RAMÓN PERNAS, UNA NOVELA
CONCÉNTRICA
La
mano coge la piedra que han elegido los ojos, la acaricia
o aprieta mientras –de nuevo los ojos- buscan el
lugar aproximado donde el corazón quiere que la
piedra caiga: el centro del estanque. La piedra durante
unos instantes se ríe de las leyes de la naturaleza
y vuela; luego se zambulle en el agua quieta buscando
su objetivo, ese centro emocional o sentimental del estanque.
Mientras la piedra bucea o se hunde se van formando en
la superficie del agua círculos, círculos
concéntricos, cada vez más desdibujados
y amplios.
Desconozco si Ramón Pernas, escritor
nacido en Viveiro –hace veinte cuarenta o sesenta
años- se inspiró en el juego de círculos
que dibujan las piedras al caer sobre el agua, pero creo
que la imagen explica perfectamente la estructura de su
nueva novela, En la luz inmóvil; la primera que
leo de Pernas.
De Pernas me había dicho otro autor –cuyo
nombre no voy a mencionar- que era un escritor “dominguero”.
Lo creí, y dejé el adjetivo de dominguero
nimbando la cabeza de Pernas; hasta que conocí
a Pernas. A Pernas es difícil verlo, porque lo
sepulta su cargo de repartidor caprichoso de honores y
dineros como director de un invento nominado Ámbito
cultural de El Corte Inglés. Pero, y escribí
una columna al respecto, un día logré verlo,
a Pernas y me sorprendió que fuese un hombre capaz
de dibujarse a sí mismo; y entonces me entró
la curiosidad, la duda sobre el adjetivo dominguero que
con suave desprecio había deslizado en mi oído
el malhadado autor que, en los tiempos que era un pobre
tipo desgraciado, despertó mi solidaridad. ¿Y
si Pernas no era un autor dominguero? Busqué sus
libros en las grandes librerías y no encontré
ninguno, pedí ejemplares a la editorial y no me
los mandaron. Hasta que hace unos días el mensajero
de la ahora impecable agencia Tipsa llamó a mi
puerta para entregarme un paquete, lo abrí y me
encontré con La luz inmóvil, con Pernas,
el autor más literario que jamás he leído
en Algaida y que nada tiene de dominguero.
Pernas tira la piedra al estanque de su vida y apunta
a un primer amor, al amor de los quince años. En
el primer círculo que se forma en el agua de su
minuciosa literatura sólo cabe ese amor, en el
segundo círculo sigue –por supuesto- el amor,
pero también aparecen los amigos, y en el tercer
círculo Viveiro, su pueblo musa, se convierte en
un mundo porque el narrador “ama a uno de sus habitantes”.
Los círculos se van ampliando y, aunque en todos
reverbera la historia de amor, que se matiza y distorsiona,
en ellos termina por caber no sólo la historia
del narrador sino también la de cuanto le rodea,
la historia de nuestro país vista desde el oeste
natural de la geografía, porque es indudable que
Pernas se inspira en su propia experiencia –lo único
que justifica a un escritor verdadero- pero también
lo es que ha vivido mucho y conocido tanto que parece
conocerlo todo. “Tengo la triste habilidad de
estropearlo todo”, escribe Pernas en la página
36, pero en esta ocasión esa triste habilidad no
ha funcionado, no ha conseguido estropear su bella y original
nueva novela.