El gran Albert Pla
Son las ocho de la tarde del primer jueves de
marzo y estoy sentado en una de las butacas del bonito teatro
situado en la segunda planta del Círculo de Bellas
Artes, ciudad de Madrid. Estoy aquí, expectante como
un adolescente, para ver nada más y nada menos que
a “El malo de la película”. Y el malo de
la película, de esta película teatralizada,
es el cantante y creador Albert Pla.
Sigo a Plá desde que alguien, creo que fue mi chica,
me regaló uno de sus discos, el deslumbrante “No
sólo de rumba vive el hombre”. Me sé prácticamente
de memoria varios de sus temas, y todavía lo escucho
cuando me lo pide el alma o el cuerpo, como también
sigo oyendo otro de sus mejores trabajos: Veintegenarios en
Alburquerque; su versión de Soy rebelde, canción
popularizada por Jeanette, es de quitarse el sombrero (me
quito el sombrero).
Y a eso he venido a esta noche: a quitarme el sombrero ante
él, de hecho lo tengo sobre las rodillas (para no molestar
la visión de quien tengo sentado detrás). La
idea escénica del espectáculo me encanta: se
proyecta una película rodada por el propio Albert Pla
con la colaboración de la imprescindible y deliciosa
Judit Farrés, y ante la misma Judit y Albert actúan,
distorsionan o complementan las imágenes proyectadas,
cantan (dos voces maravillosas) y juegan a epatar al público
sin por ello renunciar a entretenerle, a ofrecer al espectador
un espectáculo profesional, trabajado e inteligente.
La película que sirve de telón vivo y cambiante
está rodada con cámaras domésticas y
montada con un ordenador también casero: un Mac (aunque
utilizando -esto va por los conocedores- un programa de montaje
profesional: el Final Cut, que es el mismo que yo utilizo
para ensamblar las peliculitas que de tanto en tanto subo
a mi web).
La gente a mi alrededor se ríe, yo me río, disfruto,
también yo disfruto, y aplaude entusiasmada cada vez
que toca aplaudir, premio que yo tampoco niego, desde luego,
al artista. Pero confieso -el hombre de bien ha de decir siempre
la verdad, como aconsejaba Baltasar Gracián- que pasada
la primera media hora de espectáculo, dura noventa
minutos, el desarrollo del mismo comienza a parecerme un poco
previsible. Me esfuerzo en pasarlo bien, en seguir siendo
el adolescente impostado que estoy jugando a ser desde que
encargué las entradas por teléfono al teatro
y organizó su apretada agenda para que nada pudiera
impedirle acudir a ver el show. Y no es que la obra no sea
buena y divertida, lo es. Pero yo esperaba, quería,
más. Quería -ahora pensándolo comprendo
que era imposible- al genio, al creador, todo el rato, los
noventa minutos completos. En mi opinión es demasiado
grande, demasiado poderoso como creador para someterse a la
esclavitud de un papel que debe repetirse con ligerísimas
variantes noche tras noche. “El malo de la película”
es algo que no debe perderse ningún fan del artista,
ni tampoco quien hasta ahora no le conozca, pero sólo
en muy escasos momentos puede verse al genio alzarse en toda
su estatura. Lo comprendo, ya digo, había sido una
ingenuidad por mi parte, una ingenuidad adolescente, soñar
con más.