DON SANTIAGO RIOPÉREZ
Y MILÁ,
VIEJO Y SABIO
Por la voz nadie adivinaría su
edad. La voz de Santiago Riopérez
es cristalina, clarísima y transmite amabilidad
y energía. Cuando me telefonea para invitarme a
una conferencia en la Biblioteca Nacional o con motivo
de la presentación de su nuevo libro -La
voz española de Montaigne. Azorín-
resulta imposible no dejarse contagiar por su entusiasmo.
Es una maravilla que a los ochenta y dos años un
hombre haya sido capaz de preservar no sólo su
voz, sino también su pasión y su entusiasmo.
Se le
conoce como el mayor especialista vivo en Azorín,
a quien dedicó su obra más monumental, Azorín
íntegro, y a quien ahora vuelve a
visitar, preservar de la niebla del olvido, en La voz
española de Montaigne. Riopérez escribe
como habla, torrencial y certeramente; basta abrir sus
libros en cualquier página para quedar atrapado
por esa labia natural, aumentada por más de cincuenta
años de ejercicio de la abogacía; aún
sigue Don Santiago en activo, el abogado decano en su
especialidad, el derecho matrimonial. A diferencia de
la mayoría de sus colegas, que consideran el matrimonial
una rama algo menor, pero suficientemente lucrativa, a
Riopérez lo que le pone -por utilizar una expresión
que nunca emplearía él- es no ganar los
casos para los que es contratado, perder al cliente, lograr
la reconciliación de la pareja en los muchos casos
en los que considera que ambos tienen mucho que perder
y poco o nada que ganar.
Pero volvamos a Montaigne, que se escapó
del mundanal ruido para meditar y escribir; actividades
de las que tampoco es ajeno Don Santiago Riopérez
y Milá, pues aunque su despacho está en
una de las principales arterias del barrio de Salamanca
de Madrid hace largos lustros que fijó su residencia
personal en la sierra norte de Madrid: desde los ventanales
de su despacho se ven el Monasterio de San Lorenzo de
El Escorial y el monte Avantos. Allí es donde guarda
su célebre biblioteca, con una de las mejores y
más valiosas colecciones del Quijote, y donde piensa
y escribe y envejece con tranquilidad e inteligencia;
al modo en el que sólo saben hacerlo los sabios.
Sus libros no son para el
consumo apresurado del mercado actual, sino para disfrutarlos
a pequeños sorbos. Personalmente los guardo en
mi apartamento de El Escorial, junto a los de Jesús
Marchamalo, Baltasar Gracián
o Luis Alberto de Cuenca, y los cojo
y abro caprichosamente, sin un plan preconcebido, sabiendo
que están allí, que puedo contar con ellos,
con su humildad y sabiduría, en cualquier momento
que se me antoje, y mientras escribo estas palabras pienso
que no advertimos, no somos conscientes, de que un hombre
de su formidable talla intelectual no nos durará
para siempre, y cada vez que pierdo la oportunidad de
encontrarme con él, escucharle más que pretender
decirle nada, es polvo de oro escapándose entre
mis dedos. Aunque el río de la vida es así,
mientras fluye junto a nuestros pies apenas le damos importancia
y sólo cuando se seca, advertimos el prodigio del
que disponíamos y que nunca fuimos lo bastante
pacientes para -en su plenitud- aprovechar.