MARICRUZ MANZANARES
ACTUALIZADO
3 de octubre 2012
Maricruz tiene los ojos
azules; probablemente nunca había pensado en escribir,
y quizá toda sea culpa mía, por haberla
regalado un libro el día que la conocí;
lo hice con intención de espantar la tristeza que
la acechaba (y creo que funcionó). Enseguida quise,
tuviese intención o no de escribir, que viniese
a mi taller, porque a mis Tripulantes los veo cada semana
y -en mi modestia- puedo y quiero cuidarlos. Maricruz
ya está en mi taller, escribiendo cuentos. La veo
tranquila y contenta, y me siento contento por ella. Y
gratamente sorprendido por lo que está escribiendo.
El final que le ha dado ha su primer libro, y que subo
el 3 de octubre, con mucho retraso, me encantó;
es diferente.
Recomiendo a los curiosos
que lean EL NUEVO PORTERO ES CLAVAÍTO
A DRÁCULA y observen la
portentosa evolución en apenas cuatro meses.
Javier Puebla.
LA PEQUEÑA FÁTIMA
El próximo martes
Fátima cumpliría seis años. Acudieron
a su fiesta sus primos y sus amigos y recibió un
montón de regalos y una inesperada sorpresa.
Mamá la había llevado al mercado. Había
que comprar todo lo necesario para preparar su fiesta.
El Bazar estaba muy concurrido. Fátima no dejaba
de observar las tiendas: las flores de vivos colores,
los puestos de frutas y los aromas que desprendían
las coloridas montañas de especias. En el zoco
de El Cairo, se podía encontrar de todo.
Su madre caminaba delante de ella cuando algo llamó
su atención. Mientras regateaba con el vendedor,
Fátima se probaba las pulseras que allí
se exhibían.
De pronto algo rozó su pierna: era un precioso
gatito atigrado que jugueteaba con aquello que encontraba
por el suelo.
El gato descubrió una ciruela y se dirigió
hacia ella. Fátima se dispuso a seguirlo. ¡Era
tan divertido! Y la niña se moría de ganas
por tocarle y, quien sabe, quizá le podría
coger.
Finalmente, mamá había llegado a un acuerdo
con el vendedor y, cuando se disponía a pagar,
descubrió que su pequeña no estaba.
Había transcurrido cerca de una hora, sin que la
niña se diera cuenta, tan entretenida como estaba
con su nuevo amigo. Y de repente, éste se coló
debajo de una vieja puerta de madera, dejando sola a su
compañera de juegos.
Fue entonces cuando Fátima comenzó a buscar
a su madre. Se había perdido. Sus verdes ojos se
llenaron de lágrimas. Comenzó a caminar
por las laberínticas calles del Bazar repletas
de tiendas. Después de un rato, que se hizo interminable,
se sentó en el escalón de un portal.
Pasaba por allí un anciano que vestía una
chilaba azul. El pañuelo que lucía en su
cabeza, hacía juego con sus ojos grises. Al observar
a la niña, le preguntó por el motivo de
su desconsuelo.
Su amable rostro infundió confianza a la pequeña.
Después de contarle que se había perdido,
éste la pidió que le acompañara,
pues iba a ayudarla a buscar a su madre.
Resultó ser el anciano el muecín de la Mezquita
de Al Azhar. Subieron ambos los interminables escalones
de la escalera de caracol del minarete y, como cada día,
el muecín entonó su canto, pero esta vez,
no era una llamada a la oración, era una llamada
dirigida a la madre de Fátima, indicándole
el lugar en el que se encontraba su hija.
La madre de Fátima no conseguía encontrarla.
La niña llevaba desaparecida cerca de dos horas.
Recorría todos los puestos, confiando que alguien
le pudiera dar alguna noticia, pero nadie había
visto nada.
Era cerca del mediodía cuando el muecín
entonó su canto y, para sorpresa de la madre, avisaba
de la desaparición de una niña.
Avanzó entre el gentío todo lo deprisa que
pudo y, al llegar a la puerta, descubrió que allí
estaba Fátima. Después de abrazarla y darle
las gracias al muecín, partieron hacia su casa,
eso sí, sin soltar en ningún momento la
pequeña mano de su hija.
Ya más tranquila, Fátima descansaba antes
de la fiesta. Su madre decidió probar suerte y
salió en busca de ese gatito que había cautivado
a su hija.
Logró encontrarlo cerca del puesto que habían
visitado por la mañana y, ofreciéndole comida,
consiguió cogerle y llevarle a su casa. ¡Menuda
sorpresa se llevaría la niña!
Y ADEMÁS
DE GUAPO, PINTA GENIAL
Un inusual silencio reinaba en el colegio. El profesor
estaba preparando un nuevo tema para esa semana. ¡Se
acabó la paz! Los alumnos subían por las
escaleras en dirección a sus respectivas clases.
Fátima se sentó en su pupitre. Al fondo
del pasillo, distinguió la silueta de su profesor.
Era bastante guapo, un tipo alto, moreno y muy elegante,
pero tenía mucho carácter, demasiado exigente,
y eso que sus alumnos comenzaban ese año el primer
curso de primaria.
- "El que quiera ir al baño, que lo haga durante
el recreo. Ya no estáis en Infantil y no podéis
interrumpirme cada diez minutos".
No admitía bromas ni distracciones durante su clase.
Y ya no digamos si algún día te presentabas
sin haber terminado los deberes. Te castigaba sin recreo
y, lo que era aún peor, se quedaba contigo en el
aula, vigilándote en todo momento.
El día anterior anotó en la pizarra los
deberes que debían llevar al día siguiente:
- Quiero que cada uno de vosotros dibuje su animal favorito.
Fátima llegó a su casa y, después
de merendar, se dirigió al salón para hacer
sus tareas. Después de perfilar la silueta de un
gato y, cuando se disponía a colorearlo, llegaron
sus primos.
- Termina tus deberes hija y después podrás
jugar un rato con ellos - le dijo su madre.
Fátima pintó rápidamente su dibujo,
sin importarle que algún color traspasase el límite
de la figura.
Al día siguiente el profesor les comunicó:
- Quiero que cada uno de vosotros me entregue su dibujo
Después los pegaremos en el corcho.
Iba preguntando a cada alumno qué animal había
dibujado. Cuando le llegó el turno a Fátima,
el profesor observó el dibujo y la dijo:
- Fátima, hoy te quedarás conmigo durante
el recreo.
Fátima se creyó morir. Era la primera vez
que la castigaba.
Sonó el timbre y todos se dirigieron al patio.
- "¿Esto que has dibujado es un gato, verdad?".
Y ¿por qué lo has coloreado tan mal? Mira,
dibujaré un gato igual al tuyo. A continuación,
abrió el primer cajón de su mesa y sacó
un estuche de ceras. Comenzó pintando deprisa.
Después, eligió varios colores y, más
lentamente, los fue mezclando con el color del fondo.
Empleó para ello unos diez minutos. El gato quedó
precioso. Fátima lo miraba con la boca abierta.
- ¿Cuánto tardaste en pintar tu dibujo?
Creo que no más de tres minutos. Ahora lo harás
más despacio.
La niña le obedeció
y obtuvo un buen resultado.
"Todo requiere su tiempo Fátima", sentenció.
Fátima miró con atención a su profesor.
Le pareció distinto, mucho más guapo.
LA CURIOSIDAD.
Mau era un bello ejemplar de gato común: atigrado,
de color naranja y ojos color miel.
Desde que se instaló en casa de Fátima,
no había dejado de crecer y engordar.
Todas las tardes, cuando se ponía el sol, salía
de paseo y, habitualmente, no regresaba antes del alba.
Arañaba la pesada puerta de su hogar, hasta que
alguien le permitía entrar:
- Buenos Días, Mau ¿qué nos traes
hoy? - le decía mamá. Y es que algunas noches,
además de ir de excursión, Mau cazaba, unas
veces pequeños ratones y otras, algún que
otro pájaro.
A Fátima no le gustaba nada que Mau saliera durante
horas, pero no podía evitar que el felino saltase
el muro del jardín para explorar la ciudad.
Y una mañana Mau no regresó. Mamá
intentó consolar a la pequeña:
- Fátima seguro que esta tarde, cuando vuelvas
del colegio, Mau ya estará aquí.
Pero pasaban los días y Mau no regresaba. La niña
estaba muy triste.
Nunca volvió a verle.
Fátima soñó que, aquella noche de
luna llena, Mau trepó hasta un tejado buscando
algo de diversión. Escuchó un ruido y se
dirigió hacia él: un grupo de palomas despertaron
su curiosidad.
Al intentar perseguirlas, Mau se escurrió y cayó
del tejado.
La caída fue mortal.
MANCHITAS Y RATADA
Era un día especial:
papá llegaba de viaje. Había estado fuera
diez días. Y siempre que papá se iba de
viaje, le traía un regalo a Fátima.
La niña entró rápidamente en casa.
Papá estaba descansando en el sofá.
- ¡Papá! ¡Qué alegría!
¿Qué me has traído?
- Ven aquí pequeña. Esta vez no me ha dado
tiempo…
- Venga papá, le interrumpió, siempre dices
lo mismo. ¿Dónde está mi regalo?
- Después de un largo abrazo, el padre le entregó
un paquete envuelto, que contenía dos perritos
de peluche: uno era más grande, y combinaba los
colores negro, blanco y marrón. La niña
le pondría el nombre de “Manchitas”.
El otro, más pequeño y de color chocolate,
se llamaría “Ratada”.
A partir de ese día, Fátima, que presumía
de dormir sola porque era muy mayor, compartiría
su cama con sus dos nuevos amigos.
Y no sólo la cama, lo compartiría casi todo
con ellos.
Juntos habían recorrido parte del país,
acompañando siempre a la niña en sus viajes.
Juntos habían aprendido a montar en bici y disfrutado
de los primeros momentos en los que Fátima había
conseguido, por fin, mantener el equilibrio.
Juntos habían contemplado durante horas las olas
del mar.
Era entrañable escuchar cómo, cada noche,
les leía un cuento y cómo, con un beso,
les daba las buenas noches. Y cada día, antes de
irse al colegio, se despedía de ellos.
Fueron Manchitas y Ratada los que entregaron su primer
diente al Ratoncito Pérez.
Fueron también los custodios de la primera carta
que, de su puño y letra, escribió a los
Reyes Magos.
Y en cada recuerdo de su dulce infancia, ellos siempre
estaban ahí.
Manchitas y Ratada siguieron acompañando a muchos
otros niños durante muchos años, compartiendo
cientos de historias con ellos.
MI HERMANO OMAR
Llevaba siendo la reina de la casa durante siete años,
cuando nació su hermano, un bebé que no
hacía otra cosa que comer, dormir y llorar.
Los primeros meses fueron terribles: mamá estaba
muy cansada y apenas jugaba con la niña pues dedicaba
todo su tiempo a su hermano.
Fátima echaba de menos los paseos en bici por el
parque y aquellas tardes en las que mamá y ella
merendaban en el jardín mientras leían cuentos.
Papá viajaba mucho por motivos de trabajo así
que, cada día, la niña se sentía
más desgraciada. Hasta que un día apareció
la abuela.
Una tarde fue a recogerla al colegio y después
decidieron dar un paseo por el parque. Se sentaron en
un banco y la abuela la dijo:
- Bueno, cielo, cuéntame: ¿qué tal
llevas lo de ser la hermana mayor?
- Tener hermanos es un rollo, abuela. Creo que mamá
me quiere menos que antes.
- Eso no es cierto, Fátima. Tu hermano es muy pequeño
y requiere mucha atención. Pasaba lo mismo cuando
tú eras un bebé.
- ¿Era yo tan pesada como mi hermano?
- Si te refieres a lo de llorar, dormir y comer, pues
sí. Pero recuerdo la primera vez que me sonreíste
y me di cuenta de lo mucho que te quería.
- Y a Omar ¿le quieres más que a mí?
- Os quiero mucho a los dos. Pero tú tienes algo
de ventaja. A ti te llevo queriendo siete años.
Fátima abrazó a su abuela.
La abuela decidió quedarse unas semanas, y mamá
y la pequeña aprovecharon para hacer muchas cosas
juntas: fueron al cine, compraron cuentos nuevos y volvieron
a pasear en bicicleta.
Una noche, Fátima entró en la habitación
de su hermano, que estaba despierto en su cuna. Comenzó
a cantarle una canción para ver si se dormía
y, de repente, Omar le sonrió, y a ella le gustó
su sonrisa.
Fátima puso en marcha el carrusel con música
y le dijo:
- Venga, hermanito, a dormir que aún es muy temprano.
La abuela escuchaba detrás de la puerta. Ha llegado
el momento de volver a casa, pensó.
SOY UNA SIRENA
Un día de verano, Fátima y su familia acudieron
a la playa a pasar el día.
Después de comer, la niña se tumbó
en su toalla. Estaba contemplando las olas cuando, de
repente, una intensa luz la deslumbró. Al abrir
los ojos, descubrió que la playa estaba desierta
y, además, notaba sus piernas muy pesadas y húmedas.
Cuando intentó ponerse en pie observó que,
donde antes estaban sus piernas, le había crecido
una larga cola.
Como buenamente pudo, se arrastró hasta la orilla
y se metió en el mar. Comenzó a sentirse
bien, muy bien. Descubrió que podía nadar
con rapidez y respirar dentro del agua. Así que
se dirigió mar adentro, explorando el fondo marino.
Llevaba un rato nadando cuando se encontró con
otra sirena.
- Hola ¿cómo te llamas?
- Me llamo Fátima.
La niña se percató de que se comunicaban
telepáticamente.
- Qué nombre más raro. Nunca te había
visto por aquí.
- La verdad es que no soy una sirena.
- Ya, le contestó poco convencida. ¿Me acompañas
a dar una vuelta por ahí?
- Claro, me encantaría.
Al principio le costaba seguirla pero, poco a poco, fue
ganando velocidad. Llegaron a un arrecife de coral y la
sirena le mostró los restos de un naufragio:
- Este barco lleva aquí cerca de doscientos años.
¿Vienes dentro o te da miedo?
- Claro que voy.
Fátima seguía muy de cerca a su nueva amiga,
cuando ésta se detuvo en un pequeño camarote.
Esparcidas por el suelo, había algunas monedas
antiguas y un viejo espejo roto. La sirena observó
su rostro en él y se lo pasó a la niña,
que pudo ver el cambio tan grande que había experimentado:
su cabello, más largo y rizado y sus ojos, que
ahora eran verdes. Sin embargo, era ella.
De pronto, comenzó a sentir que la zarandeaban:
- Fátima, despierta, no debes dormirte a sol. Túmbate
bajo la sombrilla.
Así que todo había sido un sueño,
pero ¡tan real! Dirigió una última
mirada al mar y le pareció distinguir, a lo lejos,
la cola de su amiga.
SER O NO SER NECESARIO
Fátima y su madre
se levantaron temprano para ir de compras al centro. Al
llegar allí, entraron en una conocida cafetería
a desayunar. Como no hacía aún demasiado
calor, se dirigieron a una mesa en la terraza, donde habían
colocado tres sillas. Mamá depositó el bolso
en el asiento que quedaba libre. Un camarero se acercó
a ellas y tomó nota de su desayuno. Mientras esperaban,
mamá y Fátima comentaban lo que iban a comprar
después. Finalmente la niña convenció
a su madre para que le comprase unas zapatillas muy chulas
que había visto en una revista.
En unos segundos apareció un chico, agarró
el bolso de la madre y salió corriendo a toda prisa.
Pero no consiguió llegar muy lejos: el camarero
fue más rápido y consiguió detenerle.
Sujetándole fuertemente del brazo, le obligo a
llegar a la mesa:
- ¿Quiere que llame a la policía, señora?
– le preguntó a la madre entregándole
su bolso.
- No, espere un momento. Quiero hablar con él.
- ¿Por qué te has llevado mi bolso?
- Lo siento señora, pero tengo hambre, - y bajó
la cabeza avergonzado.
Fátima no dejaba de mirarle. No era mucho mayor
que ella, y estaba sucio y muy delgado.
- Mamá, deja que se siente aquí en nuestra
mesa- indicó la niña.
- Bien. Tráigale, por favor, lo mismo que hemos
pedido para nosotras – le indica la madre al camarero.
El muchacho terminó rápidamente su desayuno.
Les dio las gracias y se despidió. Caminó
rápidamente, pues temía que, finalmente,
el camarero le denunciase, y ya, a lo lejos, les dirige
una última mirada altiva y desconfiada.
La niña reflexionó sobre lo sucedido, y
fue consciente de la suerte que tenía de poder
comer cada día y darse caprichos.
- Fátima, vamos a por esas zapatillas que tanto
te han gustado.
- No mamá, verdaderamente, no las necesito.
NO PUEDO ESTUDIAR
No se puede estudiar cuando alguien está pensando
en otras cosas, imposible concentrarse. Y así llevaba
Fátima varios días. Sus padres habían
tenido una seria discusión y ella estaba muy preocupada.
Quería sacar una buena nota y darles una alegría:
a pesar de que mamá intentaba disimular, Fátima
la veía muy triste.
Llegó la hora de acostarse y apenas había
conseguido memorizar una de las cinco páginas.
A la mañana siguiente, la profesora entró
en clase y dictó las preguntas. Fátima comenzó
a responder aquéllas cuyas respuestas sabía.
Luego intentó leer lo que su compañera escribía,
pero estaba demasiado lejos.
Varios días después, ya estaban los exámenes
corregidos. La maestra pidió a cada alumno que
anotase en su agenda la nota obtenida, para que la firmaran
sus padres:
Fátima, un tres y medio. Mañana no olvides
traerlo firmado.
La niña apenas pudo disimular las lágrimas
que inundaron sus ojos. Su profesora se fijó en
ese detalle, y al terminar la clase le dijo:
- Espera un momento. Quiero hablar contigo. Es la primera
vez que te veo llorar y la única que te pongo tan
mala nota. ¿Qué ocurre?
Y Fátima le contó el motivo de su preocupación.
Ya en casa, le mostró a su madre la agenda.
- Te quedarás una semana sin tele. Y ahora, ve
a tu cuarto.
- Mamá ¿sigues enfadada con papá?
– la preguntó a bocajarro.
- Bueno, mmmmm, ya casi se nos ha pasado.
- No me importa que me castigues. Me hubiera gustado traer
una buena nota y lo intenté de verdad. Yo sólo
os quiero ver bien a los dos.
- Haremos una cosa: te ayudaré con el examen. Escribiré
a tu profesora para que te lo repita mañana. Y
si lo apruebas, iremos todos juntos al cine y tú
elegirás la película.
Fátima eligió la película.
EL NUEVO PORTERO
ES CLAVAÍTO A DRÁCULA
El telefonillo de la cocina
sonó sobre las cinco de la tarde: Julia y Lucía,
vecinas de Fátima, la llamaban para jugar un rato:
- Mamá, me bajo a la calle.
Al abrir la puerta se encontró de frente con el
nuevo portero, y su imagen le produjo escalofríos:
era un tipo alto, muy delgado, de pelo negro y tez muy
pálida.
- No vayas tan rápido, niña. Casi me golpeas
con la puerta.
Tenía una voz ronca, de ultratumba…. Y, como
si de un fogonazo se tratara, le vino a la mente aquella
noche en la que no podía dormir y, silenciosa,
se acercó al salón de su casa, donde sus
padres veían una película: Drácula
salía de su ataúd, buscando una víctima
con la que saciar su sed de sangre.
- Vamos, ¿vas a salir o qué? – increpó
el portero.
Y rápidamente, sin poder articular palabra, esquivó
al hombre y salió corriendo.
Cuando sus amigas la vieron llegar, le preguntaron alarmadas:
- Qué te ocurre, Fátima, parece que has
visto al mismísimo diablo.
- ¿Habéis visto al nuevo portero? Me ha
dado un susto de muerte. Si me lo vuelvo a encontrar sola,
creo que gritaré.
Unos días más tarde, la niña bajó
a los trasteros a buscar su bicicleta. Atravesó
los largos pasillos apenas iluminados, abrió la
puerta, cogió su bici y se dirigió a la
salida. En el momento en que su mano iba a alcanzar la
puerta, se apagaron las luces. Fátima observó,
con horror, cómo el bombín se había
atascado y no giraba. Y comenzó a pedir ayuda:
- ¡Hola! ¿Hay alguien ahí fuera?
Y en unos segundos, que se hicieron eternos, notó
como, desde el exterior, alguien manipulaba la cerradura.
Cuando la puerta cedió, y apareció tras
ella el siniestro portero, la niña comenzó
a gritar:
- Vamos, pequeña, tranquila… Ya pasó
todo.
El portero encendió la luz: llevaba, acurrucado
entre sus manos, un pequeño pájaro:
- Ha debido caerse de su nido. ¿Te gustaría
cogerlo? Y, con mucha delicadeza, acercó sus grandes
y ásperas manos a las de Fátima, y depositó
el pajarillo entre las suyas.
- Intentaré trepar por el árbol para volver
a dejarle allí. Por cierto, me llamo Ramón.
- Yo me llamo Fátima.
- Encantado Fátima: te ayudaré con la bicicleta.
Y la dirigió una amable sonrisa.
Drácula siguió de portero muchos años
más y durante todos ellos, siempre contó
con la amistad de Fátima.
SALVAR EL CULO
Las siete de la tarde de
un caluroso día de finales de Junio. Fátima,
aburrida, está asomada a la ventana de su cuarto.
Desde allí percibe el murmullo de las fuentes del
parque. De pronto observa cómo las personas congregadas,
vuelven al unísono sus rostros hacia la derecha:
al fondo de la calle, seguido muy de cerca por un policía,
corre un muchacho de unos catorce años.
Fátima baja corriendo las escaleras y se dirige
a la entrada del parque. El policía ya está
a punto de alcanzarle y ella descubre que conoce al perseguido:
¡Cómo olvidar esos ojos!
En el mismo instante en que él la ve entre el gentío,
su rostro pasa de ser el de una persona asustada, a transformarse
en altivo y arrogante.
Sin duda alguna, era aquel joven que, meses antes, había
intentado robar el bolso de su madre.
Sin pensarlo, Fátima corrió tras ellos.
El adolescente finalmente consiguió despistar al
policía y avanzar por el interior del parque.
El agente, poco después, pasa cerca de ella dispuesto
a abandonar la extenuante persecución.
Fátima camina durante un rato y descubre al chico
sentado bajo la sombra de un árbol.
- Volvemos a encontrarnos- le dijo. Veo que te gusta meterte
en líos.
- No deberías haberme seguido.
- Intentaba ayudarte a salvar el culo. Tendrás
que entregarme lo que hayas robado. En caso contrario,
me iré ahora mismo.
- ¿Puedo saber cómo se llama mi ángel
de la guarda? Puede que así te entregue la cartera.
- Me llamo Fátima. Dámela e intentaré
encontrar al policía y devolvérsela.
- Yo me llamo Martín. Te la entregaré pero
sólo si prometes que volveremos a vernos.
- Lo pensaré, Martín. Y ahora, si eres tan
amable, tengo un poco de prisa.
El muchacho le dio la cartera.
LA HABITACIÓN DEL CAOS
“Me marcharé
de casa en cuanto pueda. No lo soporto más”.
Con estas palabras comenzaba Fátima la redacción
de su diario. Las lágrimas llenaban sus ojos y
ella hacía un enorme esfuerzo para poder contenerlas.
Cada día le costaba más vivir…. Todo
le salía mal….
Cómo le dolía recordar lo feliz que era
en esa casa de pequeña. Pero ya no era una niña,
aunque su madre se negara a aceptarlo.
Su hermano Omar era “Don Perfecto” y ella
un puñetero desastre. Siempre la misma canción.
Eran raras las ocasiones en las que mamá entraba
en “la habitación del caos”, como ella
decía. Al menos eso era lo que pensaba Fátima
hasta el día en que descubrió que había
estado fisgoneando entre sus cosas.
- Estaba ordenando tu ropa y decidí meter los bajos
de tus pantalones, pues al llevarlos demasiado largos
los arrastras. Y mira tú por dónde, al colgarlos
en la percha ha salido el sobre de tus notas. ¿Se
puede saber qué tienes en la cabeza? ¿Pensabas
no entregármelas?, le gritó su madre.
- Quería dárselas a papá mañana
y así evitar discutir contigo. Pero claro, no puedo
tener ninguna intimidad en esta casa.
- No te entiendo, y mira que lo intento. Quieres que te
tratemos como a una adulta y te comportas como una niña
consentida y enfadada con el mundo. Te pasas la vida encerrada
en tu cuarto, metida en el chat o hablando por teléfono,
claro, cualquier cosa menos estudiar. No te moverás
de casa y ya veremos lo que decide tu padre. Aprovecha
ese tiempo para pensar y cambiar de actitud. Y cerró
la puerta.
Fátima se tumbó en su cama. Se imaginó
tumbada cómodamente en la orilla del mar. Lejos,
muy lejos.
Y se levantó para escribir las últimas palabras
en su diario:
“Mi habitación es mi refugio. Mi espacio…
Mientras viva en esta casa, no quiero salir de aquí”.
QUIEN TIENE UN AMIGO… ¿TIENE UN TESORO?
Cuando Julia se matriculó
en el colegio, dos años atrás, Fátima
y Sara mantenían ya una amistad muy sólida.
Ambas se burlaron de aquella pelirroja, con la cara sembrada
de pecas, sentada en un pupitre de la primera fila y con
cara de mosquita muerta. Llevaba sus blancas medias muy
estiradas y la falda perfectamente encajada en su cintura.
Y, por supuesto, una frondosa coleta.
- Os presento a Julia, vuestra nueva compañera
– les indicó su tutora.
No se parecía en nada a las dos inseparables amigas,
que presentaban un aspecto mucho más rebelde pelo
suelto, medias arrugadas y la falda ligeramente subida
por encima de sus rodillas.
Decidieron hacerse amigas de la nueva cuando, durante
el recreo, la vieron hablando con un chico nuevo, posiblemente
el más guapo del colegio:
- Hola Julia. Soy Fátima y ésta es Sara.
¿Conoces a ese chico?
- Claro, es mi hermano Rafa. Veo que también os
ha impresionado a vosotras.
Y así comenzó su amistad. Fueron descubriendo
a una Julia muy divertida, con la que era fácil
llevarse bien.
Un lunes, la joven les contó que había conocido
a un chico que le había gustado tanto, que no podía
quitársele de la cabeza.
- Me ha invitado a asistir a una carrera de motos, que
se celebrará el próximo sábado. Podrías
acompañarme, chicas, será muy divertido.
- Conmigo no contéis, dijo Sara. Tengo que estudiar,
no como otras…. Por cierto, Fátima: ¿Conseguiste
entrar en el despacho del profesor de mates y dar el cambiazo
a tu examen?
- Claro, fue de lo más sencillo. Siempre deja su
puerta abierta. Y dirigiéndose a Julia añadió:
- Yo sí que iré.
Llegó el día señalado. Había
tanta gente que a Fátima le costó un buen
rato descubrir a Julia, que charlaba animadamente con
un motorista. Se dirigió hacia allí y no
hizo falta que el chico se quitara el casco para saber
su identidad.
- Fátima, te presento a Martín.
Durante unos segundos, ambos no pudieron dejar de mirarse…
Pero dieron aviso del comienzo de la carrera y Martín
se dirigió a la línea de salida.
Finalizada la competición, Fátima se despidió
de su amiga. No había abandonado el recinto cuando
alguien la llamó:
- Fátima, espera. Me ha costado mucho volver a
encontrarte, para que ahora te vayas tan rápido.
- Mira, Martín. Julia te está esperando
y te recuerdo que habías quedado con ella.
Y él se bajó de su moto, se quitó
el casco y, despacio, avanzó hacia ella. Se colocó
muy cerca, puso sus manos detrás de su cabeza y
la besó apasionadamente.
Ninguno se percató de que Julia estaba observando
la escena, de su expresión de odio. Comenzó
a correr cada vez más rápido, hasta que
se quedó sin aliento. Se sentó en la hierba
y lloró. Su ahora enemiga lo pagaría muy
caro.
Fátima no volvió a encontrarse con Julia
hasta el lunes. Su amiga no le dirigió la palabra
y no se vieron durante el recreo. Una hora antes de finalizar
las clases, Fátima fue llamada al despacho de la
directora.
- El motivo por el que te he hecho llamar es porque tenemos
la certeza de que has dado el cambiazo a tu examen de
matemáticas. Llevas todo el curso sin hacer nada
y, de repente, sacas un 8,5. Tienes dos opciones: o repites
ahora mismo el examen o confiesas que lo has cambiado.
Fátima no abrió la boca.
- Bien, llamaré ahora mismo a tu madre para que
venga a buscarte. Serás expulsada una semana del
colegio.
Y la alumna levantó la cabeza y la miró.
Ya sabía quién la había delatado.
Ya daba todo igual.
- Tienes diez minutos. Sube a clase, recoge tus libros
y vuelves a mi despacho.
Fátima abrió enérgicamente la puerta
de su aula. Su mirada se encontró con la de su
delatora. Y no soltó ni una lágrima. Julia
no merecía la pena.
QUE ME QUITEN LO BAILAO
Al final todo había
resultado mucho más fácil de lo que imaginaba.
Llevaba varias semanas planeando cómo pasar su
primera noche fuera de casa, su primera noche junto a
Martín. Pediría permiso a mamá y
ésta, muy probablemente, se pondría en contacto
con la madre de Sara. El mismo sábado, Sara le
diría a su madre que finalmente Fátima no
acudiría a su casa por encontrarse enferma.
Todo estaba perfectamente
organizado. Bueno, casi todo.
Sábado, seis de la tarde: Fátima comienza
a arreglarse muy temprano y ha conseguido un buen resultado.
Antes de salir de casa, unas gotas de esencia de vainilla.
A Martín le encanta…
- Llegaré mañana hacia el mediodía.
Y con dos besos, se despide de su madre.
Atraviesa el parque en dirección a la vivienda
de los padres de Martín. Sabe que no llegarán
hasta la tarde del día siguiente. Y, para entonces,
ella se habrá marchado.
Va a ser su primera vez. Tiene claro que desea acostarse
con Martín. Pero… ¡es tan tímida!
Y aunque le jode ser así, no puede evitarlo.
Ha llegado al portal. Apaga su móvil. Sube las
escaleras y llama a la puerta:
- Hola, cielo. Pasa. Estás guapísima.
Él cierra la puerta. La mira a los ojos. Le pone
las manos en la cara y la besa. Al principio más
despacio, poco a poco, más apasionadamente.
Están muy pegados el uno al otro. Ella nota cómo
crece su excitación.
Martín comienza a desnudarla: primero la camiseta.
Torpemente, consigue quitarle el sujetador. Ella comienza
a desabrocharle la camisa: los botones de abajo son los
más difíciles.
Vuelven a abrazarse, ahora sus cuerpos están totalmente
desnudos. Sus corazones laten alocadamente, su respiración
se acelera. En ningún momento han dejado de besarse….
Martín extiende su mano y Fátima le entrega
la suya.
- Vamos. Estaremos mejor en mi dormitorio.
La ropa de ambos queda amontonada en una esquina.
Ya en la cama se desata la pasión. El uno muy pendiente
de hacer disfrutar al otro. Y ambos lo consiguen.
Fundidos en un abrazo se quedan dormidos. Al alba Fátima
despierta. Observa a Martín, la paz que hay en
su rostro. ¡Está tan relajado! No puede evitar
acariciarle. Pega su pecho a su espalda y pone sus manos
en su cintura. Él se da media vuelta y la besa.
Domingo. Once y media de la mañana. Después
de hacer el amor intensamente, Fátima y Martín
se despiden. Antes, se prometen amor eterno.
Sábado. Diez de la noche. Ponen una película
de risa y mamá decide llamar a Fátima para
avisarla. Su móvil está apagado. Marca el
número de la casa de Sara. Ésta levanta
el auricular y cuelga.
Mamá está nerviosa. Se viste rápidamente
con lo primero que encuentra y se marcha a casa de Sara.
Hay un largo interrogatorio, pero Sara no suelta prenda.
Su madre le amenaza con un sinfín de castigos.
Pero Sara no se rinde.
Domingo, doce menos cuarto.
- Hola, mamá. Ya estoy en casa.
Fátima se asoma al salón. Algo pasa. Su
padre y su madre con cara de pocos amigos.
- De dónde vienes, pregunta su padre.
- De casa de Sara.
Un tenso silencio. Fátima recuerda que lleva apagado
el móvil.
- Fuimos a casa de Sara y no conseguimos que nos dijera
dónde estabas. Has estado fuera toda la noche,
y nosotros sin pegar ojo. Así que, te vuelvo a
repetir la pregunta: ¿Dónde has estado?
Fátima puede contarles cualquier excusa. Pero no
quiere. Se da media vuelta. Abandona el salón.
Se mete en su habitación y pone música.
EN BOCA CERRADA NO ENTRAN MOSCAS
Estaba claro lo que había
visto. No le cabía la menor duda…. Lo realmente
difícil era decidir qué hacer. Tampoco era
fácil pedir consejo: su secreto no podía
ser compartido.
Su primera decisión fue pasar en casa el menor
tiempo posible. Aún así, cuando le veía,
su sola presencia le sacaba de quicio. Su adorable padre
se había convertido en un hipócrita, un
cobarde.
Unos días antes había sido el cumpleaños
de mamá. Su marido le había regalado un
precioso anillo que ella sólo se quitaba para dormir.
Lo peor de todo era ver cómo mamá, ignorante
de lo sucedido, se deshacía en atenciones y cómo
le disculpaba siempre que llegaba tarde.
La semana anterior, después de salir de la academia,
Fátima no tomó el camino habitual, sino
que se dirigió a una cervecería, donde había
quedado con su amiga Sara.
Al pasar por un local de ambiente atestado de gente, se
fijó en una mujer joven, de unos treinta años,
que reía animadamente. En un momento dado, acercó
la cara a la de su acompañante y le besó.
Fátima se quedó paralizada: no lo podía
creer, pues ese hombre era su padre.
Después de aquel día apenas hablaba con
él y no sabía si decirle a mamá el
motivo.
Llegó el fin de semana: habían quedado en
cenar fuera el viernes y celebrar el cumpleaños
en familia. Pasaba el tiempo y papá no llegaba.
Su móvil, para variar, estaba apagado. Y según
transcurrían los minutos, ella se enfadaba más
y más.
Papá llegó una hora tarde.
- Perdona, cielo – le dijo a mamá. Me han
entretenido en el trabajo.
- Pues les tenías que haber dicho que hoy no te
podías quedar. Pero, claro, puede que tuvieras
mejores cosas que hacer – le dijo la joven.
- No sé qué quieres decir….
- Pues está bastante clarito, papá.
- Fátima, qué te ocurre. ¿Por qué
hablas así a tu padre?
Y en ese momento, ella volvió a recordar la escena
de su éste con aquella mujer. Miró a su
hermano, que la observaba con la boca abierta. A su angustiada
madre, que no entendía nada.
Sabía que el futuro de su familia podía
depender de esa decisión.
- Venga, vámonos al restaurante o nos quedaremos
sin mesa.
Se dio media vuelta y escuchó decir a su madre:
- Desde luego, tu hija está cada día más
rara.
MENOS GRITOS, MILAGRITOS
La jefa de estudios interrumpió
a la profesora de historia en plena clase:
- Quiero presentaros a un nuevo compañero: se llama
Moisés. Proviene de un colegio de educación
especial y allí han recomendado su integración
en este centro.
Todos los alumnos observaban a ese chaval pelirrojo, de
mirada poco despierta y sonrisa infantil.
- Me gustaría que fuese aceptado como un compañero
más.
A lo largo del curso, Moisés mostraba un gran afán
de superación, pero tenía pocos amigos.
Aprovechaba la media hora del recreo para estudiar. Su
profesora de apoyo solía pasar por el aula y el
alumno, durante esas visitas, aclaraba con ella sus dudas.
Moisés se encontraba muy a gusto con todos sus
maestros, excepto con DON Mauricio, el de Educación
Física. El chico era negado para la gimnasia y
la mayoría de ejercicios que el docente proponía
le aterraban. Y a DON Mauricio le encantaba dar miedo
a sus alumnos. Ninguno se había atrevido, en sus
diez años de docencia, a llevarle la contraria.
Hasta el día en el que la alumna de 1º de
Bachillerato, Fátima Granda, cruzó su mirada
con la de Moisés Sánchez quien se había
negado a saltar el potro.
- Aquí todos los alumnos tienen que superar las
pruebas que yo les pido. Así que mueve el culo
e inténtalo al menos. Si te niegas a hacerlo no
aprobarás mi asignatura.
Moisés había bajado la cabeza. Estaba tan
asustado y avergonzado que tenía las orejas rojas
como un tomate y su cuerpo temblaba como un flan.
- Vamos, a qué esperas. No tengo todo el día.
Y sin pensarlo, Fátima se encaró con su
profesor:
- DON Mauricio, se está pasando usted dos pueblos.
No le obligue a hacer algo que le da pánico. ¿Es
que no ve lo asustado que está?
El resto de los compañeros miraban a la valiente
alumna con la boca abierta. No podían creer que
alguien fuese capaz de enfrentarse a DON Mauricio.
- Cómo te atreves, niñata, a decirme a mí
cómo tengo que dar mi clase. Vuelvo a repetir,
o salta o suspende.
Fátima miró despectivamente a su maestro
y le dijo a Moisés:
- Vamos, nos cambiaremos de ropa e iremos a hablar con
el director.
- Como salgas por esa puerta estás suspendida –
gritó DON Mauricio.
Y Sara se levantó y se unió a su amiga.
Y después Inés. Y Pedro. Y Alejandro….
Y uno a uno se fueron levantando todos, dejando al maestro
completamente solo en el enorme gimnasio, bueno, solo
no, con el potro.
UNA LÁPIDA
Y UNA DOCENA DE ROSAS AMARILLAS
En la casa reina el silencio.
Sólo se percibe, muy de cuando en cuando, el singular
caminar de su lisiado propietario.
Han pasado más de tres años y lo recuerda
todo como si hubiese ocurrido ayer.
Está extremadamente delgado, luce perpetuas ojeras
y, su aspecto físico, muy descuidado, es lamentable.
Pero a él no le importa lo más mínimo.
Bebe un trago de ron y se lía un porro. Su habitación
está sucia y hace mucho tiempo que no ventila.
Da un largo trago y vuelven los dolorosos recuerdos, las
nítidas imágenes.
Ese día habían hecho el amor. Fátima
estaba en la ducha cuando, en la pantalla principal de
su móvil, que había dejado sobre la mesilla,
apareció el fatídico mensaje:
“Fátima, quiero volver a verte. Hace más
de un mes que no sé nada de ti. Te deseo. Llámame”.
Simón.
Martín no podía creer lo que estaba viendo.
Lo leyó varias veces y, cuando finalmente escuchó
que Fátima había cerrado el grifo, abrió
con violencia la puerta del baño y la entregó
su móvil.
- ¿Me tienes que contar algo?
Ella no respondió.
- Vete, por favor. No quiero volver a verte.
Fátima se terminó de vestir rápidamente.
No sabía qué decirle. Había cometido
una estupidez con Simón. Pero fue una sola vez.
Ya en la calle, él subió a su moto:
- Espera, Martín, quiero hablar contigo.
- No tenemos nada que hablar, cortó él tajantemente.
Arrancó su moto y ella se subió detrás.
Él conducía muy rápido, estaba furioso.
Entraron en los túneles de la M-30 a gran velocidad.
Fátima estaba muy asustada, pues los dos iban sin
casco. Martín tomó la salida hacia la A-5.
Había una curva muy cerrada y la rueda derrapó.
No pudo controlar la moto que, finalmente, cayó
contra el asfalto.
A lo lejos, se escuchaban sirenas. Martín comenzó
a recuperar el conocimiento: el dolor en su pierna era
insoportable. A su lado, una mujer intentaba tranquilizarle:
- Pronto llegarán, chico. Tranquilo.
Gira su cabeza en busca de su amada. Unos metros a la
derecha ve a Fátima. Martín se arrastra
para llegar hasta ella. Hay un charco de sangre bajo su
cabeza, y una de sus piernas tiene una postura imposible.
Ella abre los ojos:
- Martín, ¿estás bien?
- Quieta, cariño, ya llega la ambulancia.
Y ella vuelve a desmayarse. Ve pasar imágenes de
su vida a gran velocidad.
Algo tibio moja su cara: son las lágrimas de Martín,
que llora desconsoladamente. Y ella sólo es capaz
de articular dos palabras:
- Te quiero.
Y cerró sus ojos para siempre.
Martín se levanta de la cama. Recoge la docena
de rosas del salón, se guarda las llaves y se dirige,
una vez más, al cementerio.