¿POR QUÉ
LLAMAMOS LONDRES A LONDON?
Cuando me levanto mi mujer
está limpiando la casa y el niño juega a
la nintendo, todavía en pijama, en el salón.
Esquivo la fregona, salto sobre el recogedor, me preparo
un zumo de naranja y miro a mi alrededor. Pensaba que
todo estaba limpio, hace sólo dos días lo
había limpiado yo, pero “cremallera en el
boquino” que si digo cualquier cosa seguro que es
peor. Me pego a la pared para esquivar los posibles montoncitos
de polvo y con pasos laterales llego hasta la terraza,
con mi zumo, un banano y un café. Hum, se está
agradable, en especial cuando me sitúo en el centro
de un rayo de sol. Los escritores, ya se sabe, no hacemos
nunca nada, pero si saco la libreta y el rotulador de
punta de acero y me pongo a moverlo sobre el papel seguro
que nadie vendrá a darme el follón. Lo bueno
de las libretas es que no pueden apagarse, y ¡zás!
que desaparezca lo que ya tengo escrito, como sucede algunas
veces, sobre todo al responder correos electrónicos,
con el ordenador. Lo malo de las libretas es que mi letra
está hecha con patas de mosca –eso decía
un simpático profesor- y no la entiendo ni yo,
pero lo divertido de escribir es precisamente escribir,
no leer lo escrito y mucho menos corregirlo: ¡qué
horror! En la calle ronronea el motor de una furgoneta,
los domingos montan un mercadillo a no demasiados metros
de mi casa. ¿Y sobre qué escribo? Saco la
libreta 2 –no es por hacerme el reaccionario pero
las libretas se abren mucho más rápido que
el más veloz ordenador- y me marco una especie
de poema-chorrada, al que luego hasta pondré un
título individual, el general ya está decidido
desde hace siglos: SOSIEGO (antilibro),
y garabateo unas palabritas sobre la magia de la noche
y que por la mañana lo de la magia pues como que
no, o al menos para mí como que no, porque al fin
y al cabo y siempre que he podido me he pasado las mañanas
dormido, inmune a furgonetas y niños llamando a
sus mamás, sordo al timbre de la puerta, a la música
de los vecinos o a las gárgaras del aspirador.
No hay ningún libro completamente satisfactorio,
ni siquiera Shakespeare, Cervantes
o Proust, no hay ninguna columna o artículo
de opinión perfecto e inolvidable, así que
¡a paseo! ¡ahí voy yo! ¿Quién
se va a acordar en el futuro de lo que estoy escribiendo
esta mañana? Juro que, desde luego, yo no. Dentro
de nada, un suspiro en el tiempo, ya ningún periodista
hablará ni de la crisis, ni de Merkel,
ni de... ¿cómo se llamaba ese tío
con barba y gafitas que preside España y que hace
lo imposible para no dar explicaciones y no salir en la
televisión? Levanto la cabeza a ver si algún
perro se pone a ladrar y me veo obligado a dejar de escribir,
pero no hay suerte; no. Así que me rasco la nuca,
buscando inspiración. He leído varios libros
este verano, y podría comentarlos; pero tampoco.
No me apetece pensar en esas cosas, mejor algo más
abstracto, más inútil. Ah, ya lo tengo,
tema para la mañana entera, lo miraré en
internet, y luego llamaré a algún amigo
para que me de su versión. A ver quien me explica
por qué los españoles llamamos Londres a
London.