JAVIER PUEBLA

                     

LORENA LIAÑO

A Lorena me la mandó la magia, estoy seguro. Y sé quien hizo la magia; alguien que "ya no está", pero no voy a dar explicaciones al respecto. Dotada de una facilidad natural para la narración y los giros de muñeca la vi "hacerse escritora" con APRENDIENDO A SER FERNANDO, y novelista con SABORES. El año pasado quedó finalista del Premio Ateneo Joven de Sevilla, con NO SIEMPRE ES TARDE, de muy próxima publicación.
Este año está pintando LAS CUATRO GIOCONDAS. Mi pequeña y querida Lorena "Da Vinci", la que enamora al viento y hace saltar a las olas. Disfruto cada vez que logro venga hasta el muelle; sube al barco y lee un nuevo capítulo.
Javier Puebla.

Elena Rammstein, nena buena.


Enero 2009

Aquel día amaneció frío con una claridad impropia de la estación del año en la que nos encontrábamos. El invierno en Madrid nunca había sido caluroso, pero el 2009 fue especialmente duro. Nevadas; olas de aire polar; termómetros que parecían haber olvidado marcar valores positivos; en definitiva, un enero como los de antaño. Supongo que para algunos exagero, a lo mejor soy yo la que lo recuerda especialmente crudo, o quizás los momentos que viví me calaron tan hondo, que me helaron hasta los huesos. Ahora desde la distancia, si soy sincera, mi entereza ante los hechos me conmueve, pero aprendí que nunca sabes donde están tus límites hasta que no los traspasas.
Era viernes, lo recuerdo bien porque había reservado en el japonés del que Carlota y yo éramos asiduas. Tenía que hablar con ella. Había decidido armarme de valor y dar ese giro tan meditado a mi vida. Pero no me hizo falta. Fue la propia vida la que me lo puso en bandeja, probablemente no de la manera que yo hubiera previsto, pero el resultado era igualmente válido.
Me encontraba al pie de la escalera, con los ojos clavados en él y una sensación de asfixia que me impedía respirar. Tenía que pensar en lo sucedido y necesitaba aire, necesitaba frenar aquel golpeteo continuo del corazón en mi sien. Salí de casa lo más rápido que pude sin detenerme para coger ropa de abrigo. Aún puedo sentir el aire helador cortando mi rostro mientras mis manos desnudas tiemblan al apurar un cigarrillo que prácticamente el viento ha consumido.
En mi mente, sólo un pensamiento: Jaime estaba muerto.
Jaime yacía sobre el suelo de salón con la cabeza abierta y yo, en vez de llamar a una ambulancia, me dedicaba a fumar un pitillo tras otro dando paseos como una autómata a lo largo de la calle.
A mi alrededor todo era normal. Las prisa, las caras de sueño, el mal humor de un despertar obligado… el mundo no se había detenido, la gente continuaba con su rutina como si nada hubiera pasado, como si mi marido no hubiera fallecido. Alguien tropezó conmigo y sus palabras de reproche me devolvieron la cordura. Respiré profundamente. Una, dos, y tres veces dejando que mis pulmones se llenaran de oxigeno. Un poco más tranquila remonté el camino andado.
Mis manos todavía me templaban al intentar introducir la llave en la cerradura. Por fin, pude hacerlo. Despacio, empujé la puerta, y con la misma lentitud, la cerré detrás de mí.
Respiré de nuevo y avancé apoyando mis manos contra la pared hasta llegar al salón. Nada había cambiado. La pesadilla era real, y por mucho que me empeñaba en cerrar los ojos, al abrirlos, el cuerpo inerte de mi esposo seguía en el mismo lugar, desangrándose, tiñendo el suelo de rojo.
Desconozco cuanto tiempo permanecí allí inmóvil, sin hacer nada; absolutamente nada. Supongo que lo correcto hubiera sido comprobar si tenía pulso, si aún estaba vivo, pero no me atrevía a tocarlo. Pasé por encima de él para ir a la cocina. Quería beber algo; el tabaco me había dejado la garganta seca y la boca pastosa. Cogí un vaso de cristal y lo llené de agua. Me lo bebí rápido, de un golpe. Pasados unos instantes me encontraba mejor. Mi pulso volvía a ser normal y la angustia que oprimía mi pecho había disminuido.
Tomé otro trago de agua y dejé el vaso en el fregadero. Abandoné la cocina y esta vez rodeando el cadáver, llegué hasta la mesita donde me esperaba el teléfono. Levanté el auricular y sin titubear, marqué los tres números: Uno, uno, dos.
Tras una breve explicación, la voz que me hablaba al otro lado de la línea me indicó que los servicios de urgencias venían de camino. Di las gracias y colgué. Un segundo más tarde, empecé a resquebrajarme. Me deslicé por la pared hasta caer al suelo. Con las piernas apretadas contra el pecho y los brazos rodeando mis rodillas, comencé a balancearme hacia delante y hacia atrás de forma refleja. Cerré los ojos. El corazón se me desbocó como un caballo al que le sueltan las riendas y mi mente se llenó de imágenes. Eran los últimos momentos de Jaime. Sentí su aliento denso en mi nunca, sus brazos sobre mi cuerpo obligándome a darme la vuelta, sus manos agarrándome el rostro para que le mirase a los ojos, para que le diera una excusa, para que le dijera la mentira que estaba esperando escuchar.
Un segundo después, el silencio se hizo eco. El sonido de la nada penetró en mis oídos, y la imagen de la muerte se postró a mis pies.

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Javier Puebla-La inutilidad de un beso. Segunda entrega de LA TRILOGIA DE EL TIGRE. Kafkiana, rara y -quizá- hasta genial.

Javier Puebla

Javier Puebla firmó la primera obra de mister Frederic Traum. Al parecer tiene amigos bastante poco recomendables

   
   
   
Carpe diem, visitante nº Que los hados guíen tus pasos