MINGOTE
Enciendo
el
televisor y ahí está, abro cualquier periódico
y me lo
encuentro, acudo a una cena o una comida y enseguida alguien
se
pone a hablar de él, del hombre afortunado y amable
e ingenioso, alguien
a quien hasta La Muerte respetó
hasta más allá de los noventa años:
Antonio Mingote. En muchos momentos,
ocasiones, había sido ombligo de la atención
de los medios, pero jamás con la desmesura que
ha alcanzado con su muerte. Mientras lo escucho hablar
-el cine o el video o la imagen en movimiento permite
el inquietante milagro de que podamos seguir viendo y
escuchando a quienes están muertos- pienso que
ante todo fue un hombre que tuvo suerte, mucha suerte,
“todo le salió rodado”, en sus propias
palabras, pero también fue alguien que supo aprovechar
esa suerte. No lo considero, y pido perdón por
la sinceridad, un dibujante genial, creo que era más
brillante como escritor, que sus célebres chistes
alcanzaron la categoría de tales gracias a la frase
perfecta y sintética que los definía: Vote
a Gundisalvo ¿a usted qué más le
da? Si hubiese nacido cuarenta años más
tarde probablemente se habría dedicado a escribir
jingles publicitarios, y aunque habría sido el
mismo su nombre ahora no sería conocido, ni habría
entrado en la Academia de la Lengua, doquier en el que
ningún creador de slogans ocupa siquiera una banqueta
sin brazos ni respaldo. Creo o intuyo que Mingote era
lo suficientemente inteligente para saber que lo que estoy
escribiendo era cierto, que había estado en el
sitio oportuno en el momento oportuno y que su verdadero
gran mérito fue lograr mantenerse, no dejar de
trabajar (en su privilegiado trabajo-juego) y conservar
los pies dentro del tiesto: nada de excesos ni frases
ni dibujos demasiado subidos de tono. Lo estoy mirando
ahora mismo, hablando en una tertulia, la cabeza un poco
hacia atrás, todo él un poco hacia atrás,
humilde por inteligencia y convencimiento, esforzándose
en no concitar iras o rencores innecesarios, como un buen
banquero que no alardea jamás de su fortuna, no
vaya a ser que alguien enloquezca de envidia y se crea
Robespierre y le corte la cabeza. A Mingote, mirando su
vida desde el momento presente, no parece que nadie haya
querido cortarle la cabeza, que tuviese enemigos feroces
cuyo sueño fuese aniquilarlo; es lo bueno de vivir
tantos años, morir siendo ya un viejo inofensivo;
pero probablemente no es cierto, apostaría a que
en algún momento fue más audaz de lo debido,
que en algún momento se le escapó alguna
impertinencia contra alguien poderoso y fueron a por él,
aunque sin suficiente éxito como para defenestrarlo,
quizá porque tenía padrinos, amigos, duros
y bien bragados, quizá porque la suerte nunca quiso
abandonarlo, o quizá porque sus reflejos le permitían
retroceder rápido. Entre sus contemporáneos
es probable que hubiese dibujantes con más talento,
escritores más dotados para la frase precisa y
dardo, pero a él se le dieron los ingredientes
necesarios y él sumo meterlos en una coctelera
y agitarlos. Bebamos a su salud, y en su memoria, el excelente
coctel que fue Antonio Mingote, humilde y afortunado.