CRISPACIÓN
Huele a violencia, a tanta
violencia que ni siquiera los más vocingleros o
bocazas se atreven a alzar demasiado la voz o subir un
dedo con gesto amenazador, inconscientemente temerosos
de que la cerilla encendida en un momento de crispación
pueda quemar un bosque entero. Y ahora, además,
ha llegado el calor: las cerillas se pueden encender incluso
por error, sin la intervención humana, por capricho
o indiferencia del sol. En Mad Madrid -me gusta llamar
así a la ciudad en la que vivo- de momento no hay
hambre, o al menos no demasiada hambre, aunque cada vez
más personas meten el hocico -la miseria convirtiéndoles
en animales- en los cubos de basura y en las papeleras,
incluso en las instaladas en el interior de las estaciones
de metro: los inspectores, en grupos de tres -¿es
el miedo?- buscando gente que se haya colado o simplemente
que haya extraviado su billete (me sucedió hace
unos pocos días) para multarla haciendo ruido,
porque lo importante no es cobrar treinta euros: veinte
veces el importe del ticket de viaje, sino que se note
con la máxima claridad posible que la autoridad
mantiene el palo en alto y lo descargará contra
cualquiera que se desmande. Porque en Mad Madrid, como
acabo de escribir en la frase anterior, aún no
hay hambre, y como no hay hambre la amenaza del palo en
alto todavía funciona, sirve de freno a la cerilla-crispación,
aunque ya es evidente que si cien doscientas quinientas
o mil personas decidieran a la vez entrar en el metro
sin pagar no habría quien los detuviera; sucedió
en muchas estaciones el pasado sábado doce de mayo
cuando la ciudadanía, la pura ciudadanía
sin ningún líder concreto -que maniobra
tan inteligente- se dirigía a la Puerta del Sol
para volver a recordar a los cerdos omnívoros que
si continúan devorando casas y trabajos y calidades
sociales hasta el herbívoro más inofensivo
intentará cocearlos: los animales humanos que meten
sus hocicos en los cubos de basura aguantarán exactamente
hasta el momento en que sigan encontrando algo de comer
entre la mierda y se lo puedan llevar al estómago
y a los estómagos de sus hijos, pero cuando no
haya nada que perder -y ese momento ahora ya no parece
tan lejano- a ninguno importará destrozar, robar
o matar. Pero que nadie se engañe y piense que
los cerdos omnívoros son realmente los políticos,
porque en realidad ellos también son víctimas;
es el dinero -el gran dinero- el que se está moviendo,
echándole un pulso a la democracia, a la igualdad
y a otras muchas gilipolleces en las que el dinero jamás
ha creído. Pero lo bonito del juego, del pulso
que el dinero está echando a la política
del llamando mundo civilizado -civilizado el maquillaje
y punto, es que al dinero no le alcanza ningún
fuego: crea miseria en Sudamérica y viene a Europa
a celebrarlo (y viceversa), permite el hambre en África
o Asia y en Suiza el oro apenas cabe -apenas- en las cámaras
acorazadas de los bancos. Nada podemos ni los intelectuales
ni los artistas ni las buenas personas ni los idealistas
contra el dinero: y ahora mismo lo que acabo de escribir,
se está -en Europa- demostrando.