EL
MAGO Y SUS AMIGOS
Es miércoles cuatro de mayo y me han convocado,
junto a otras muchas -muchísimas- personas en el
Paraninfo de la Universidad Complutense para asistir al
acto de presentación de los míticos e inigualables
Cursos de verano de El Escorial. Lo primero que me sorprende
-maravillas de ser tan ignorante- es que el Paraninfo
de la Complu no esté en el lejano campus, más
allá de la Moncloa, sino en el corazón de
Madrid. Me sorprende tanto que la noche anterior cojo
el coche para “meter el dedo en la llaga antes de
admitir que Jesucristo ha resucitado”. Aparco exactamente
frente a la puerta del edificio gris, discreto y solemne
de la calle San Bernardo, y sí, allí está
el Paraninfo de la Universidad Complutense; mientras escarbo
con el índice en la llaga me suena que mi padre
estudió allí, y recuerdo que hace muchos
años (pero quizá me lo invento, soy demasiado
imaginativo), en el chiringuito de un fotógrafo
en el que se recogí la orla cuando terminé
Derecho. Porque ya es miércoles por la mañana
y estoy en una sala enorme, de techos tan altos que parece
imposible pueda estar en el interior del edificio gris,
discreto y solemne de la calle de San Bernardo. Cuando
llego aún no ha comenzado a hablar Berzosa,
el rector saliente, y aunque apenas hay una silla libre
veo a El Mago antes que
a ninguna otra persona: brilla con luz propia y
feérica, como de costumbre. Y es verle y ya sentirme
bien. Estoy allí porque seré secretario
del curso sobre nuevas tecnologías, Escrito
en el tablet, que dirige Lorenzo Silva.
Siempre he despreciado los fastos, y bostezaba anticipadamente
cuando alguien me convocaba en mi época de agregado
comercial para cualquier acto, pero éste me hace
ilusión. Disfruto del vino que se ofrece en el
jardín, mientras El Mago me va presentado amigos,
magistrados del supremo y actores, banqueros y el presidente
de la policía, catedráticos y cineastas.
No anoto nombres, excepto el de Mariano de la
Puente, quien me pide no le mencione en esta
columna (pero le desobedezco). Al salir vamos los tres
a comer en el nuevo Horno de Santa Teresa,
restaurante predilecto de magistrados y políticos
conspiradores, como Lhardy en el XIX.
Se come muy bien, y Lola, la jefa, es
una reina tan inteligente como discreta. En las otras
mesas veo políticos y jueces, conspirando o jugando
a que conspiran. Tal vez también en mi mesa se
conspira, tal vez hasta yo soy uno de los conspiradores
y mi ingenuidad endémica me impide advertirlo,
aseverarlo de forma rotunda y cierta. Mariano luego nos
lleva a Paradox, la librería, donde la dueña
no ha encontrado, excepto en el ordenador, ninguno de
mis libros, y los pide todos. Todos. ¿Cómo
no voy a mencionar en una columna a alguien que encarga
todos mis libros? Me despido con un “hasta muy pronto”
del Mago y su amigo Mariano, y mientras camino por la
ciudad noto que la magia aún me acompaña,
que viaja conmigo -sin ocupar asiento- en un vagón
de metro, sube a mi casa y hace que llegue a tiempo para
descolgar el teléfono. Pero eso es el principio
de otra historia, que no contaré nunca, porque
ni debo ni quiero.
Aún debo añadir
aquí, aunque no saldrá en Cambio16 ni en
la Opinión, que el amigo del Mago, Mariano, me
regala un libro, uno de sus favoritos (tiene una biblioteca
de 5000 volúmenes) de un escritor al que conozco
como biógrafo (el mejor) de Belmonte, pero no como
novelista. Se trata de Manuel Chaves Nogales
y EL MAESTRO JUAN MARTÍNEZ QUE ESTABA ALLÍ;
buenísimo, yo también tendré que
comprarlo y regalarlo.