxima calificación:
un diez. Yo le doy el diez, mi diez, a Sandra Rodríguez,
como también le doy mi diez esta semana a mi amigo
Antonio Pacios a quien me encontré por azar el lunes
y que logró con su compañía convertir
una tarde que pintaba gris y anodina en una tertulia móvil
con aires de fiesta. Y
el diez también para la escritora Angy Cohen a quien,
otra vez el azar, encontré en un café de Ópera
en compañía de una joven actriz llamada Nuria
cuando deambulaba por el centro de la ciudad en compañía
de mi más antiguo amigo, Fernando Camarero, otro diez.
Y aún otro, para Luis Alberto de Cuenca, el destino
mimándome sin pausa por algún oscuro motivo,
que se cruzó en mi camino esa misma tarde en la Plaza
de Ópera, y un once a Alicia, su mujer.
Y mientras escribo esto recuerdo que mi amiga, muy querida
amiga, Carmen S., me había comentado el jueves que
cuando leía m diario web le parecía que "era
increíble la cantidad de gente que me caía bien".
La respuesta es sencilla: tengo una profesión que me
permite, en general, relacionarme sólo con quien yo
elijo y me gusta; aún así -no mintamos, seamos
fieles a Gracián- hay gente que me cae fatal, pienso
en dos mujeres -pareja de hecho- que aúnan su energía
para en mor de un simple entretenimiento destrozar parejas,
alejar a hijos de sus madres que pecan de no ser lesbianas
y dejarse seducir por hombres sin seso (característica,
a su entender, común, en cualquiera que tenga algo
colgando entre las piernas); pero no voy a escribir sus nombres,
ni los de ninguna otra persona que me caiga mal o desprecie,
porque eso sería darles pábulo, concederles
existencia, y prefiero no hacerlo. Prefiero sólo hablar
y escribir de las personas que me parecen maravillosas, cuya
compañía -si hubiese que darle una nota- siempre
merecería un diez o un once (o al menos un siete y
medio, feliz señor Fellini).
"Los
buenos propósitos son para por las noches, posponerlos...
para por las mañanas"
Javier Panizo way of life, en Sosiego
(mi anti-libro impublicable).
5 de marzo 007
Me permito utilizar el poderío inherente
a mi pase de prensa como director literario de Cambio16 para
conseguir un par de entradas que me permitan disfrutar, en
compañía de mi fotógrafo más habitual:
Antonio Pacios, de "El malo de la película",
obra teatral protagonizada por el
gran Albert Pla.
Siempre que visito
el Círculo de Bellas Artes, tan activo y moderno en
estos tiempos no puedo evitar pensar en como era cuando yo
lo frecuentaba hace más de veinte años en compañía
de mi mejor y más antiguo amigo: Fernando Camarero,
alias Fernando Tizón. No había ni un alma, con
la excepción de una veintena de socios viejecitos que
acudían al Círculo para pintar a las chicas,
también chicos, que posaban desnudas en la última
planta del edificio. En aquella época el Círculo
era nuestro feudo. El padre de Fer, Julio Camarero, estaba
destinado en Nueva York como corresponsal de la SER, y mi
amigo había comprado en el Village un sello con una
mosca: lo presionabas sobre cualquier superficie y aparecía
una mosca. Estampamos cuatrocientas por lo menos en estatuas,
escaleras, servicios, la cafetería... Eramos, ya digo,
los amos, los únicos seres y jóvenes y vivos
que frecuentaban el edificio: merendábamos cada tarde
en la cafetería y cada tarde nos íbamos sin
pagar, eso sí, deseándole buenas noches y agradeciéndole
el servicio con anterioridad al camarero. Como colofón
de aquella época rodamos una película montada
y sonorizad en cámara, EL FANTASMA DE MADRID, que
cualquier año de estos (llevo ya tiempo amenazando
con hacerlo) colgaré de esta web.
Ahora el Círculo es un lugar que rebosa eficacia y
vida, pero a mí aún me queda el poso de aquellos
tiempos, y por eso me permití hacer varias fotos irreverentes,
vease al fotógrafo, antes de entrar a ver la obra.
Y mirar a los empleados, visitantes y curiosos con los que
me cruzaba con aire de terrateniente a quien han despojado
de sus antiguas posesiones, pero que está seguro de
conocerlas mejor que ninguno de los actuales invasores. Una
velada especialmente divertida, en la que conocí a
Pla, su encantadora partenaire en la obra, Judit Farrés,
y al productor de la misma cuyo nombre es nada más
y nada menos que Pedro Páramo (imposible para un escritor
como yo no mencionarlo, no fotografiarlo, llamándose
como el título de la más famosa, y única,
novela de "el zorro" Juan
Rulfo; lo del zorro viene de una fábula que le dedicó
Monterroso, quien no la conozca que mire en el libro La oveja
negra, divino de la primera página a la última).
Por lo demás mi cachorro cumplía 4 años
esta semana, los relatos de mis Tripulantes fueron todos (no
hubo ninguna excepción) excelentes y Madrid ya comenzaba
a insinuar la llegada de la primavera. Una noche cualquiera,
parado ante los carteles que ha puesto el ayuntamiento bajo
el lema "Si nunca sucediera nada", miraba aquel
Madrid antiguo de las fotos iluminadas a mano que no conocía
siquiera los coches de motor, y me invadió una nostalgia
infinita por un mundo que no conocí, una ciudad con
tranvías y caballos, caballeros tocados con gorras
y sombreros, mujeres con falda hasta los pies... Cualquier
tiempo pasado... es tan sugerente como viajar por la propia
imaginación.
"Contradecir
sigue siendo imitar"
Bruce
Bégout. ZERÓPOLIS.
12 marzo 007.
Jugando al cruce -encuentros aprovechando un viaje o desplazamiento-
acabé el lunes en Ávila, en un lugar bellísimo
llamado el Palacio de los Serrano, donde mi amigo Lorenzo
Silva daba una conferencia. Luego paseamos, charlamos,
y a la mañana siguiente regresamos a Madrid, donde
a Silva le esperaba la adaptación que está haciendo
de La isla del tesoro de Stevenson, y a mí
mis clases de los martes.
El jueves comida en Lhardy organizada por Alianza Editorial
para presentar Todo lleva su tiempo, de Blanca Riestra,
y El bulevar del miedo, de Juana Salabert,
finalista y ganadora del premio Quiñones en su octava
edición. Me habría quedado hasta la sobremesa
pero a las cuatro me habían citado en Radio Intereconomía,
para el programa Capital Fin de semana, que dirige Manuel
Tortajada, para que hablase un poco de mi ingrávida
editorial: Haz Milagros. En el estudio a Manuel le apoyó
el poeta Raúl Losánez y a mí
Juana Márquez, autora de La reina
de los locos. Un buen rato. Madrid ya empieza a despertar
de su letargo post-navideño, pero yo -quizá
por influencia de mi paso por Ávila- "vivo sin
vivir en mí", y mi cabeza ya está en Hong-Kong,
hacia donde parto este jueves, pasando antes por Amsterdam.
Cierro esta semana con el anuncio de la conferencia que daré
en Holanda escrito por Diego Sánchez-Bustamante.
Un gran acontecimiento literario en Amsterdam. En el famosísimo
centro MOLINOS DE
VIENTO, en la calle Utrechtsedwarsstraat 10 17 WB Amsterdam
EL CAZADOR DE CUENTOS
(Como se caza y cocina un relato)
Autor:
JAVIER PUEBLA
Finalista del Nadal con la novela "Sonríe,
Delgado". Que tuvo gran éxito de ventas.
Javier Puebla siempre ha sido escritor
aunque hizo oposiciones a agregado comercial en cuya calidad
dirigió durante cinco años la Oficina Comercial
de la Embajada de España en Dakar (Senegal)
Producto de su experiencia africana
fue el libro "Blanco y Negra".
Ha escrito un buen número de
novelas, entre las que cabe destacar por su
originalidad "MurciaTown".
Hace unos años se propuso una
hazaña literaria: escribir un cuento diario durante
un
año, de donde salieron sus 365 relatos que marcaron
un hito en la historia de la literatura.
Es autor de un objeto muy origunal,
la "Jaula tarjetero"; consiste en una caja de metacrilato
transparente, del tamaño de una tarjeta de visita,
en cuyo interior se encuentran cien relatos escritos en el
espacio, precisamente, de una tarjeta de visita.
Es un auténtico maestro del
relato breve, arte que hace años comparte con los alumnos
del taller de escritura que dirige y que ocupa sin duda el
primer lugar de los varios que existen en Madrid.
Colabora asiduamente con varias revistas
y es un experto conferenciante.
El 19 de febrero inicia una serie de
conferencias por Asia, comenzando por Hong-Kong.
Ha tenido la amabilidad de prorrogar
dos días su escala en Amsterdam para instruír
a quienes quieran escucharle en Molinos de viento, gracias
a su amistad con el Cónsul General de España
en Amsterdam.
(Un lujo de amigo, Diego Sánchez-Bustamante.
Ya contaré a mi regreso, en esta misma web, como ha
ido la aventura).
DIARIO
2006: Enero a Junio
DIARIO
2006: Julio a Octubre
Diario
2006: Noviembre-Diciembre.
A partir de cierta edad la vida se vuelve, sobre
todo, administrativa
Michel Houellebecq, LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA
(No será para tanto, Monsieur Houellebecq)
Javier Puebla
DIARIO 2005