TIO-VIVO
“El caballito me ha mordido”, decía
mi niña entre sollozos, mientras se acariciaba el antebrazo
derecho.
-Los caballitos de feria no muerden, te habrás
rozado con algo, un trozo de madera, un clavo…déjame
ver. Pues sí, con algo te has pinchado, se te está
irritando.
-¡Me ha mordido mamá, me ha mordido con su boca
grande cuando lo he abrazado!
-Es un Tío-vivo, un carrusel, un caballito de madera,
un caballito de mentira ¿Cómo te va morder?
Celia, mi niña, me insistía con
sus ojos pasmados de miedo y de lágrimas.,
La tomé en brazos ¡Era tan liviana! Sólo
tenía cinco años y un cuerpecito menudo y tierno
que se me ajustaba al pecho y al vientre como si todavía
no hubiera salido. Así corrí con ella hasta
el Hospital San Carlos.
-No señorita la niña no se lo
inventa, mire su brazo, se está hinchando y aquí
se ve que tiene heridas, se ha herido con algo.
-La niña dice que le ha mordido el caballito de la
feria ¿Me toma por tonta? Tenemos enfermos que atender,
haga el favor de irse a casa y le pone una tirita para que
se quede contenta la niña.
-No, no le voy a poner ninguna tirita a la niña esta.
Voy a esperar a que la atiendan, voy a esperar a que atiendan
a mi hija Cristina, una niña con nombre que se retuerce
de dolor por una herida.
-Si no le importa esperar es su problema. Le pondremos nosotros
la tirita a…¿Cristina?
No quise seguir hablando con aquella recepcionista
estúpida que me trataba como a una madre histérica
con una hija ñoña.
Me senté a esperar, siempre he sabido esperar. Cris
dejó de llorar se quedó dormidita de tanto disgusto
y yo la sentía respirar más tranquila y pasó
el tiempo, tres horas y veintiséis minutos, cuando
se incorporó, me miró con los ojos muy blancos
y muy secos y dejó de respirar después de dos
aspavientos.
Mis gritos debieron derrumbar algún muro de aquel Hospital
porque en unos segundos toda aquella sala de espera estaba
llena de batas blancas, me la arrancaron de los brazos para
no devolvérmela nunca. Eso sí qué es
un delito, el robo más grande que uno pueda imaginar
y ese hueco que te dejan en el vientre, duele ya siempre,
es como uno de esos agujeros negros que acaba con todo.
La nada, eso te queda, sencillamente la nada.
Salió en los periódicos, en la
tele, fue un escándalo. Aquel caballito pintado de
colores, con su arnés brillante de falsa plata escondía
un nido de víboras.
CARNE
Sabía que era mi obligación y,
aunque no lo hubiera sido, lo habría hecho con gusto,
mis padres merecían eso y mucho más, aunque
“mucho más” no me hubiera cabido en el
alma.
Don Octavio Bermejo era el dueño de la carnicería
del barrio y también era dueño del barrio. Los
cristales del escaparate siempre transparentes, parecían
no existir, los limpiaba yo al salir de clase.
Las piezas, ya desangradas, de vacuno, porcino, y demás
animales comestibles colgaban de los ganchos con una armonía
inusual, hoy se hablaría de diseño cárnico,
ayer eran trozos de cadáver colocados con más
o menos armonía. También los colocaba yo, antes
de ir a clase.
Ese pequeño sueldo que recibía a cambio era
de gran ayuda en mi casa y había que añadir
el suministro de carne a bajo precio que don Octavio seleccionaba
con el esmero de un avaro de nacimiento.
Aprendí a cortar y despiezar como nadie, mis manos
eran pequeñas y ágiles y pronto superé
a don Octavio en el manejo de los cuchillos. Conforme crecía
mi destreza y más clientes solicitaban mis servicios,
crecía en paralelo el recelo de don Octavio.
Las primeras semanas nada más llegar a casa me lavaba
y restregaba la piel con jabón y más jabón
y luego paseaba un limón por cada rincón de
mi cuerpo para quitarme ese olor a carne muerta, a sangre
fresca y a sangre seca. Pero al cabo de un tiempo me acostumbré
a ese olor permanente, sabía que daba igual que me
lavara, que me restregara limones o piedra pómez, que
me embadurnara de colonia. El olor estaba en mí y vivía
conmigo, la muerte reciente me rodeaba con un halo tan invisible
como infranqueable
Don Octavio fue perdiendo fuerza en mi presencia,
aquel don, jerifalte de barrio pobre. Aquel don, grandote
y sudado, que imponía respeto por posición,
condición y carácter, fue haciéndose
pequeño a mi lado. Yo veía sus labios de pergamino
temblar cuando yo cortaba con destreza las entrañas
de un animal y añadía más olor a muerte
a mi piel, algo que él nunca supo hacer, y notaba su
respeto y su admiración.
Pero me sumergí tanto en aquel papel que los demás
empezaron a esquivarme, a alejarse de mí. Tardé
en darme cuenta, porque cuando te haces experto en algo, cuando
llegas a ser sublime en cualquier cosa, por nimia o absurda
que sea, te vuelves grande hacia dentro y te olvidas de todo
y de todos.
Tuve suerte y don Octavio murió, y no lo digo porque
me alegrara de ello, pues acabé por cogerle cariño
al viejo roña, digo que tuve suerte porque me había
convertido en un olor, en un hedor a carnaza que me aislaba
del mundo de los vivos.
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