NACER
PARA EL RECUERDO:
SANTIAGO RIOPÉREZ Y MILÁ
Hace
pocos meses, antes del verano, cerraba una columna de
un modo que ahora podría parecer premonitorio;
estaba dedicada al decano de los abogados matrimonialistas
españoles y el mayor experto mundial en Azorín;
el excelente conversador e incansable fumador de puros,
Santiago Riopérez y Milá.
El título de la columna era el nombre de mi amigo,
seguido de una coma y rematado con las palabras “Viejo
y sabio”. El primer adjetivo tenía su riesgo;
atribuí a Santiago Riopérez la venerable
edad de ochenta y dos años, y en cuanto salió
publicado el artículo y me llamó para agradecérmelo
-era un hombre muy educado y cortés, virtudes en
desuso en el tiempo presente- pero también para
puntualizar que él no tenía ochenta y dos
años, pues cumplía o estaba a punto de cumplir
sólo ochenta. Sonreí desde la impunidad
que regala a nuestros visajes una conversación
mantenida a través del teléfono, y le expliqué
que había utilizado la palabra viejo como piropo
y me había permitido añadirle dos mínimos
años para que el adjetivo, que tan bien se entendía
con el de sabio, fuese aún más justificado.
Quedamos en vernos pronto, como siempre que hablábamos
desde que nos conocimos en Las Noches Blancas, el programa
que capitanea Fernando Sánchez-Dragó.”¿Has
observado que habla como Ortega?, apuntó
a la salida del estudio de Telemadrid el poeta Luis
Alberto de Cuenca. Y era cierto. Hablaba como
Ortega, esa dicción perfecta, que volví
a escuchar el pasado sábado a través de
mi teléfono móvil, aunque quien hablaba
no era Santiago, sino su hijo David para, en primer lugar
explicarme quien era, aunque yo ya lo sabía, y
en segundo y de modo tranquilo, sin aspavientos, explicar
que su “viejo y sabio” padre había
fallecido. “Morir es nacer para el recuerdo/ y te
prometo, abuelita/ que mientras yo viva/ tu recuerdo vivirá
conmigo”. El breve y mínimo poema lo escribí
a los veinticuatro años, cuando murió mi
abuela más amada, Maxi González
Briz, y es de los pocos que conoce mi familia,
pues lo leí en el cementerio, para compartirlo
con mi padre y sus hermanas, y también con mis
primos y mi propio hermano. Ahora Santiago Riopérez
ha nacido también para ese mundo, para el mundo
del recuerdo, en el que volverá a reunirse con
su amado Azorín, que amén de maestro sirvió
a Santiago Riopérez y Milá de varita mágica
o conjuro o filtro portentoso para mantenerse eternamente
joven, aunque le llamase “viejo” en la penúltima
columna que le dediqué hace varios meses, y que
terminaba exacta y precisamente así: “mientras
escribo estas palabras pienso que no advertimos, no somos
conscientes, de que un hombre de su formidable talla intelectual
no nos durará para siempre, y cada vez que pierdo
la oportunidad de encontrarme con él, escucharle
más que pretender decirle nada, es polvo de oro
escapándose entre mis dedos. Aunque el río
de la vida es así, mientras fluye junto a nuestros
pies apenas le damos importancia y sólo cuando
se seca, advertimos el prodigio del que disponíamos
y que nunca fuimos lo bastante pacientes para -en su plenitud-
aprovechar”.