UNA PAELLA EN
GUITARD´S
Es verano, cuando el tiempo
se para o parece pararse, detenerse. Los relojes se quedan
sobre las mesas y los teléfonos móviles
en los cajones, cajones que se abren perezosa y arbitrariamente
para comprobar si hay alguna llamada perdida, no la hay,
o algún mensaje: hay uno. “Datos
para paella en Guitard´s: a las 14:00. El que quiera
se pueda bañar. Os esperamos. Augusto.”
Augusto es Augusto
Guitard Marín, uno de mis compañeros
de colegio predilectos, a quien había pasado treinta
años sin ver y reencontré en una cena de
antiguos alumnos, momento a partir del cual nos hemos
visto con prudente asiduidad. A Guitard´s
no puede acudir cualquiera porque Augusto, aunque es un
cocinero excelente, se dedica profesionalmente no a la
hostelería sino a temas relacionados con la informática.
Y como a Guitard´s no
puede acudir cualquiera, tampoco yo -o al menos no sin
avisar, cuando veo su sms monto a mi pequeña familia
en el viejo Volvo y conduzco desde Madrid a Murcia, inasequible
a los refunfuños de mi chica a quien siempre cuesta
abandonar su tierra natal, y llego justo a tiempo para
asistir a la deseada “paella en Guitard´s”.
En la puerta nos saluda
María Jesús, la regente
del “restaurante”, y ya están allí,
qué agradable sorpresa, otros dos compañeros
de colegio: Jesús Ros Urigüen,
acompañado por su mujer: Mere,
y Antonio Aguilar Amat, a quien también
acompaña su muy interesante señora: Rocío.
Guitard´s es un chalet grande, con un jardín
amplio y agradable, Augusto lleva un sombrero de paja,
gafas oscuras y guantes de cocinero profesional. ¡Qué
delicia, qué veraniego, qué extraño
y qué normal estar comiendo con tres compañeros
de colegio tanto tiempo después! Estadísticamente
hemos reunido a casi un diez por ciento de los alumnos
de la “A”. Ros, Jesús Ros, cruce entre
Flash Gordon y Robin Hood,
tiene la teoría que cuando has conocido a alguien
de niño sobran las explicaciones: le conoces en
esencia y para siempre; y es verdad, igual que si dejas
de ver a un hermano durante treinta años. De algún
modo no ha pasado ni un solo minuto desde que hablé
la última vez con Antonio Aguilar, la última
conversación se integra con la actual con la misma
fluidez que en una novela de Marías.
Cierto que hay matices nuevos, pero también había
matices nuevos, constantes sorpresas, en nuestras conversaciones
cuando éramos niños.
Y ya en la sobremesa, repantigados
en un salón interior de la mansión de Guitard,
me relajo y distancio, los miro despacio uno a uno, con
atención y afecto. Probablemente soy el más
sentimental de los cuatro y me permito una larga sonrisa
interna repasando recuerdos de mis tres compañeros
de colegio que fueron niños maravillosos.
¿Y ahora, de adultos? Me gustan igual, el árbol
es el mismo aunque ahora sea más grande y el tronco
más duro y menos flexible. Me gusta lo que dicen
y como lo dicen. Me gustan sus mujeres y la relación
que tienen con ellas. Me gusta verlos, haber compartido
con ellos una paella en chez Guitard´s, donde no
cualquiera puede entrar, ni siquiera yo, como ya ha escrito
antes; al menos no sin antes avisar.