MONTERO GLEZ ES
EL DIABLO
“Con
la voluntad de vivir todo lo que la gitana me había
contado y con la impaciencia del Diablo, me puse a obedecer
al destino que marcaban las suelas de mis zapatos”.
Ya desde el primer capítulo
del caprichoso y brillante libro titulado Huella
jonda del héroe, ganador del Séptimo
Premio Llanes de literatura de viajes, baila con el diablo
y se calza sus zapatos. Incluso el libro, el objeto-libro,
es rojo y anavajado, obra de Felipe Samper y sus
Tipos Mágicos.
Montero
está en el infierno, un infierno pequeño
y aburguesado situado en la calle General Pardiñas,
cuando por fin lo encuentro, sentado en un taburete alto
y hablando, a través de un micro duro de oíd,o
con una llama de tonos blancos y rosados. “¿Conociste
a Camarón?”, pregunta Carmen Posadas,
la llama de tonos rosas y blancos, a través de
su micrófono al diablo, y Montero responde que
una vez cruzó un buenas noches con él y
que con eso tiene suficiente. Dice la verdad, ¿para
qué va a mentir? El diablo no miente, Montero
Glez no miente, sabe que el baile no es eterno,
que mientras habla, responde, firma libros, saluda amigos,
enciende un cigarro... se está quemando. “Sólo
los dignos se indignan...”, “lo que se ha
dado en llamar la reconversión del pescador en
narcatroficante”. “Los toros son ángeles
con cuernos”, y la mítica Venta Vargas, y
Picasso, y Alberto García-Alix
y Carlos Sánchez Perez (Ce
ese pe). Pero también hay otras Ventas,
como la del Colorado, achinada en la carretera que une
Cádiz con Málaga, y más adelante
aparece la Venta del Canario; aunque hay que volver atrás
si se quiere visitar uno de los lugares preferidos de
Fernando VII, Pemán,
Camarón, Paco de Lucía...
o el diablo, el Ventorrillo el Chato, en el camino que
une y separa Cádiz de San Fernando.
Todo eso lo cuenta Montero Glez, quemando las letras,
de un modo desordenado y auténtico, como siempre
sucede en los verdaderos viajes. Pero también habla
del barrio de Triana, del cantaor apodado El Planeta
que tan magníficamente describió a mediados
del XIX mi pariente Serafín Estébanez
Calderón alias El Solitario
en Escenas andaluzas. Y tampoco olvida,
Roberto Montero, a Estrabón
y Filostrato, ni a Amilcar Barca
y su hijo Anibal el Bárbaro, ni
a Julio César, ni a Alejandro
Magno, ni a Falla, ni a Lorca,
ni a Cocteau, ni a Paul Bowles,
a quien escuché hablar en Tánger un atardecer,
en su apartamento, hace muchos, muchos años.
“Ahora que el Diablo traza una línea divisoria
al final del otoño, voy y me la salto a la torera
con los ojos cerrados. Sé que al otro lado me espera
la sonrisa de una mujer que es lo más parecido
a la promesa de un verano en una playa desierta. Si doy
el salto, lo hago para que el Diablo se siente orgulloso
de mis pecados y me deje entrar en el infierno”.
Termina Montero Glez, y
el diablo se quita el sombrero, sonríe orgulloso
de su amigo, y le cede el paso.
No me extraña que el jurado formado por Ramón
Pernas, Pedro Páramo,
Fernando Marías, Dolores
Álvarez Campillo, José
Manuel Herrero y Silvia Pérez
Trejo haya dado por unanimidad el premio Llanes
a Montero Glez, al diablo.