Mar Cassinello, autora de ¡VAYA POTRA! (Haz Milagros Ediciones), trabaja en la actualidad en un libro de relatos; a cuál más excelente. Lean, por favor, y disfruten (es gratis; de momento)
JAVIER PUEBLA

 

TIO-VIVO

“El caballito me ha mordido”, decía mi niña entre sollozos, mientras se acariciaba el antebrazo derecho.

-Los caballitos de feria no muerden, te habrás rozado con algo, un trozo de madera, un clavo…déjame ver. Pues sí, con algo te has pinchado, se te está irritando.
-¡Me ha mordido mamá, me ha mordido con su boca grande cuando lo he abrazado!
-Es un Tío-vivo, un carrusel, un caballito de madera, un caballito de mentira ¿Cómo te va morder?

Celia, mi niña, me insistía con sus ojos pasmados de miedo y de lágrimas.,
La tomé en brazos ¡Era tan liviana! Sólo tenía cinco años y un cuerpecito menudo y tierno que se me ajustaba al pecho y al vientre como si todavía no hubiera salido. Así corrí con ella hasta el Hospital San Carlos.

-No señorita la niña no se lo inventa, mire su brazo, se está hinchando y aquí se ve que tiene heridas, se ha herido con algo.
-La niña dice que le ha mordido el caballito de la feria ¿Me toma por tonta? Tenemos enfermos que atender, haga el favor de irse a casa y le pone una tirita para que se quede contenta la niña.
-No, no le voy a poner ninguna tirita a la niña esta. Voy a esperar a que la atiendan, voy a esperar a que atiendan a mi hija Cristina, una niña con nombre que se retuerce de dolor por una herida.
-Si no le importa esperar es su problema. Le pondremos nosotros la tirita a…¿Cristina?

No quise seguir hablando con aquella recepcionista estúpida que me trataba como a una madre histérica con una hija ñoña.
Me senté a esperar, siempre he sabido esperar. Cris dejó de llorar se quedó dormidita de tanto disgusto y yo la sentía respirar más tranquila y pasó el tiempo, tres horas y veintiséis minutos, cuando se incorporó, me miró con los ojos muy blancos y muy secos y dejó de respirar después de dos aspavientos.
Mis gritos debieron derrumbar algún muro de aquel Hospital porque en unos segundos toda aquella sala de espera estaba llena de batas blancas, me la arrancaron de los brazos para no devolvérmela nunca. Eso sí qué es un delito, el robo más grande que uno pueda imaginar y ese hueco que te dejan en el vientre, duele ya siempre, es como uno de esos agujeros negros que acaba con todo.
La nada, eso te queda, sencillamente la nada.

Salió en los periódicos, en la tele, fue un escándalo. Aquel caballito pintado de colores, con su arnés brillante de falsa plata escondía un nido de víboras.

CARNE

Sabía que era mi obligación y, aunque no lo hubiera sido, lo habría hecho con gusto, mis padres merecían eso y mucho más, aunque “mucho más” no me hubiera cabido en el alma.
Don Octavio Bermejo era el dueño de la carnicería del barrio y también era dueño del barrio. Los cristales del escaparate siempre transparentes, parecían no existir, los limpiaba yo al salir de clase.
Las piezas, ya desangradas, de vacuno, porcino, y demás animales comestibles colgaban de los ganchos con una armonía inusual, hoy se hablaría de diseño cárnico, ayer eran trozos de cadáver colocados con más o menos armonía. También los colocaba yo, antes de ir a clase.
Ese pequeño sueldo que recibía a cambio era de gran ayuda en mi casa y había que añadir el suministro de carne a bajo precio que don Octavio seleccionaba con el esmero de un avaro de nacimiento.
Aprendí a cortar y despiezar como nadie, mis manos eran pequeñas y ágiles y pronto superé a don Octavio en el manejo de los cuchillos. Conforme crecía mi destreza y más clientes solicitaban mis servicios, crecía en paralelo el recelo de don Octavio.
Las primeras semanas nada más llegar a casa me lavaba y restregaba la piel con jabón y más jabón y luego paseaba un limón por cada rincón de mi cuerpo para quitarme ese olor a carne muerta, a sangre fresca y a sangre seca. Pero al cabo de un tiempo me acostumbré a ese olor permanente, sabía que daba igual que me lavara, que me restregara limones o piedra pómez, que me embadurnara de colonia. El olor estaba en mí y vivía conmigo, la muerte reciente me rodeaba con un halo tan invisible como infranqueable

Don Octavio fue perdiendo fuerza en mi presencia, aquel don, jerifalte de barrio pobre. Aquel don, grandote y sudado, que imponía respeto por posición, condición y carácter, fue haciéndose pequeño a mi lado. Yo veía sus labios de pergamino temblar cuando yo cortaba con destreza las entrañas de un animal y añadía más olor a muerte a mi piel, algo que él nunca supo hacer, y notaba su respeto y su admiración.
Pero me sumergí tanto en aquel papel que los demás empezaron a esquivarme, a alejarse de mí. Tardé en darme cuenta, porque cuando te haces experto en algo, cuando llegas a ser sublime en cualquier cosa, por nimia o absurda que sea, te vuelves grande hacia dentro y te olvidas de todo y de todos.
Tuve suerte y don Octavio murió, y no lo digo porque me alegrara de ello, pues acabé por cogerle cariño al viejo roña, digo que tuve suerte porque me había convertido en un olor, en un hedor a carnaza que me aislaba del mundo de los vivos.

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