VERANO Y UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
DE MADRID
Comienzo
a escribir esta columna con cierta tristeza y mínimas
ganas, pero voy a seguir porque deseo y debo decir algo
que es verdad. Desde que España entró en
Europa y comenzó a convertirse en un país
rico he visto en todos los sectores sociales y económicos
cómo el que llegaba destruía la obra de
a quien sucedía por muy magnífica y eficaz
que ésta fuera. Lo anterior sirve para apartamentos,
departamentos ministeriales o universitarios e incluso
editoriales de largo prestigio y respetado nombre. Cruzo
los dedos para que la inteligencia mil veces demostrada
de Jorge Herralde vuelva a demostrar
su eficacia cuando el gran creador ceda las riendas de
mi amada editorial Anagrama a su comprador italiano. Pero,
y aunque sólo con escribir la palabra Anagrama
o mencionar el apellido Herralde se me dibuja una sonrisa
involuntaria en el rostro triste que mira la pantalla
del ordenador donde tecleo, esta columna no versará
sobre Anagrama, sino sobre la Universidad Complutense
de Madrid, y más concretamente sobre sus geniales
-hablo con conocimiento de causa- cursos de verano en
El Escorial.
Había oído hablar tanto como cualquiera
de los míticos cursos de verano de El Escorial,
pero hasta que no me convocó nuestro mejor poeta
vivo, amén de hombre de calidez permanente y esforzado
luchador, Luis Alberto de Cuenca, nunca
había asistido a los mismos. Y fue gracias a Cuenca
que conocí a un tipo sorprendente, sobre quien
ya he escrito en otras ocasiones y a quien he llamado
el mago silencioso y cuyo nombre real es Tomás
Fernández García, originariamente
profesor de la UNED. Ni siquiera Tomás
Fernández García sabe lo que vale Tomás
Fernández García, pero yo sí,
yo sí se lo que vale, yo soy Javier Puebla y soy
capaz de ver a la gente por dentro y por fuera. Tengo
cincuenta y tres años y jamás he parado,
ni desdeñado ningún mundo. He mirado y mirado.
Y comprendido y aceptado, con el mismo respeto que me
comprendo y acepto a mí mismo, a reyes y mendigos,
a vencedores y derrotados. Por eso puedo afirmar aquí
que yo sé lo que vale Tomás Fernández
mejor de que pueda saberlo el propio Tomás Fernández.
Este último verano he tenido ocasión de
meter cuantos dedos como he querido en la llaga, de comprobar
lo que ya sabía, de su capacidad para reconciliar
lo que parece irreconciliable, pues he pasado una semana
secretariando uno de los cursos de verano. Si Tomás
Fernández hubiese sido el arquitecto de la Torre
de Babel habría conseguido, a su modo discreto
y silencioso, que la mítica torre llegara realmente
al cielo. Y estoy escribiendo esta columna porque temo,
sería lo habitual en esta España que con
tanta facilidad desprecia lo mejor de sí misma,
que con el cambio de rector, Berzosa
por Carrillo Menéndez,
los cursos de verano pierdan su mejor pieza, el hombre
que es capaz de convertirse en el pegamento que logra
unir artistas y catedráticos, alumnos y políticos,
curiosos y sabios. Los cursos de verano de la UCM son
fantásticos gracias a Tomás Fernández,
un solo hombre y su eficaz equipo. Mucho ganaría
Carrillo Menéndez si logra que el mago que no lo
abandone, siga a su lado.