JIMENA I
Su impecable traje de chaqueta negro, blusa
blanca y maletín de piel la delataban como ejecutiva
a gritos, haciéndola sentirse absolutamente ridícula
y fuera de lugar.
Queriendo proteger sus tacones de Prada, esquivaba
con poco éxito todo cuanto se extendía a sus
pies que, por inexpertos, recorrían una y mil veces
el mercado de abastos sin encontrar el maldito puesto de pescado,
- Hija, que sea del puesto de Manolo, por Dios.
- Pero qué más da, mamá.
- No, si dar no da nada, pero que sea del puesto de Manolo,
por Dios.
Desde el ictus, su madre se había vuelto
quebradiza y maniática. Ya no se fiaba de la cocinera
y cada vez que se “soltaba de vientre” le pedía
lastimosamente que le trajese su pescadilla del mercado, ¿cómo
decir que no? De la gran gloria que fue no quedaba más
que una anciana viuda, enferma y asustada. Los últimos
años de papá no ayudaron mucho y encima, con
el aniversario de su muerte tan próximo se ponía
especialmente penosa. Bien, iría al mercado a por la
dichosa pescadilla.
Bordeaba los puestos de verduras y encurtidos
en una carrera desesperada contra el reloj. Decididamente
la col y el bacalao seco no mezclaban bien con su fragancia
de Chanel. Ligeramente mareada por los olores y aturdida por
el griterío, no advirtió al chaval que vació
un cubo de desperdicios junto a ella, salpicando sus medias
con un jugo nauseabundo. Suspirando, se acuclilló peligrosamente
en terreno de nadie y comenzó a frotar el amasijo viscoso
con unas toallitas carísimas e hipoalergénicas
que fue lo único que encontró en su maletín.
A pocos pasos por delante, Doña Virtudes,
una señora más entrada en carnes que en años,
con la cabeza llena de rulos y la pechera llena de lamparones,
arrojaba violentamente sobre un mostrador de mármol
blanco una bolsa de plástico. La bolsa despedía
un olor más que dudoso, no así, el mensaje que
Dña. Virtudes lanzó al tendero:
- ¡Te vas a meter las pescadillas por
donde yo te diga, “degggraciao”!-
El hombre sacó los pescados de la bolsa y blandiéndolos
en alto contestó
- ¡Tu no te has comido un pescado mejor en tu vida,
so ordinaria! A ver…¿qué hostias le pasa
a esta pescadilla?
- ¡Anda y que te den! Porque me pillas con ciática
que si no…
- ¡Qué ciática ni qué leches, has
sido jorobada y gorda desde que te parieron!
Pero a estas alturas, la señora ya se
alejaba haciendo todo tipo de gestos obscenos y dejando al
pescadero con los ojos inyectados en sangre, en jarras con
cada pescadilla en una mano, como dos revólveres a
punto de disparar.
Desde su puesto desafiaba a la veintena de personas que habían
asistido mudas, pero encantadas a semejante lavatorio de miserias
ajenas cuando, de pronto, emergió delante del mostrador
de mármol blanco la figura, espectacular y absurda
a un tiempo de Jimena con una toallita pringosa en la mano.
Descolocado por el brillo de la seda y de su melena, el pescadero
preguntó
- ¿Y usted qué coño quiere?
Y Jimena obediente a su madre hasta el final
contestó
- ¿Yo? Caballero, por Dios, esas pescadillas
JIMENA II
Los últimos avatares de su vida le habían
robado el sueño. Aún así Jimena se levantaba
media hora antes por el placer de desayunar a solas. Su psicóloga
le había dicho que era una práctica muy recomendable
para su salud mental. Rara vez lo conseguía.
Cada mañana, Petra la esperaba implacable con una sonrisa
servil para hundirle su media hora de intimidad con cuatro
porquerías impresentables espolvoreadas como la sal
sobre sus tostadas. Petra, por supuesto, despreciaba despiadadamente
a la psicóloga. No en vano había dedicado su
vida entera a Jimena y la conocía como si la hubiera
parido. Su propia soltería no le molestaba más
que una piedra en el zapato, pero la soledad de su niña,
le destrozaba el corazón.
Viuda y huérfana de padre casi a un mismo tiempo. Con
dos críos chicos y uno mayor, el Quino de las narices,
que trajo al matrimonio el sinvergüenza de Don Francisco,
y con una empresa tan grande que sacar adelante… Si
al menos la bruja de su madre echase una mano… -Pero
no hija, tu madre solo sabe echar las manos al cuello- Y así
comenzaban el día las más de las veces.
Apenas abría Jimena la boca para protestar,
“el Quino de las narices”, irrumpía en
la estancia. Todas las mañanas, la misma prisa, la
misma cara. Alargaba la mano, sin afán ni interés,
a ver lo que caía. Jimena le entregaba uno o dos billetes
a cambio de un beso mercenario, sintiendo ese vacío
angustioso que produce no saber qué ocurrirá
con los besos el día que no haya dinero.
Y luego, las cejas elevadas en arco de triunfo
de Petra, mirándolos con la nariz apuntando al techo,
gritándole en silencio - ¿tengo o no tengo razón?
Sin fuerzas ni ganas para discutir volvía
a su dormitorio con una vaga sensación de derrota.
Como último intento, se encerraba en
el baño. Para ella era toda una terapia de autoayuda
la ducha de agua transparente y tibia que le limpiaba de zozobra
el alma. Su psicóloga le había dicho que aprovechase
aquellos momentos y dejase fluir sus impresiones negativas
expresándolas incluso en voz alta para mejorar y templar
el ánimo.
Así pues, Jimena la emprendió en buen tono contra
sus miedos: -Mmm… ¡Dios, qué lío
de trabajo! Los asesores están pesadísimos con
la conveniencia de recorte de personal. Da igual, yo digo
que no y es que no. De momento, gano el pulso, aquí
no se va nadie a la calle... – Este pensamiento la hizo
sonreír –¡Si! ¡Decididamente algún
día, en algún lugar, alguien reconocerá
mis méritos, alguien…!-
En ese momento sonó el teléfono y desde el otro
lado de la puerta, Petra, inasequible al desaliento le gritó
- ¡Señora, es su madre. Que dice que las pescadillas
de ayer estaban podridas, que hoy quiere jurelillos pero que
sean del puesto de Manolo, por Dios!-
Desde un retrato junto a la bañera su
marido, le sonreía socarronamente.
JIMENA III
-¡Huy! Perdone Doña Amalia, estoy
tontísimo esta noche. La madre de Jimena, congestionada
de ira, se entresacaba del tupé el quinto perdigonazo
de pan que le lanzaba Quino durante la cena.
Odiaba a aquel niño como anteriormente
había odiado a su padre, Don Francisco.
Menuda pieza fue siempre el tal Francisco, un advenedizo mal
criado, loco por las faldas e irresponsable que, para remate
definitivo, acabó enamorando y desposando a su niña,
adorada y preciosa niña.
Doña. Amalia siempre culpó de semejante tragedia
a su marido Don Jacinto que, de manera inexplicable siempre
quiso y protegió a su yerno, llegando incluso a asociarlo
a las empresas familiares pesase a quien pesase y, bien sabe
Dios, que a Doña Amalia aquello siempre le pesó
mucho.
Para acabar de hacer todas las gracias, Francisco
llegó al matrimonio con Quino, hijo de su primera mujer
que andaba ingresada en un psiquiátrico desde tiempo
inmemorial – normal – pensaba implacable Doña
Amalia.
El joven se les estaba subiendo a las barbas
a todos. Esa noche las hizo esperar sentadas a la mesa más
de media hora. Se presentó con dos amigos impresentables
y llegó apestando a garrafón ¡A ver si
su hija se decidía a enviarlo al internado de Avila
como tantas veces habían hablado!
Por su parte Jimena, miraba con los ojos entrecerrados
a Francisco. Siempre había sido un niño bueno.
Al menos, hasta la muerte de su padre. Ahora, ni era niño,
ni era bueno. Pero lo había aceptado como propio y
había prometido cuidar de él. Con veintidós
años cumplidos no veía clara una reprimenda
por unas copillas delante de los amigos y de la abuela, abuela
postiza como gustaba aclarar Doña Amalia. Así
que ignoró los gestos de desesperación de su
madre.
Petra, que iba y venía con la bandeja
de plata y los servicios correspondientes toreaba con el cachondeo
de los amigos del señorito y alguno pilló una
colleja. Tanta educación moderna le daba tiritonas.
En cuanto a Quino, no podía decidir si le tenía
tanta tirria como a la abuela o no. Veía en aquellos
espectáculos la mejor manera de que Jimena se diera
cuenta de que eran dos valientes botarates, inútiles,
egoístas y majaderos. Ya le tenía dicho a ella
en la intimidad que lo mejor era mandarlos juntitos al internado
de Avila.
Jimena había comentado con el Hermano
Pablo, los problemas que tenía en casa con su hijastro.
A fin de cuentas había sido el mejor amigo de Francisco.
También lo había comentado con su psicóloga.
La psicóloga, que le cobraba a millón, le aconsejaba
otra vez que dejase fluir libremente las situaciones de conflicto.
El Hermano Pablo, que le regalaba su tiempo, le aconsejó
ocupar al niño en cosas de provecho. Podía llevarlo
al colegio cuando quisiera. Hablaría con él.
Había tanto que hacer por los demás…
Doña Amalia, sobrepasada por las circunstancias,
se secaba un lagrimón. El último perdigonazo
le había acertado de plano en el ojo derecho, el de
las conjuntivitis. Estirada como una espingarda y temblando
de cólera se giró hacia su hija
– Jimena, es hora de que le digas a este joven aquello
de que tanto hemos hablado
- ¡Oh! Si madre, tiene razón. Quino, hijo, me
encantaría que conocieras a alguien muy especial, el
Hermano Pablo, un gran amigo de tu padre…
Doña Amalia que había comenzado
a beber de su copa para celebrar anticipadamente el anuncio
de deportación tuvo que ser asistida por Petra de un
atraganto que casi la mata. Petra, gustosa se la llevó
a la cocina sin mucho miramiento dándole golpes en
la espalda más fuertes de lo que requería el
incidente.
Quino, por su parte, echó a los dos amigos
con menos miramiento aún y acercó su silla hasta
Jimena
– Genial, hablemos de mi padre pero, si no te importa…
no vuelvas a llamarme hijo
Y Jimena, sin miramientos ya de ninguna clase
le contestó
– jovencito, yo te llamaré como
me plazca.
JIMENA IV
-Jimena, chica, no es tan complicado, yo me inclinaría
por la Jacobsen o por las dos Philip Stark – y daba
un golpe de melena dejando al aire su cuello de treinta años
-Mmmmm… no se, la verdad. Tengo la cabeza en otro lado
– y jugueteaba con el collar de perlas bajo la barbilla
intentando disimular una incipiente flacidez
-Siempre te queda algo más neutro para no arriesgar.
Sin duda, Pei ¿Qué opinas de sus lacas texturizadas
combinadas con acero? – Decía mientras acariciaba
lascivamente una estantería absolutamente imposible
-Lo que tu quieras Alba, a fin de cuentas tu eres la decoradora
– y se imaginaba las manos de Francisco sobre aquellos
pechos blancos y tersos, como lacados por el mismísimo
Pei y su corte celestial
-Bueno, a mi el que realmente me divierte es Le Corbusier.
Aunque en esta ocasión te salga un poquito más
caro…
Jimena intentaba guardar la compostura. A fin
de cuentas solo ella se empeñaba en hacer aquel tipo
de estupideces. Había sido vox populi que Alba había
intentado ligarse a su marido. De hecho, el verdadero rumor
era que lo había conseguido. Pero el difunto siempre
lo negó, y ella siempre quiso y creyó al difunto.
Por tanto, ahora solo le quedaba la árida e ingratísima
labor de lavarle la cara una y otra vez.
Cuando hablaba de Alba, quince años menor que ella,
con sus amigas lo hacía con afectada indiferencia.
Acto seguido presumía de lo último que había
adquirido en su galería de decoración, como
si nada, y esa noche, tomaba ración doble de Tranxilium.
Una vez en la cama, justo antes de perder la consciencia echaba
una última mirada al retrato de Francisco y se dormía
soñando con despertar entre sus brazos.
El sonido del móvil la sacó de
estas ensoñaciones. Era su abogado
-Jimena pásate cuando puedas por el despacho.
Parece que hay un asuntillo nuevo de Francisco.
Bien sabía ella que ese tono de Juan
era para tomarlo en serio y, no viéndose con fuerzas
para impostar más entereza delante de aquella depredadora,
despachó el tema con rapidez.
-Lo siento Alba, el deber me llama- nerviosa,
se animó a sí misma con una risilla que comenzó
forzada y terminó patética. Sudaba - Lo dejo
en tus manos, Le Corbusier será perfecto. Sabes que
siempre he confiado en ti ¡da un beso a tus padres!
- O.K. chica. Tengo una tapicería de piel blanca que
es una locura. A Francisco… le encantaba
Pero Jimena ya no la oyó. Tenía
verdadera prisa, ¿dónde había una farmacia?
Ya no le quedaba Tranxilium.
JIMENA V
Una vez en la calle, Jimena aspiró profundamente
intentando sacudirse de los hombros las miserias que la vida
le quería colgar cuando vio a una vigilante de estacionamiento
rondar su coche.
La vigilante en cuestión era rubia y
joven y, al ver a Jimena cruzar precipitadamente la calle
pidiéndole clemencia, se sintió dueña
de una de esas raras ocasiones de poder y protagonismo que
la vida regala a los mindundis y comenzó a rellenar
la multa. Mientras ninguneaba a Jimena se inclinó sobre
el capó, ofreciendo un escote de cuento de hadas a
un grupo de señores que admiraban el descapotable y
acaparando su atención les indicó – si,
si, ésta mucho Mercedes SLK pero las tetas, son mías
– Los hombres prorrumpieron en carcajadas viendo la
cara de desolación de Jimena mientras la otra se alejaba
contoneándose.
Jimena la miraba por detrás y veía
en ella a Alba, a las ejecutivas jovencitas de su empresa,
a todas las adolescentes que habían hecho su vida tan
difícil con Francisco…¡Francisco!, Dios
Santo, el abogado esperándola. Llamó una y otra
vez. Ya no lo cogía nadie. Se echaba encima el fin
de semana y tendría que esperar hasta el lunes para
saber qué quería Juan.
Sonó el móvil de nuevo, Petra. Reclamaba a gritos
el pescado para la paella que se había organizado en
la finca. La angustia empezaba a apoderarse de ella.
Tampoco había podido anular aquella comida de negocios
y coincidía con el aniversario por la muerte de su
padre.
Su madre estaba muy dolida con el tema.
Además, ambas andaban preocupadas por los incidentes
que los vigilantes del mausoleo familiar venían últimamente
contándoles. Las visitas de esa joven desconocida,
la actitud irreverente para con el difunto…
Jimena se sintió invadida por un agotamiento
infinito, todavía retumbando en su cabeza las risas
de que había sido objeto. Encaminó sus pasos
hacia el mercado y se colocó en la fila del puesto
de Manolo.
Recibía empujones, la pisaron, le dolía la espalda,
el corazón, el alma.
Cuando por fin llegó su turno abrió la boca
para pedir pero el pescadero ni la miraba, detrás de
ella una morena preciosa esperaba su vez. Tendría veintitantos
años y los ojos grises claros como el terciopelo
-Dime preciosa, qué te pongo, unos jurelitos,
unos calamares, un pisito…
-Que no, Manolo, que le toca a la señora
-La señora se puede esperar un poquito ¿no?
Y más risas alrededor de Jimena, como
alfileres, como avispas enfurecidas queriendo entrar por sus
oídos hasta el centro mismo de su ser. Dos lágrimas
saladas corrieron por su cara sin poderlas contener, incapaz
de moverse, incapaz de protestar
-¡Señora hostia, que solo es una
broma, venga no se me ponga así que le regalo estas
cocochas!
-¡No seas animal! ¿No ves que la señora
tiene un mal día?
Jimena intentaba sonreír y más
lloraba
-Es que me duele mucho la espalda…
-A ver, déjeme ver la notita, mmm chirlas y rascacio
¿esto es para una paella?
Jimena asentía con la cabeza llorando
ya a destajo,
-Señora, si usted me deja…¡Manolo
ponle boga que hace un caldo mucho más rico y cuesta
la mitad!
Manolo se encogió de hombros, no había
quien entendiera al a mujeres, ni jóvenes ni viejas,
ni guapas ni feas. Para él era mucho más asequible
la sensibilidad de los mejillones.
La joven cargó las bolsas y camino del coche sin saber
qué decir, de vez en cuando le sonreía a la
señora animándola como podía
-Venga mujer, que está muy guapa…
Jimena serenándose comenzó a creer
que existían los ángeles. Por fin una persona
desde no podía recordar cuando que se había
acercado a ella sin mas interés que intentar ayudarla.
Le habló
-Hija, no se como se va a tomar mi tata que
le hayamos cambiado el pescado, tiene un carácter…
-No se preocupe que si le explica la receta como yo le diga,
va a quedarle de rechupete.
Metió las bolsas en el maletero. Ayudó
a Jimena a entrar y acomodarse con una ternura exquisita y
le limpió un poco la cara con un kleenex churretoso
que llevaba en el vaquero. Bien sabía ella lo que era
tragarse a palo seco un sapo detrás de otro estando
en la vida más sola que la una.
Aquel último gesto pintó en la
cara de Jimena una tímida sonrisa. No todo en el mundo
era una gran mierda
-Hija ¿podrías venir conmigo a
casa y explicarle a la tata lo del pescado? Yo, no he hecho
una paella en mi vida.
JIMENA VI
Petra dejó la bandeja de plata con el
servicio de té a un lado y anunció que se marchaba
a misa. Acurrucada en el sofá cogió la taza
humeante entre sus manos y miró la escena que la rodeaba
como quien mira un cuadro.
Su madre ojeando una revista sin interés,
bostezaba a ratos. Malhumorada siempre.
Quino frente al televisor desbaratado sobre
almohadones de seda – curiosa caricatura de su propia
vida – pensó Jimena.
Sus gemelos, ajenos al mundo, dormitaban sobre
la alfombra entre mil juguetes, sucumbiendo al aburrimiento
más que a otra cosa.
Y Jimena quiso huir.
Quiso escapar a través del ventanal.
Pero la lluvia impasible, cegaba con una cortina de agua los
cristales obligándola a volver la mirada hacia dentro.
Y miró, ¿qué había
allí dentro? Dios Santo, una familia, ¿acaso
no era aquello una familia con abuela y todo? ¿Qué
sabían aquéllos dos pequeños sobre su
padre? ¿qué sabían todos unos de otros?
Abandonó el sofá y fue a sentarse
junto a los niños. Amorosamente los espabiló
y colocó frente a ella- niños, voy a hablaros
de vuestro padre… a los tres-
Indicó maliciosamente para acaparar la atención
de Quino – Vuestro padre, vuestro padre era…-
y tantas y tantos fueron los recuerdos y momentos que acudieron
a su mente que no encontraba palabras para continuar. Los
tres chicos, expectantes la miraban en silencio mientras una
lágrima traicionera corría por sus mejillas.
A sus espaldas, un revuelo de papel los sacó
a todos del trance. Doña Amalia congestionada de ira
chilló -¡cuando te pones así eres insoportable!
¡me amargas con tus estupideces!- Y de un portazo abandonó
el salón.
La lluvia, seguía cegando los cristales.
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