PÁJAROS
CABREADOS
Cada vez que tengo un hueco, una inesperada isla de tiempo
libre, enciendo mi ipad chino, y ni siquiera me molesto
en activar la conexión inalámbrica para
darme un paseo por internet o mirar el correo; tampoco
me da por revisar viejas o nuevas fotografías archivadas
en el frágil intestino de la máquina; ni
siquiera padezco la tentación de ponerme a ver
una película o el capítulo de turno de una
serie de televisión. Vicios, los anteriores, todos
anticuados y superados, lo que hago ahora, cuando aterrizo
sobre mi isla de tiempo desierta de obligaciones inmediatas
es, simplemente, apoyar el dedo índice en el icono
situado en la parte superior izquierda de la pantalla
táctil y abrir el mundo de los pajaritos cabreados:
los Angry Birds. En un principio es un juego absolutamente
estúpido: lanzar pájaros diminutos con una
suerte de tirachinas sobre otros pájaros atrapados
en jaulas, a los que se puede liberar, o sobre monos impertinentes
de risa irritante: a los que puede matarse sin remordimiento
ni piedad. Parece una chorrada, y es una chorrada, pero
tiene una ventaja: es lo bastante difícil como
para que sea necesario prestarle el máximo de atención.
Y en realidad de eso se trata. No de que un pájaro
blanquito y gordinflón lance huevos explosivos
y luego salga disparado hacia arriba como un cohete, o
que un pájaro amarillo surque el cielo a velocidad
supersónica si se toca la pantalla cuando ya ha
salido catapultado desde la horquilla o tirachinas o lanzapájaros
de salida; aunque la variedad de pajaritos cabreados no
está mal: hay uno pequeñito y azul con personalidad
triple, o que se divide en tres cuando se le ordena con
el toque digital de turno; hay otro explosivo; incluso
un tercero que se hincha como si le hubieran metido helio
a través del recto cuando encuentra un obstáculo.
Estoy explicando todo lo anterior para demostrar que en
realidad sí que juego a los Angry Birds, que no
son tan solo el pretexto para escribir mi columna semanal,
rellenar los 3100 caracteres que mando a Cambio16 los
domingos por la noche, sino que es cierto que cada vez
que veo en el horizonte emborronado de nubes y desastres
y miserias una islita de tiempo en la que puedo hacer
lo que quiero, abro la app de Angry Birds; y juego. Porque
de eso se trata, de eso tratan todos los juegos -y también
el placer de leer novelas, ver películas, dar paseos,
o buscar el mazazo del alcohol o el oleaje del sexo; se
trata de parar la realidad, de hacer que la realidad,
cansada y maldita tantas veces, e ingobernable, casi siempre,
desaparezca para nosotros, concentrados por completo en
algo irreal -¿que menos creíble que unos
pajaritos dibujados que se tiran con una horquilla de
dos palos y una goma elástica para que vuelen dentro
de la pantalla de un tablet? Por supuesto que eso mismo
se persigue cuando se lee el diario o se ven los informativos
de televisión; aunque en esos casos es más
perverso, porque se llama realidad a lo que nos cuentan.
La muerte de Bin Landen, o que Juan Luis Cebrián
gana trece millones de euros al año; cómo
si alguien pudiera creérselo.