SE
VENDE, SE ALQUILA, SE VENDE
Camino por la ciudad privilegiada,
sus aceras enormes y recién reformadas, miles de
semáforos sincronizados y eficientes bailando a
la perfección, edificios nuevos, y edificios viejos
remozados sin escatimar en medios. Sólo los pequeños
carteles indican que algo extraño o enfermizo u
oscuro está sucediendo en el magnífico paraíso
asfaltado que es la ciudad de Madrid, Mad
Madrid. Es casi difícil encontrar
un portal o una fachada en los que no aparezcan esas manchas
cuadradas con nueve números dentro: 666
666 666, o cualquier otro. Se vende, se alquila,
se vende. La casa en la que pensó vivir hasta que
muriera de viejo el abogado o la enfermera o el periodista
o el dibujante, el apartamento en el que se criarían
sus hijos, el estudio donde cristalizarían mil
sueños. Se vende, se alquila, se vende. La enfermedad
es la misma, casi idéntico el sarampión
de carteles, que en mil novecientos noventa y cinco, cuando
me nombraron Agregado Comercial en Dakar y lo único
que sabía yo de Dark Dakar
es que era el lugar donde acababa el mítico rally
y que allí podría ahorrar dinero para comprar
tiempo y una vida de escritor. Pero aunque la enfermedad
era la misma: se vende, se alquila, se vende, el enfermo
era menos fuerte, aunque quizá más duro.
Cuando volví de Dakar en el año dos mil
ya no quedaba ni un grano o mácula del sarampión
de letreros, nada se compraba, ni alquilaba, ni vendía.
Cierto que en aquel momento la sanación milagrosa
de la ciudad y sus habitantes se debió en gran
parte a que los países de la unión europea
iban a renunciar a sus monedas nacionales y usar una común:
el amado y odiado euro. Las pesetas ya no valdrían,
así que era necesario que aflorase todo el dinero
negro, y en España, como en Italia, y también
en Francia o Alemania, había muchísimo dinero
negro. Hay muchísimo dinero negro otra vez: las
pesetas ocultas tras pasar a la luz el mínimo tiempo
necesario han vuelto a la oscuridad ya transformadas en
poderosos, y más fáciles de ocultar -los
bonitos billetes de quinientos- euros. Sería, evidentemente,
la solución para curar las fachadas de la ciudad
de sus granos cuadrados, se vende se alquila se compra;
recuperar las monedas nacionales y matar el euro, obligar
al dinero negro a salir de nuevo a la superficie. Por
supuesto que eso no significaría riqueza indefinida,
la riqueza indefinida sólo pueden disfrutarla los
ricos, pero sería otra fiesta de siete u ocho años.
Aunque personalmente confieso que en las fiestas no creo,
no me gustan, como tampoco me gusta el euro, ni la tristeza
y el miedo que veo en los ojos de muchos hombres y mujeres
excelentes. Y tampoco creo en que los políticos
-ni de uno ni de otro sesgo- puedan hacer nada, a lo sumo
el juego de manos sobre el que acabo de escribir: resucitar
la peseta, matar al euro. Pero sí creo en mí
mismo y en que lucharé para que podamos sobrevivir
yo y los míos, y cualquier persona a la que pueda
apoyar, mientras me quede un hálito de aliento.
Y creo en mí mismo porque nada espero: la vida
sólo es un mosaico de momentos, los hay malos,
y los habrá buenos.