GABRIEL MINGORANCE
El largo camino
a casa
Gabriel ha sido una incorporación
tardía, pero su trabajo, inspirado en un solo tema
del taller me resulta muy interesante; excelente la calidad
de su prosa y el valor para contar historias que tocan
el corazón; aunque aún -soy exigente y optimista-
espero más de él. Javier Puebla
Una parte de él
Mientras su corazón
se encogía en un llanto sordo salió por
la puerta. Acababa de ver morir a su padre. El vacío
que produjo el dolor provocó que su mirada se apagara
lentamente. Sus ojos eran dos espejos, quebrados, pozos
sin vida ante el horror de ver la muerte cara a cara,
de observar su silueta irrumpir ante su mirada. El silencio
se apoderó de la pequeña salita contigua
al control de enfermería. Dos hombres robustos,
ataviados con ropas blancas se levantaron prestos a socorrer
al enfermo padre. Pero era tarde. Varias imágenes
se entremezclaban en sus pensamientos. El frío
hálito del óbito, la sonrisa de su padre
los sábados por la mañana, la canción
que ya no recordaba. No quería quedarse con ese
horror, el rostro de su padre dominado por el dolor, por
el miedo y la agonía, la muerte arrancándolo
de la vida. Sólo el amor que le había dado
pudo evitar que enloqueciera en ese instante.
Se levantó a duras
penas. Los segundos parecían eternos en esa tumba
de plástico y falsos techos, de frías galerías
y almas solitarias. Después de un mes de horrores
al fin llegaba la triste calma. Pero el no quería
que acabara así. Buscó en sus bolsillos
el reloj de su padre. También se había parado.
Un hombre con bigote se aproximó hasta el joven,
pasando de largo acto seguido. El muchacho se levantó
hasta la salida de oncología. Delante se extendía
el inmenso pasillo de la primera planta. Tan frío
y desolado como recordaba. Varias personas corrían
desesperadas, eran su madre, sus hermanos. Se aproximó
llorando, intentando abrazarse a ellos, pero todos le
ignoraban. Después fue su tía y sus primos.
Intentó hablarles pero fue en vano. Parecía
como si no existiera. Regresó preso del pánico
a la habitación donde había fallecido su
padre. Las puertas parecían más grandes,
y el suelo cada vez encogía más y más,
como su propia alma. Entró por el vano, viendo
la cama del hospital donde yacía. Alrededor varias
personas más, y finalmente una que era él
mismo. Se encontraba observando el cadáver frío
de su progenitor mientras su mirada perdida escrutaba
lejos de allí. ¿Cómo era posible?,
estaba viéndose a sí mismo. Salió
a toda prisa, corriendo por el pasillo, mientras las luces
tintineaban cada vez más.
Como una carrera sin fin
cayó exhausto al suelo. Ni siquiera había
avanzado unos metros y ya no podía dar un paso
más. Se levantó gritando. Nadie escuchaba.
Los fluorescentes azules del techo comenzaron a explotar,
mientras el forjado parecía derrumbarse. Una brizna
de polvo y cristales cayeron sobre su rostro. Se acercó
hasta uno de los paneles informativos de la pared. Allí
intentó ver su herida. Delante reflejado en el
cristal vería su cara, pero no la cara del muchacho
que era, de unos ventipocos, sino el rostro de un niño,
del niño que una vez fue, y que ya jamás
sería. Al fondo del pasillo, un destello de luz
iba envolviendo todo más y más, engullendo
la estancia en su candorosa luminosidad.
Finalmente comprendió
que ya no se encontraba en la sala de oncología
del hospital. Estaba más lejos, y a la vez tan
cerca. Alguien esperaba al fondo, una silueta que le observaba,
sonriente, con el brazo extendido y la mano abierta, esperando.
Era su padre. El niño corrió llorando hasta
él, fundiéndose en un abrazo. Se hacía
tarde, la sala del hospital había desaparecido.
Padre e hijo anduvieron hacia el resplandor. El niño
que una vez fue hombre, ya no lloraba, ya no sentía
miedo, pues volvía a estar con su padre. Entonces
sintió que jamás el temor lo dominaría,
que los horrores eran sombras de un mundo en el que la
luz brilla con tanta intensidad, que a veces, no somos
capaces de encontrarla. Ahora se despiden, los dos juntos,
como cada mañana de sábado, para jugar,
para jugar en el parque, cantando esa canción.
Al fin podía recordarla, pues el dolor, ya no formaba
parte de su melodía o de su corazón.
Solo contra todos
La tarde era gris, varios
jirones de nubes tapaban al tímido sol que se ocultaba
por el oeste. Nuel regresaba a casa del colegio como todos
los días. Su madre estaba cocinando mientras escuchaba
la radio.
– Hola mamá.
– cruzó a hurtadillas la entrada después
de abrir la puerta. – Hola hijo, ¿qué
tal el colegio?-Nuel se deslizaba hasta el pasillo pasando
de largo, esquivando la conversación con su madre.
– Bien, como todos los días...- ¡Espera
hijo!- la madre siguió a Nuel hasta su habitación,
presentía que algo pasaba. - ¿Qué
te pasa?- el niño estaba sentado en el suelo aporreando
la pared con una vieja pelota de tenis. No lloraba, sus
lágrimas eran secas, y el dolor de su corazón
muy profundo. Su madre seguía insistiendo, no contestaba.
- ¿Te han pegado hijo? ¿Te han hecho algo?
– Nuel giró la cabeza observando la expresión
de su madre, de preocupación de dolor ante lo que
le pudiera suceder. – No mamá… no me
han pegado…no…-
No le habían pegado
exactamente pero el profundo pesar que encogía
el corazón de Nuel era el mismo de todos los días.
Odiaba a sus compañeros, a todos, sentía
un profundo desprecio por todos y cada uno de ellos. Si
hubiera podido arrancarles la vida, lo habría hecho,
por sus burlas, por sus risas a sus espaldas, las malditas
gracietas de niños. No le pegaban, no, pero quizás
era peor. Se cebaban con su corte de pelo, con su peinado,
con sus orejas, con cualquier cosa que les pareciera criticable.
Nuel no lo entendía pero todo provenía de
la incomprensión mutua, de un niño que no
quería ser niño y que los demás percibían
como algo extraño, y todo lo que es extraño
o desconocido, se teme, y se odia. Aunque había
intentado acercarse a ellos, siempre sucedía algo
que le alejaba más y más del mundo, al menos
del mundo en el que se supone que debía vivir,
el mundo infantil. A veces respondía al profesor
alguna pregunta que lanzaba a la clase y acto seguido
algún compañero comentaba que Nuel no se
había lavado las orejas. Por eso Nuel dejó
de hablar en clase, solo observaba, escuchaba atentamente
esperando que nadie le molestara, como un zombi, como
un mueble que a nadie importunara. Dejó de sentarse
en primera fila, intentó desaparecer para los ojos
del mundo escolar. Pero fue imposible, sus compañeros
siempre encontraban otro modo de hacerle daño.
Quizás por casualidad, o porque estaba pasando
por lo mismo que Nuel, un niño de la clase decidió
no meterse nunca más con el, y ayudarle. Su acto
de bondad lo pagaron caro pues las burlas se dirigieron
de nuevo a los dos amigos. Esta vez debían ser
homosexuales, o cualquier otra cosa que pudiera ofenderles.
Su crimen, ser amigos, compartir los recreos juntos, hablar
de lo mal que lo estaban pasando, de lo coñazo
que a veces eran sus madres, y sobre todo, jugar.
Nuel pensaba en todo aquello
mientras su madre se desesperaba ante el rostro de su
hijo, que no lloraba. Mantenía una expresión
de indiferencia y de odio, pero no ella, algo difícil
de comprender, o siquiera adivinar que iba minando el
corazón de su madre que tantas otras veces había
intentado ayudarle. Sin embargo Nuel estaba convencido
que nadie podía hacerlo, estaba solo. – Nuel,
si no te han pegado ¿que es eso que tienes en la
cabeza?- su madre había descubierto una herida
en su frente, donde el flequillo se junta con las cejas.
Esa tarde en el recreo mientras jugaba con su amigo, varios
compañeros de clase volvieron a meterse con ellos.
En este caso sus burlas se dirigían a su amigo
que tenía un parche en el ojo por un problema en
la vista. Nuel entonces estalló. Toda la rabia
contenida, toda la maldad y el odio salieron de su corazón
para estrangular a aquel niño. Y casi lo habría
conseguido de no ser porque los otros lograron apartarle.
Entonces se hizo el silencio. Todos le miraron aterrorizados,
sabedores que podrían ser ellos los siguientes.
No era un niño, ya no, la bestia encolerizada que
habitaba dentro de su corazón salió a fuerza
de golpes y burlas. Nuel percatándose de lo que
había hecho se giró asustado.
De pronto un empujón
lo lanzó al suelo golpeándose la cabeza
cayendo inconsciente. Instantes después despertó
en la portería del colegio. Su padre salía
de hablar con la directora. Esta vez había tenido
suerte la herida se cerró con los cuidados de la
enfermera del centro y no tuvieron que trasladarle al
hospital. Una neblina blanca permeaba a través
de su mirada, eso y los pocos recuerdos del tránsito
desde el suelo hasta esta estancia. Unas chicas mayores
lo cogieron en brazos, mientras le conminaban a no abrir
los ojos, por el barro le decían. Fue lo más
parecido a estar muerto, pensaba Nuel, una sensación
de quemazón en la cabeza y un olor, un sabor, a
azufre, a vacío inmenso como las latas selladas
de una cadena de montaje abandonada.
Su padre se acercó
hasta el niño. Tras observarle se sentó
a su lado. – Hijo, se que estás asustado.
No voy a decirte lo que has hecho bien o mal. Solo se
que defendiste a tu amigo y eso te honra. Lo que si debes
decirme es que te pasa en el colegio y con tu madre. La
tienes muy preocupada.- Nuel miró a su padre. Siempre
había sentido admiración por él aunque
detestaba que se le acercara como un padre. Es difícil
de explicar, pero Nuel quería a sus padres de la
misma forma que el resto de hijos, pero no se sentía
querido y eso le impedía mostrarles cuanto les
necesitaba. – Bueno…- continuó diciendo
su padre. – Es mejor que nos vayamos a casa, mamá
debe estar ya haciendo la cena.
La madre de Nuel se levantó
de su lado, el chico seguía absorto en sus pensamientos,
recordando lo sucedido durante el día. Eso le ocurría
a veces, se imaginaba cómo le contaba a su madre
cosas que le habían pasado, y sin embargo, nunca
lo hacía. – Mamá.- dijo el niño.-
¿Sí hijo?- Nuel se levantó del suelo
y la abrazó con todas sus fuerzas sollozando. -
Te quiero mamá, lo siento, ¡no te vayas!-
¿Qué te pasa hijo? ¿Qué te
pasa? ¿Dios mio, que le pasa? Yo también
hijo, yo también, nunca me iré de tu lado-
Ambos lloraban mientras el padre de Nuel sonreía
desde el fondo del pasillo.
La maldición de tener un don
Una sensación de
asfixia me despierta en mitad de la noche. La garganta
parece cerrarse por momentos, algo me presiona la laringe.
Me levanto de la cama empapado en sudor frío, temblando
todo el cuerpo, como una espiga bajo un viento atroz en
mitad de la campiña quemada por el sol. Agarro
mi cuello intentando encontrar unas manos que lo aprisionen.
Me falta el aire, me ahogo. Salgo hacia el baño
arrancando las sábanas de la cama. El corazón
palpita descontrolado con ritmo sinusal, la respiración
es entrecortada, el aire no entra en los pulmones, siento
como se escapa la vida. Me caigo cerca del inodoro agachando
la cabeza dentro del mismo, intentando captar alguna bocanada
de aire, dentro de la garganta, como un pez que agoniza
fuera del agua. Un miedo atroz recorre mi cabeza, es un
rayo de energía que atraviesa el tronco de un árbol
en medio de una tormenta. Entra algo de aire, a duras
penas respiro mientras toso violentamente como si un enjambre
de abejas saliera de los bronquios, anidado durante de
la noche, una marea negra, ocre y espesa. Levanto los
ojos. El sudor se precipita hacia abajo, ha traspasado
la última barrera de mi cara nublándome
la vista. Me recuerda a aquel impacto contra el suelo,
ese sabor a azufre, ese olor a vacío, ese silencio
impasible, implacable ante mis gritos sordos. El ataque
se pasa poco a poco, solo siento frío, mis extremidades
cuelgan presas de los nervios, fláccidas, sin fuerzas,
parecidas a las de las marionetas. Cada vez eran más
frecuentes, la sensación de un espanto informe
que reaparece todas las noches, ganando la batalla, extremando
su crudeza.
- Por qué me sucede
esto...- repito sin cesar en mi cabeza, susurrando en
la soledad del servicio. Lloro desconsolado, en parte
de alegría por no estar muerto, y en parte por
saber que estoy perdiendo, que poco a poco el horror atenaza
mi vida. De qué sirven los esfuerzos diarios por
continuar si al acabar la jornada, durante la noche, ese
depredador me da caza entre mis sueños, cuando
más indefensos somos. Mi psiquiatra me dijo que
recordara, que intentara recordar, aquello que estaba
soñando, lo que podía estar provocándome
este terrible ataque.
- Una vez identificada la
amenaza, es fácil enfrentarse a ella.- eso decía
él, pero no es tan sencillo, a veces lo consigo,
y otras no.
– Cual es, cual es,
cual es…- repito en mi cabeza, una y otra vez, y
otra vez, y otra vez.
Es difícil recordar
algunas cosas y en cambio otras permanecen a lo largo
de los años en tu memoria, cristalinas, nítidas,
perturbadoras. Nuel regresaba del colegio, como cada mañana,
para comer en casa. Después debía volver
a clase, eran sólo dos horas, dos eternas horas,
pensaba. Retornaba feliz, silbando por la acera que justo
conduce hasta el portal de la finca, un enorme edificio
de apartamentos. Sin embargo esta vez era diferente, su
madre esperaba con la mirada perdida en la entrada.
– Mamá, ¿qué
haces aquí?- ella no contestaba, sólo contemplaba
la calle, abstraída en sus pensamientos. –
¿Mamá por qué no estas haciendo la
comida?- agarraba con su mano derecha la bolsa del pan,
seguía sin contestar. – Mamá.- cogió
el brazo fuertemente de su progenitora.- tenemos que irnos
a casa y hacer la comida, ¡vamos! – su madre
se giró sonriendo, su mirada continuaba siendo
extraña, vacía, sin sentido. – Hijo
no tengas prisa, la comida se está haciendo. Me
encontraba bien y bajé abajo a verte venir.-
Algo no funcionaba, Nuel,
preocupado, tiró del brazo de su madre arrastrándola
hasta el ascensor. Unos instantes después entraban
por la puerta de la casa. Todo parecía en orden,
nada distinto, sólo un fuerte olor envolvía
la estancia. El niño dejó su mochila en
el salón y antes entró al baño. –
Hijo mira la comida creo ya ha terminado de hacerse. –
Vale mamá.
Salió dirigiéndose
a la cocina su madre miraba el reloj del salón
absorta todavía en sus pensamientos. Al llegar
a los fogones se percató que estaban apagados,
no había nada cociendo, solo ollas vacías
llenas de agua del grifo. – Mamá no has puesto
la comida.- nadie respondió. – Mamá,
¿donde estás? ¿Qué pasa?-
Nuel regresó al salón pero no había
nadie. Algo no marchaba bien, algo le sucedía a
su madre. Se acercó hasta su habitación
y la vio tumbada sobre la cama, con los ojos cerrados,
parecía que no respiraba. – Mamá…
¡mamá!, despierta por favor, ¡despierta!-
el niño zarandeaba a su madre con todas sus fuerzas,
pero no reaccionaba. Parecía que se estaba muriendo,
su cuerpo inerte frío, inmóvil. Lloraba
desconsolado, no sabía qué hacer. Seguía
golpeándola con todas sus fuerzas, la insultaba
por dejarle allí solo, no entendía nada,
hace un momento estaba bien, se iba a quedar solo en el
mundo. Finalmente desistió y rompió a llorar
de rabia. Una mano le acarició la nuca, era su
madre. – Hijo ¿por qué lloras?-
Alzó la vista y vio
a su madre levantarse como si nada. – Como qué
por qué, estabas muerta, ¡qué estás
haciendo!- ella sonreía, una extraña sonrisa.
– No estaba muerta hijo, solo cerré los ojos
porque ellos me lo dijeron.- ¿Ellos? ¿Quien?
– Las voces… las voces que me dijeron cómo
hacer la comida. – Mamá la comida no está
hecha, solo hay dos ollas llenas de agua.- Nuel gemía
desconsolado, no entendía lo que le pasaba a su
madre. – Me dijeron que me tumbara y cerrara los
ojos, que me iría a un lugar mejor.- el niño
lloró como nunca lo había hecho, casi pierde
a su madre, o tal vez ya la había perdido, porque
ya no era capaz de quererla, la odiaba y temía.
Temía que se hiciera daño mientras estaban
solos, o que se lo hiciera a el. Entonces su padre entró
en la habitación con el médico, habían
llegado sin que les oyeran. Se llevaron a Nuel mientras
veía alejarse a su madre, hundirse en un pozo relativo,
justo el mismo pozo, en el que en este instante estaba
él, un profundo abismo que se hunde a través
del espacio y el tiempo, sin salida, sin esperanza, sin
vida.
Desaparece el miedo de repente.
Recordar aquello me tranquiliza, me aleja del vacío
sin red. Vuelvo a dormir, tal vez mañana será
mejor.
Aún despierto
Amanece, como tantos otros
días. Amanece. Me despierto con una terrible congoja,
con prisas, porque no hay tiempo, se me acaba el tiempo.
No se si despertarla. Una vez se levante comenzará
el terrible infierno de cada jornada, una carrera a ninguna
parte. Cuando piensas que puedes soportarlo todo hay cosas
que no, que no son de este mundo, que son estacas clavadas
en lo más profundo del alma, palos en las ruedas
de la vida. Debo levantarla y no se si quiero, no se si
quiero volver a escuchar que es la hora de las pastillas,
aunque falten dos horas, que es la hora de tomar un café,
aunque se haya bebido siete, de verla fumar sin control
ahogándose, ahogándose en sus propios vómitos.
Intento que no se abandone, lo intento con todas mis fuerzas,
pero, poco a poco, voy cayendo con ella, poco a poco,
nos hundimos en la muerte en vida. Compartes su dolor,
su inhumanidad, su implacable celeridad, su desesperación
que no entiende de seres queridos, todos son lo mismo,
objetos que usarse para tomar las pastillas, para bajar
a la calle corriendo, sin ver la belleza del árbol
de enfrente, de los pájaros o del arrullo del viento.
Nada importa, solo el tic tac, el zumbido de lo inevitable,
de hacer esas mismas cosas una, y otra vez, y otra vez,
de una rutina que te socava la razón, la cordura
que hace olvidar que esa es tu madre, aunque ya nada quede
de quien una vez fue.
Me siento junto a la ventana
escuchando las gotas de agua chocar contra el alfeizar.
Estoy despierto pero quiero soñar, volar lejos
de este espantoso lugar que una vez fue mi hogar. Regresar
a casa, abrazar a mis padres, oír la risa de nuevo.
Pero me despierto y solo quiero estar muerto, o dormido,
sin sentimientos. - ¿Cuándo fue la última
vez que soñaste? No lo recuerdo.- intento que el
tiempo pase más deprisa pero no lo consigo. Hay
veces que pasa tan lento…ves la vida pasar por delante
de tus ojos, reflejada en aquel cristal. Oigo a mi madre
levantarse…no puedo más. Empiezo a no sentir
la mano derecha, primero un dedo, luego el resto. Va saltando
como las chispas que produce una hoguera. Una sensación
de atrofia me envuelve hasta la muñeca, no puedo
moverla, es un hormigueo constante que se extiende poco
a poco por el cuerpo, imparable, inalterable. Después
el brazo, luego la cara, los labios, las mejillas, los
párpados. Apoyo la cabeza contra el cristal, intentando
gritar, pero no puedo. Regresa el miedo de nuevo…trato
de recordar…trato de pensar. Veo una imagen, un
instante en la memoria. Esta vez no es mío, es
un eco lejano de algo que una vez me contaron….
…El viento mecía
la imponente hilera de fresnos que conducían hasta
la casa. Era una vivienda sencilla situada en un barrio
cargado de profundos secretos, ahogados en paredes blancas,
grisáceas por el paso del tiempo y de lamentos
escondidos. En las ventanas las mujeres sacaban la ropa
en pequeños tendederos que dibujaban graciosas
figuras, como esa tarde. Mi padre regresaba feliz, de
uniforme, hacia mucho tiempo que no se sentía tan
bien, había estado con su chica, era la tercera
vez que se veían. Hablar con ella era tocar la
misma maravillosa melodía al piano, una música
que merecía tocarse todos los días. Subió
por las escaleras de frío mármol gris hasta
llegar al descansillo de su casa. Llamó dos veces
a la puerta, dentro nadie contestaba, como de costumbre.
Se conminó a sí mismo a que nada estropearía
este magnifico día que ya expiraba. Entró
utilizando las llaves, un juego de metal, viejo, oxidado.
No dijo nada, era mejor pasar desapercibido, su madre
y su padre parecían estar en la cocina discutiendo.
Andó sigilosamente por el pasillo, observando dentro
de la alacena por si podía llevarse alguna lata,
había quedado con su novia por la noche, para ir
de picnic. Mientras introducía varias cosas en
la bolsa observó entre las rendijas de la puerta
la cocina. Había dos ollas de metal repletas de
agua sobre el fuego. Su padre estaba gritando por la ventana,
no veía a su madre. Terminó aprisa alejándose
hasta su habitación. Se le cayó una de las
latas sobre el suelo provocando un estruendo que alertó
a su padre.
– ¿A donde
vas?- le preguntó.- se giró. – He
quedado. - ¡Has quedado con los maricones de tus
amigos otra vez verdad! – No… dejémoslo…
llego tarde. – No vas a ningún lado cabrón…
eres un maldito vago. – Déjame papa, por
favor, no voy a discutir, te lo dije la semana pasada.
– ¿Qué es eso que llevas en la bolsa?-
hurgó dentro viendo las latas. - ¡No te vas
a llevar esas latas!, no eres mi hijo, son mías,
maldito bastardo.- se abalanzó sobre el, cayendo
la bolsa al suelo, esparramando el liquido de un tarro
sobre el piso, como un charco de sangre, propinándole
después un puñetazo en la cara. Mi padre
se levantó, ya no era un niño, su uniforme
delataba que era un hombre. Su rabia era tan inmensa como
un caballo desbocado, como un alud de nieve, una estampida
a punto de ser liberada. No iba a aguantar sus golpes
nunca más, era la última vez, era la última
vez. Desenfundó la pistola reglamentaria apuntando
a la cabeza de su padre, el cañón presionando
la sien, el dedo fijo en el gatillo, su mirada reclamando
venganza ante las vejaciones y horrores a los que había
sido sometido, tantos, y tantos años. Su nariz
sangraba profusamente a causa del puñetazo. Se
había partido, como su corazón, desde el
mismo momento en el que sufrió palizas por primera
vez. No disparó.
- Me voy, no volverás
jamás a verme.- fue lo único que dijo. Un
portazo es todo lo que se oyó después. Al
cabo de una hora había regresado al cuartel. Deshizo
el escaso equipaje que tenía, y se sentó
sobre su catre. No lloraba, ni una sola lágrima
caía sobre su maltrecho rostro. En cambio sentía
un hormigueo en la mano que se movía desde el dedo
que tenía en el gatillo de la pistola hasta la
muñeca. Su cara se reflejaba sobre el cristal de
la ventana, al fin era libre, al fin podía permanecer
despierto, sin miedo.
Un mundo dentro
de otro mundo
Voy a suicidarme, cuatro
pasos desde la acera hasta el centro de la carretera,
cuatro pasos nada más. Tan pequeña es la
distancia entre la vida y la muerte, un tras pié
y todo habrá terminado. Jadeo nervioso, después
de mucho tiempo al final voy a controlar algo de mi vida,
poner fin a ella. Siempre pensamos que las cosas suceden
bajo nuestro hálito, nuestra mano. Pero es una
gran mentira. Todo sucede, simplemente, sucede, y no hay
nada, ni un plan, ni un dibujo o un mapa por el que guiarnos.
Pienso en mi padre, en la serenidad de su rostro dormido,
arrastrado por la muerte. Tengo miedo, ya no puedo soportarlo.
Estoy en el medio, dos luces se acercan a gran velocidad,
son mi pasaporte al olvido, al gran vacío. Se acercan,
mi corazón se acelera, se acercan. No quiero moverme,
no puedo moverme, mis pies clavados.
Estoy muerto, eso creo.
He cruzado pero aún sigo pensando, deben ser esos
segundos eternos en los que ves pasar tu vida en letargo.
No quiero seguir recordando, no quiero ver los buenos
momentos porque voy a arrepentirme de haberme matado.
No quiero ver los malos momentos porque por ellos me he
suicidado. Basta, ¡Basta!, ¡!Basta!! ¡Basta!
¡Basta! Silencio. Algo sucede. Ya empieza. Mi mente
finita no encuentra razones que expliquen la inmensidad
que contempla. No puede contarse ni siquiera recordarse...
son sensaciones, percibir todo cuanto te rodea mientras
te envuelve la marea, en la inmensidad, junto a una luz,
a unos árboles. El viento, la risa, el llanto,
el primer beso, desde el fondo de un lago, junto a los
juncos, flotando. En la superficie todo es calma, todo
es tranquilidad. Soy un viajante solitario que percibe
lo inmenso, lo extraña que resulta la bondad, un
espejismo que alberga tu mente, donde ves como si de un
sueño se tratara otro mundo, un mundo dentro del
mundo. Te preguntas si es posible o forma parte de tu
imaginación como una pesada piedra que descansa
en tu corazón. Mi padre está ahí,
sonriendo, sentado en su sillón, fumando mientras
me observa. La luz entra por la ventana, mis hermanos
están jugando, sentados junto a la tele. Es el
salón de mi casa, acogedor, antiguo, extraño.
Mi madre entra por la puerta, está llorando, pero
no como ahora, llora de felicidad, de una inmensa emoción
que embarga su corazón. Mueve sus labios, su mirada
resplandece. Todos se levantan de júbilo, sus ojos
brillan reflejando la luz que entra por el balcón.
Se abrazan. Mis hermanos se acercan a su barriga poniendo
sus oídos sobre su vientre. Algo se le cae del
pelo a mi madre. Me acerco hasta el suelo recogiéndolo.
Es un broche tallado en madera, con forma de mariposa,
sus alas desplegadas. Emite un profundo destello blanco.
Siento frío. La luz
ha cesado, un ruido de maquinaria perturba el silencio
de la noche. Algo me hace cosquillas en la mano. Abro
los dedos liberando a una pequeña mariposa blanca,
acurrucada en mis manos. Es el broche de madera de mi
madre.
– Eh, chaval. –
una voz proviene de la derecha. – ¿Qué
haces aquí en medio? – me giro observando
como una apisonadora está parada a mi lado, tiene
las luces encendidas y el motor en marcha. Un operario
está sentado en la parte superior, inquiriéndome.
- ¿Estás sordo tío?, por poco te
atropello.- le miro sorprendido. – ¿Esta
no es la carretera?- pregunto perplejo. – Sí,
pero la estamos asfaltando, como todos los veranos. Has
tenido suerte que esté cerrada al tráfico.-
¿Cómo no me había dado cuenta? iba
tan absorto en mis pensamientos. – Gracias.- intento
sonreír. – ¿De verdad no te pasa nada?
¿Quieres que llame a una ambulancia? – No,
no, gracias, no hace falta.- sonrío de nuevo.
El operario continúa
su camino quedándome solo en medio del asfalto.
Abro de nuevo las manos, observando el broche. De mi hombro
sale volando lentamente una mariposa, describiendo unos
graciosos tirabuzones. Estaba ahí todo el tiempo,
esperando. Algo ha cambiado. Parece tan difícil
olvidar esa pureza que embarga los corazones, la bondad
que todos guardamos dentro de nuestras almas, como un
pajarillo asustado encerrado entre barrotes, dentro de
una jaula oscura sin ventanas. Casi, casi lo había
olvidado.
En el reino de los zombies el no muerto es el
rey
Me levanto, como todos los
días, salgo de la cama, aunque hay veces que parece
que la llevo a cuestas. A veces llego al trabajo con la
almohada de sombrero y las sábanas de capa. Antes
desayuno. Sí, este soy yo, con la cabeza dentro
de la taza, de leche, del bater, del metro. Llego a la
oficina y me siento, delante del ordenador. Hago que trabajo,
como todos, contando las horas al revés para no
aburrirme. Siempre es más fácil descontar
el tiempo que ganarlo, al menos sabes lo que queda. Si
fuera al revés nunca habría límite.
Ahí estaría tu jefe esperando. – Quédate
un rato más, aún no hemos cerrado.- Gilipolleces.-
Eso es lo que es todo. Como mi compañero de al
lado, viendo porno a las diez de la mañana, machacándosela
en los lavabos. Al menos tiene energía para eso,
creo que a mi se me ha caído en algún pozo
negro, oscuro, hipotecado, envasado dentro de algún
tarro. ¿A quien le importa? Sólo hay filas
y más filas de escritorios, todos hablando, ligando,
comentando. Es la misma extraña sensación
que tenía en el colegio, un cúmulo de subnormales
sentados unos detrás de otros, hablando de absurdeces,
babeando como zombies, como estúpidos pedacitos
de carne. Lo más patético de todo es que
soy como ellos, al final soy uno más. O quizás
no, porque si fuera igual no estaría pensando en
este mismo instante, sin duda es peor. Llaman al teléfono.
Mi jefe. He terminado de contar folios, así que
seguramente esta vez sea lo inevitable, el despido, el
paro. Entro en su despacho. Imagino la sarta de mentiras
que va a esgrimir para mandarme al jodido agujero del
desahucio. Pienso en vengarme, yo también soy un
loco, un tarado, puedo chantajearle para sonsacarle algo,
dinero extra, vacaciones, un apartamento en Barbados.
Tonterías, nada más terminar de hablar me
pregunta. – ¿Puede cerrar la puerta al salir?
Gracias.-
Salgo hundido, sin fuerzas,
de aquella habitación. No ha sucedido nada, no
he hecho absolutamente nada, ni siquiera ha aparecido
Spiderman, o cualquier otro superhéroe para salvarme.
De qué sirve leer de niño tantas cosas si
son mentira, si ni siquiera sacas nada en claro porque
eres un cobarde y no eres capaz de gritar – ¡Váyase
al diablo!-. Apoyo la cabeza contra la pared golpeando
fuertemente. La secretaria de mi ex – jefe me observa
mientras masca un chicle Happydent. Tiene gracia, Happy-Dent,
dientes felices. Hasta unos dientes son felices, hasta
las patatas, hasta la maldita constitución americana.
Sigo golpeando, rítmicamente, deseando estar muerto,
romperme el cráneo. Mis ojos comienzan a nublarse.
Es una sensación extraña, empiezo a perder
visión. Un sudor frío recorre mi cuerpo,
otra vez ese profundo miedo. La emprendería a golpes
con todo pero soy incapaz de ver nada. Ando unos pasos
a duras penas y es cuando ella me sujeta. Caigo al suelo,
intento recordar, intento recordar…
…Nuel estaba sentado
viendo la televisión, jugaba con sus muñecos
favoritos en el suelo. Eran pequeñas figuritas
de plástico que su madre le traía cuando
volvía de la consulta del médico, todos
los jueves, Spiderman, Batman, La Masa. Siempre se los
imaginaba luchando, salvando a jóvenes indefensas,
protegiendo a la ciudad del crimen, del mal. Era su mayor
diversión: imaginar, jugar. Los héroes,
y estos eran superhéroes, eran la mayor fuente
de inspiración para Nuel. Pasaba horas y horas
admirándolos deseando algún día ser
como ellos, y no como su padre, un simple oficinista de
la calle Gaztambide, un contador de duros, en el mejor
de los casos. Cuando iba al colegio siempre hablaba con
sus compañeros, el que más o el que menos
decía que su padre era una especie de héroe
porque apagaba incendios, o detenía a los malos,
y si no se lo inventaban. Pero Nuel no era capaz, su padre
era un vulgar cajero, un hombre corriente y apocado, que
ni siquiera veía por casa, trabajando por un mísero
puñado de dinero.
Su madre guisaba la cena muy alegre. Fuera hacía
mucho frío, una noche gélida de noviembre.
Al cabo de un rato su padre llegó a casa del trabajo,
cansado, pero feliz de regresar con su familia. Nuel lo
observaba sin prestarle atención, traía
una bombona de butano. Se abrazaron, su madre y su padre,
después de mucho tiempo se les veía contentos.
Era reconfortante para el niño, después
de tantos médicos al fin volvían a ser una
familia, al menos de momento. Su padre se acercó
percatándose que Nuel los observaba. El niño
siguió jugando, ignorando a su progenitor. Intentaba
jugar con el, pero era inútil, un muro se había
levantado entre ambos y el pequeño no quería
derribarlo. Se sentó en su sillón encendiendo
uno de los antiguos cigarros que solía fumarse
antes de cenar. Observaba a Nuel, perdido en sus pensamientos,
en sus juegos, preocupado. No siempre fue así.
Antes de que hablara solo tenía ojos para su padre,
incluso babeaba al verle de pequeño, pero a poco,
buscando culpables, vertió sobre él todo
los males, y en parte eso le ayudaba, querer a su madre,
odiar a su padre.
Un humo intenso empezó
a colarse en la habitación. Nuel miró a
su padre buscando el cigarro que tenía encendido,
sin embargo estaba apagado. La madre del niño se
acercó al salón gritando. – ¡Fuego,
fuego! Abrieron la puerta, aterrorizados. Una espesa humareda
negra provenía de la escalera, terrible, horrible.
Salieron presos del pánico. El padre de Nuel los
conminó a escapar de allí. Bajaron llegando
al piso inferior de donde salían unas llamas infernales.
El fuego crepitaba, rugía como un animal, devorándolo
todo, abrasando las paredes, el suelo, el rellano. A duras
penas cruzaron llegando finalmente al exterior del edificio
en llamas. Nuel se abrazaba a su madre que observaba desesperada
la puerta de la finca. Nadie salía, los vecinos
esperaban mientras los segundos iban trayendo a más
y más bomberos. El padre de Nuel no aparecía,
estaba atrapado. – ¡Papa! ¡Papa!- gritaba.
No había respuesta, solo unas explosiones más
y unos cristales que salieron volando. Un olor a goma
quemada lo envolvía todo, sus ropas, el aire, su
nariz, sus manos llenas de hollín. Minutos más
tarde una figura surgió del humo negro, era su
padre tosiendo, con una zapatilla en la mano, había
escapado. Buscó y buscó a uno de los vecinos
que finalmente murió asfixiado. Al menos consiguió
salvar la casa y a los otros que estaban atrapados. Era
la primera vez después de mucho tiempo que Nuel
se acercaba a su padre. No quería tocarlo pero
la sola idea de perderlo era más insoportable que
la idea de quererlo de mostrarse tal y como era, su hijo.
En una de sus manos sostenía una figurita que aún
sujetaba con fuerza después de todo el viaje hacia
el exterior, era uno de sus héroes pintados. En
la otra agarraba firmemente la mano de la persona que
empezó a descubrir esa fría noche de finales
de otoño.
…Ya no duele la cabeza
la visión clarea, estoy tumbado sobre el suelo
de la oficina, llorando, pero no de tristeza, no, de felicidad,
un extraño llanto, como un océano de sonrisas
enredadas en un suave manto.
Diviértete mientras puedas
Lo veo en sus ojos, escondido
tras los muros de las miradas. A veces cuando pasas cerca,
por la calle, por el metro, puedes fijarte en ello. Es
un pequeño destello, un fugaz brillo que pronto
da paso a la nada, al olvido, al silencio. Estoy tumbado
sobre la acera, los brazos extendidos formando ángulos
rectos. Observo el cielo gris, nublado, mientras varias
siluetas pasan, por encima, ignorándome, perdidos.
Uno tras otro, veo sus zapatillas, sus pantalones, faldas,
bolsos, camisas, paraguas, cigarrillos, móviles,
pañuelos, gorras y abrigos.
Estoy en la habitación del hospital junto a mi
padre. El ruido afuera es ensordecedor, varios operarios
desmontan parte del forjado que cayó por la noche,
por el uso, del olvido, del descuido y la inoperancia
burocrática. Esperamos la visita del médico,
como todas las mañanas, contingente, necesaria,
e inhumana. Entra por la puerta, no sabe nuestro nombre,
ni siquiera el de mi padre, confunde la habitación
aduciendo el ingente numero de pacientes que despacha,
unos a su casa, otros a la estantería del cementerio,
el nicho blanco de plasticero cubierto de un fino alicatado.
Viste bata blanca, sucia y raída, como las sabanas
de la cama de la habitación, el suelo quebrado
y una televisión Telefunken del siglo XX, mediados.
Le acompaña su estudiante, una chupaculos que peina
sus canas y se afana en trepar por la escala a de la medicina,
bueno, de las hogueras de la inquisición, trabajar
y política, sindicatos y chupatintas. Sin ningún
rubor le comunican a mi padre su diagnostico final, después
de tres semanas contemplando el techo: carcinoma terminal
de célula pequeña. – ¿Voy a
morirme?- pregunta mi padre. Veo en sus ojos por primera
vez en toda mi vida el miedo. Miedo ante una muerte segura,
preocupación por sus hijos y por una esposa que
abandona perdida en la locura. La estudiante interrumpe
imbuida en su superioridad moral y física que controla
su vida desde que entró en medicina, desde el mismo
día que alegre recibió la noticia de ser
admitida, sabedora que cumplía un sueño
de niña. Pero de ese día no queda nada después
de años de prácticas y fiestas etilicas.
Despojada de toda vergüenza, de todo convencimiento
y empatía ante lo que allí sucede dice:
- No se preocupe, estas cosas van rápido pero no
podemos decirle. Tenemos que irnos, hay más pacientes.
Que pasen un buen día.- sonríe dándonos
una palmadita en la espalda, mientras su tutor o médico
titular hojea en el cuaderno burocrático la siguiente
parada, el siguiente enfermo al que visitar. Tal como
entraron, salen por la puerta. Me quedo mirando a mi padre,
sus ojos esconden un llanto profundo, ahogado, preso de
la dignidad que aún no le han arrancado, de no
querer mostrar a su hijo su desesperación ante
el fin, ante el horror de afrontarlo. Salgo por la puerta,
no puedo soportar su mirada, busco explicaciones en los
dos seres amorfos que acaban de salir pitando. No hay
respuesta, enfilan el pasillo y giran la esquina a toda
máquina. Una enfermera pasa, me observa pero no
dice nada. Regreso a la habitación mi padre está
ahora tumbado, observando el techo, temblando. Intento
calmarlo, intento abrazarlo, pero mi corazón palpita
desbocado, de rabia y de tristeza. No hay lugar para la
compasión, no hay lugar para la ternura o la bondad
entre los muros de este hospital. Pienso en sacar a mi
padre de allí, si ya no le queda mucho no deseo
verle morir junto a esta espiral de nihilismo y sinrazón.
Pero no es posible, porque él no quiere que sufra
lo que le está pasando, así que me echa
de allí, me manda a clase antes de que pueda hacer
nada, antes de que pueda arremeter contra esta maldita
vida.
Atravieso por la puerta del hospital. El bullicio es constante
como el ir y venir de la gente que entra y sale. Algunos
se dirigen a urgencias, otros a consultas y un gran número
de personas pasan el día por allí, dentro
de la locura, de la cafetería, de las colas y las
prisas. Afuera está nublado, a lo lejos llueve,
sobre las montañas. Varias ambulancias aparcadas
bloquean la entrada a los coches, mientras unos taxistas
ríen y conversan, esperando al próximo cliente.
Algunos médicos, enfermeras y auxiliares observan
el horizonte mientras fuman, sonríen y espetan.
No hay nada más allí para mi, no hay nadie
al que contarle lo que me ha pasado. Salgo, bajo las escaleras
calle adelante, hasta el metro. Me cruzo con los peatones
y veo vacío, muerte, y sinrazón en sus ojos,
ni un rastro de vida, al menos de la vida que aún
percibía en los ojos de mi padre, al borde de un
final doloroso, aberrante. Simplemente ocurre y da igual
lo bueno o malo que hayas sido, porque unos extraños
van a decirte que te mueres con una sonrisa falsa en la
cara, y los bolsillos llenos de jabón, pagados
de sí mismos.
Cerca de la boca de metro una persona esta tumbada, boca
a bajo. Los peatones pasan por encima de su cuerpo, a
veces pisándolo, otras ignorándolo. El suelo
está encharcado. El hombre de barba larga marrón
se encuentra encima de sus meados, con la ropa desgajada,
sin moverse, sin hálito. Nadie se detiene ni se
fijan en él. Algunos comentan: - Es sólo
un mendigo, un loco. ¿Vamos a comprar un vestido
para la fiesta de teleco?- sólo es eso, claro.
No es una persona, ni un ser humano, es un mendigo, un
loco, un excluido, un vago. Y mi padre no es tan diferente
de ese pobre desgraciado, desahuciado, sin dinero para
chupar su culo o su cartera, sin más interés
que el que despierte a los servicios funerarios. - ¿Quieren
un ramo? ¿O dos? ¿Un responso y una frase
en la lápida? Cada letra bañada en oro chapado
son cuarenta euros más, el resto todo incluido,
seis mil euros sólo.- una ganga, claro. Me acerco
hasta el pobre hombre. No respira, no mueve ni un músculo.
Doy la vuelta al cuerpo. Su cara arrugada contraída
por el dolor presenta terribles cicatrices. Se tratan
de cicatrices profundas no provocadas por la acción
de un cuchillo, o el fuego o por el impacto contra el
suelo. Se deben al dolor de sentirse olvidado, humillado,
excluido. En sus ojos permanecen aún las marcas
de haber llorado, de tristeza porque nadie se había
parado. Murió allí solo y ahora descansa
en mis brazos. No hay lugar para la bondad y la sonrisa,
la gente se detiene y es entonces cuando llega la policía.
Una ambulancia se lo lleva más tarde al depósito,
después al tanatorio de la otra orilla del río.
Me quedo allí con él, en la fría
sala de la morgue, sin más compañía
que nuestros dos rostros ajados. – ¿Es familiar
suyo?- me pregunta un sacerdote que viene a dar el último
responso. – No, no le conocía.- ¿Entonces,
por qué está aquí? - Para que no
esté solo.
Al cabo de unas horas salgo de la sala, cerrándose
las puertas tras de mí. Como no tiene familia ni
dinero para pagarlo el ayuntamiento se hará cargo
de su cuerpo, incinerado o cualquier otro destino para
un ciudadano anónimo. Llego hasta las puertas del
tanatorio preguntándome por el nombre de aquel
pobre diablo. De pronto unos alaridos, y un estridente
ruido provienen del exterior. No veo a través de
las puertas tintadas así que pregunto a un vigilante
antes de salir. -¿Qué ocurre? – Están
de fiesta.- Me sorprendo. -¿Quién?- Ellos.-
Me abre las puertas que se encontraban atrancadas, irrumpiendo
el estrépito de la explanada. Salgo atónito
del tanatorio. Ante mi se extienden miles y miles de personas,
sentadas, de pie, fumando y bebiendo de vasos de plástico,
de botellas y carritos de la compra, algunos ebrios, otros
directamente enajenados en medio del ruido y la confusión.
Camino lentamente hasta que dos chicos y una chica que
están justo a la entrada del edificio con dos botellas
de whisky en cada mano me interrumpen.
-Vaya tío tienes cara de muerto. ¡Arriba
ese ánimo!- le miro perplejo- Estamos celebrándolo.-
afirma la chica, mientras se le cae una botella de cristal
rompiéndose en mil pedazos. El alcohol me salpica.-
¿El qué celebráis?- Me miran sorprendidos.-
No se…San Isidro- contestan riéndose y arrastrando
las palabras. Uno de los chicos levanta la camiseta de
ella dejando a la vista sus dos tetas, mientras se acerca
con los ojos inyectados en sangre, riendo histéricamente-
¡Vamos, hay que celebrarlo!
Quizás no me estoy marchando…
Observo las estrellas, ensimismado.
Su brillo es tan intenso, tan lejano, tan extraño.
Nos contemplan desde lugares que aún ni siquiera
hemos imaginado. Sin embargo, ahí están,
cada noche, en cada rincón, reflejados en el agua,
en los cristales de los edificios, en los sueños
de los niños. Vuelvo en el metro, cerca de Casa
Campo. Los árboles se mueven como un manto extendido
sobre la pradera al mediodía, escondidos, acechando,
entre las vías del tren y los tendidos eléctricos.
Silencio, un pequeño vaivén, silencio. El
vagón se encuentra vacío, viajo solo, apartado.
En el cielo se ven diminutos destellos, rojos, amarillos,
anaranjados, verdes, violaceos. Castillos de colores,
fuegos artificiales. Nos movemos deprisa a través
de la catenaria, aun puedo verlos, es casi medianoche,
un nuevo día se acerca. Contemplo el horizonte,
blanco, perdido entre la sombra y la luz. Mi rostro reflejado
denota cansancio, miedo, tristeza, paz. Recuerdo esa noche,
ese gran misterio, la bondad y el amparo dibujados en
su mirada…
…Nuel estaba inquieto.
No podía beber agua durante doce horas antes de
la operación. Su garganta le exigía saciar
la sed. Observaba la noche, inescrutable ante sus ojos,
borrosos por las luces de la habitación. Al día
siguiente iba a someterse a una intervención compleja,
estaba asustado. Nunca había estado enfermo, al
menos no tanto. Los nervios y la espera, como el comandante
la noche antes de la batalla, atenazaban su cuerpo. Temblaba,
sus pequeñas manos temblaban. - ¿Qué
va a pasar?- estaba solo frente a lo desconocido, eso
pensaba. Durante las dos semanas que había dormido
en el hospital nunca sintió tal desazón.
Esta vez no conseguía conciliar el sueño
y no había libro, o programa de televisión
que consiguieran calmarlo. Pulsó el botón
de llamada, era la quinta vez que lo hacía. La
enfermera, Zampabollos, como él la llamaba, entró
por el rellano. Era todo simpatía con él,
no con su compañero de habitación. A ese
lo trataban peor que al ganado porque no estaba enchufado,
no tenía recomendación. Conminó al
niño a que se durmiera o diera un paseo. Nadie
se quedó para hacerle compañía, por
unas cosas u otras, su madre y sus hermanos tuvieron que
irse, confiados en que todo saldría bien, guardando
fuerzas para la tensión del día siguiente.
Nuel los añoraba. Siempre se había empeñado
en ser fuerte, en no depender de nadie, sentirse único
e invencible, libre del afecto o la atención de
sus padres. Sin embargo, como un pajarillo asustado, se
abrazaba al pequeño peluche de elefante que su
abuela le trajo. No quería ser un niño,
no se sentía como un niño. Sin embargo todos
le ignoraba como a un crío. Eso pensaba y los despreciaba
a ellos y a todas las cosas entupidas de la infancia,
desde el mismo momento en que habló por primera
vez. En cambio agarrando ese muñeco azul de trompa
larga sentía algo que no se explicaba.
Salió al pasillo
de la planta, interminable, sombrío, alumbrado
por luces frías y paredes pintadas de verde oliva.
Al fondo el control de enfermería, y un poco más
lejos los ascensores de salida. Quería marcharse,
no podía soportarlo, pero atravesar ese inmenso
lugar lo aterrorizaba más que esperar lo inevitable
en su habitación. Cogió impulso y fue caminando,
poco a poco, observando a su paso el resto de los cuartos.
Algunos no podían verse pues las puertas estaban
cerradas. Otras en cambio permanecían abiertas.
La mayoría dormían, iluminándose
brevemente las paredes por los destellos de las televisiones
aún encendidas. Nuel caminaba, pronto llegó
al control de enfermería, allí la nada,
todos los auxiliares se encontraban en la sala contigua,
riendo o discutiendo de forma sosegada. Siguió
avanzando, temeroso, cada vez era mayor el espacio entre
los ascensores del pasillo. Una figura se acercaba desde
el fondo, amigable amistosa. Era su padre sonriente, que
regresaba del trabajo para verle.
– Hola hijo, perdona el retraso.
- ¡Papá!- grito el niño aliviado.
– Pensé que no vendría nadie.- se
abrazó a su cintura. – Vamos no llores Nuel,
ven quiero enseñarte una cosa. – De pronto
todos los miedos desaparecieron, andaban juntos por el
pasillo, hablando, comentando cómo había
ido el día, pasillo tras pasillo, recorriendo la
inmensidad dormida del hospital. Al cabo de una hora Nuel
estaba bastante cansado, la caminata y la larga conversación
con su padre lo habían calmado, aunque estaba exhausto.
- Tengo miedo por la operación
de mañana.
- No te preocupes, seguro que sale bien.
- ¿Qué se siente al estar muerto?
- ¿Por qué me preguntas eso?
- Pues porque la enfermera me dijo que eso hacía
la anestesia, te hacía sentir como si estuvieras
muerto.
- No lo sé, supongo que nada y todo. Al principio
frío y después como si un manto te arropara
en el otro lado. No creo que sea tan malo ¿verdad?-
el niño reía.
- ¿Entonces crees que me moriré?
- No, no lo creo y aunque eso pasará, vendrían
a buscarte para regresar a casa.
- ¿Quién?
- Las mariposas, las mariposas blancas.
- ¿Mariposas? Menuda chorrada. Gracias papá…
- No te preocupes hijo, algún día tú
harás lo mismo.
Esa noche Nuel durmió
feliz, con su padre al lado, roncando, como siempre. Al
día siguiente se levantó pronto para entrar
al quirófano. Estaba solo, pero sin motivo alguno
ya no sentía miedo. Cuando entró en aquella
sala fría y gris, su cuerpo temblaba. Primero lo
desnudaron, después lo intubaron, hasta que se
durmió y vió aquel destello blanco…
…El tren se para,
es la estación. Bajo del vagón hasta el
andén. Siento alivio aunque aún no he llegado
a casa.
Comida feliz
Son las cuatro de la tarde,
regreso a casa del trabajo, bueno de mi antiguo trabajo.
Entro y siempre lo mismo. Todo está oscuro, en
silencio, olvidado. Caliento la comida en el microondas.
Lleva tanto tiempo en el congelador que ha perdido todo
el sabor. Su textura es diferente, como el plástico,
los colores son apagados. Levanto la cuchara desde el
fondo del plato hasta mi boca, una y otra vez. Cada vez
pesa más el cubierto, como si aquel caldo cambiara
de densidad en cada bocado, en cada sorbo, más
y más. Observo la cuchara, cómo resbalan
las pequeñas rebabas de sopa hasta abajo, en el
mantel, sobre el trapo. – No hay cuchara.- repito
en voz alta, intentando doblarla con el pensamiento, tratando
de despertar de un trance hipnótico o un mal sueño
provocado. No sucede nada, ningún cambio. El aire
es tan denso que casi me cuesta respirarlo. Las vibraciones
de los coches suenan como crótalos silenciados.
Miro la televisión apagada, mi reflejo, los destellos
de las lunas de los automóviles sobre la pantalla.
Aprieto el botón del mando, cambio de canal mientras
trago. “Consigue tus mega tattoos con tu nuevo Happy
Meal.” “Enséñaselos a todos
tus amigos.” De nuevo regresa ese entumecimiento
en la mano. Miro al suelo. El caldo de la sopa se queda
atrapado en mitad de mi esófago, me ahogo mientras
un recuerdo asalta mi mente…
…Era una tarde gris
de octubre. Salían como todos los sábados
a almorzar al campo, lejos de la ciudad donde su padre
se sentía bien. Lejos y más lejos cerca
de los árboles, lejos y más lejos cerca
de la hierba y los animales. Siempre comían juntos
bajo el fresno junto al gran estanque de pájaros,
al lado del bosque de álamos, castaños,
robles, encinas, y otros grandes, abetos, pinos, endrinos.
No hacía frío aunque su madre llevaba chaqueta,
mientras sus hermanos reían y Nuel los miraba.
Habían preparado una tarta y la degustaban juntos,
celebraban un cumpleaños, el de su padre. La vegetación
presagiaba el cercano otoño que por la espesura
dejaba sus primeras señales. Incluso la mesa de
madera, marcada por tantas otras familias que disfrutaron
allí sentados, empezaba a dibujar el musgo de la
humedad, de las largas noches sin abrigo, bajo las estrellas
y los cielos encapotados. Estaba tendida ante la lluvia,
perenne a lo largo del tiempo desde el mismo momento que
la montaron. Reían, quizá más si
cabe, que el resto de sábados porque el padre de
Nuel, de poblado bigote, se había dejado algo de
tarta en el mentón y los labios. - ¡Tienes
nata!- gritaban – ¡Pareces una vaca! El seguía
las gracias fingiendo tener cornamenta con dos dedos,
y a veces con dos palos. Bailaron siguiendo el ritmo de
la música del coche. Nuel no entendía nada
aunque sus zapatos parece que le exigían moverse.
No quiso unirse al baile así que se fue andando
solo hasta el estanque cerca de los árboles. Su
padre lo acompañó.
- ¿Qué haces
hijo? ¿Por qué no te diviertes?
- No tengo ganas.
- Bueno… ¿Y por eso estás aquí?-
Nuel lanzaba alguna piedra al agua, mientras su padre
lo observaba.
- Estoy aburrido...- comentó el niño. –
Quiero irme a casa.
- ¿A casa? ¿Por qué?
- Ya no quiero volver aquí, prefiero el ordenador.
- Ah claro, el ordenador…- de pronto una mariposa
blanca apareció volando. Nuel sostenía un
palo de madera que agarraba con las dos manos mientras
lo apretujaba contra el barro. La pequeña mariposa
se poso encima, mirando al niño, que asustado abría
los ojos de par en par ante lo que estaba observando.
- ¿A que es preciosa?- dijo su padre. – Sabes
que traen suerte, a veces traen mensajes del otro lado…-
- ¿Mensajes, qué mensajes?- Nuel observaba
al bichito, sorprendido, ansioso por saber más.
Iba a tocarlo cuando salió volando, internándose
en el bosque.
- ¿Por qué se ha ido papá? ¿A
dónde va?- preguntó el niño preocupado.
- ¿Quieres averiguarlo?
- ¡Sí!- contestó entusiasmado.- Su
padre le agarró del brazo, mirando antes atrás,
asegurándose que ni su madre ni sus hermanos los
verían marcharse. – ¡Vamos, vamos,
sígueme!
Anduvieron hasta internarse
en el bosque, más y más. Pronto el sol empezó
a reflejarse sobre algunos troncos de árboles,
dibujando graciosas figuras gracias al movimiento de las
hojas. La espesura cada vez era mayor, y los olores del
campo iban cambiando. Nunca había observado algo
semejante, el sonido del riachuelo, el viento sobre las
copas de los árboles, el croar de las ranas, y
el piar de los pájaros. Estaba tan cerca de encontrar
al insecto alado que el trecho se les hizo muy corto.
Seguían a la mariposa blanca que revoloteaba por
cada recodo del bosque, algunas veces giraba deprisa entre
las ramas caídas de un roble y otras se detenía
sobre las rocas llenas de musgo del suelo. Al fin llegaron
a un pequeño claro. La mariposa se había
posado sobre el tronco de un inmenso árbol que
brotaba de unas rocas cubiertas de musgo y matorrales.
Nuel se acercó con su padre y de pronto una explosión
de color blanco les sacudió y les envolvió
como un manto. Eran cientos de mariposas que volaban agitadas
al verles, jugando con ellos, susurrándoles, acariciándoles.
El niño gritaba contento mientras bailaba, esta
vez sí, con su padre, cantando canciones sobre
las hadas de los ríos y de los árboles,
con los brazos en alto, y el corazón liberado.
Rieron, volviendo horas más tarde…
….Apago la televisión,
hurgo entre las fotos de niño de mi padre, guardadas
en el cajón de mi madre. Le veo con sus pantalones
bombachos, junto a mi bisabuelo, cerca del campo detrás
de la casa del pueblo. Está mirando a lo lejos,
una mariposa blanca aparece en el encuadre. Se cae la
cuchara de mi mano. Salgo corriendo, la he pisado y se
ha doblado.
Durmiendo en sus ojos
Recuerdo aquella noche.
Estoy junto a ellos en el piso, celebramos Año
Nuevo. A la mayoría no los conozco, son caras,
nada más, algunos son amigos de amigos, otros simplemente
están allí. Reímos, no tanto como
esperaba. Alguien se sienta a mi lado. Es ella, con su
vestido negro, sus pendientes morados, sus labios rojos
y su pelo rizado. Huele como los jazmines bajo un cielo
estrellado, por la noche, justo durante la madrugada.
Fuma mientras bebe ansiosa. No hablamos solo nos miramos.
Espera algo de mí. Hablamos sin decir nada, de
lo bueno y de lo malo, del norte y del sur, de su vida
y de la mía, de los pájaros y de los árboles.
La miro, y lo veo en sus ojos, en sus preciosos ojos.
Bebo de mi vaso de plástico. No hay alcohol solo
refresco. Los hielos comienzan a derretirse lentamente.
Son cristalinos, me veo reflejado. Sigue observándome,
su mirada fija, mientras dos de sus amigos en el sofá
de enfrente siguen liándose. Pasan los minutos
y mi corazón palpita pero lo veo en sus ojos. Bebe
de nuevo, no ha parado. Intenta emborracharse para lanzarse
a mis brazos. Me levanto, dirijo mis pasos a la terraza,
allí dos chicos escupen a la calle. No entiendo
nada. La fiesta comienza a desmadrarse. Todos se vuelven
extraños, sus caras se desdibujan entre el humo
y las risas desencajadas. Me siento cerca de la barandilla
apoyando la espalda contra las correderas. Una brisa se
entremezcla con el ambiente de fiesta, hace frío,
mucho frío. Al final me quedo solo mirando las
estrellas, pocas, apagadas, olvidadas. Ya no está
en el salón. Me levanto después de un rato.
El panorama no mejora, algunos se lo montan en las habitaciones
mientras otros juegan con el alcohol restante, a hacerse
los hombres, o las mujeres desesperadas. Busco por la
casa, la encuentro tumbada sobre una cama, ebria, inconsciente,
con las bragas bajadas, el pintalabios corrido, y uno
de sus amigos subiéndose los pantalones y la bragueta
antes de irse a vomitar al baño. Ella abre los
ojos con dificultad. Lo veo en sus ojos…
…Nuel levantó
a su madre de la siesta. Eran poco más de las cinco
de la tarde pero ya tenía prisa. Estaba ansiosa
por bajar a la calle, las obsesiones no la dejaban estar
más tiempo en casa. El reloj era como una pesada
losa que iba enterrándola en vida, que si no lo
escuchaba o prestaba atención, provocaba una estampida
en su cabeza. Eran tambores, tambores sordos que la acechaban.
Conminaba al niño a marcharse, a pesar de los cuarenta
grados y el sol de justicia. Salieron a prisa hasta llegar
a la calle. Ni un alma paseaba por la acera, ni un coche
circulaba por la carretera. Iba agarrada del brazo de
Nuel, apretándolo fuerte, clavándole sus
uñas descuidadas. Había intentado peinarla
lo mejor que pudo, pero el pelo estaba totalmente revuelto.
Fumaba ansiosa, ahogándose en su propia tos. A
pesar de que le hacía daño, Nuel tiraba
de ella, caminando, caminando lentamente. Hacía
mucho calor pero todo el tiempo que ganase al reloj para
regresar más tarde sería un triunfo.
El paseo consistía
en la misma rutina de siempre. Llegar a la cafetería,
pedir un refresco, un café solo, y unas tortitas
con nata o sándwich mixto. Siempre lo mismo. El
camarero en algunas ocasiones sorprendido por las prisas
preguntaba si tenía mucha hambre. Ni siquiera tenían
la plancha encendida, acaban de abrir las puertas, y ya
entraban el niño y su madre. Desesperada. Después
de tragar la comida y de beberse de un trago el café,
regresaba la misma pregunta: - ¿Nos vamos ya?-
Nuel intentaba hacerse el despistado, fingía orinarse
para bajar al baño para tardar un poco más.
A veces charlaba con el camarero. - ¿Nos vamos
ya?- no podía ocultar más tiempo la realidad.
– Es muy pronto ahora nos vamos.- finalmente cedía
después de escucharla preguntar seis veces más,
por temor a que la gente sospechara, o que los echaran
de la cafetería. De nuevo, salieron a toda prisa.
Normalmente tenían que hacer otra parada en un
bar, para pedir lo mismo, esta vez sin tortitas o sándwich
mixto, pero si más bebida. Nuel conduraba los refrescos
el máximo tiempo posible, mientras que su madre
volvía a tomarlos de un trago. Daba igual que fuera
café, sopa, coca cola, o zarzaparrilla. De un trago.
De vez en cuando le pedía uno o dos hielos de su
refresco, cristalinos, donde a veces el niño se
observaba reflejado. Le daba alguno pero con un temor
atroz pues en más de una ocasión se había
ahogado con ellos. Los tragaba enteros, o los chupaba
hasta derretirlos, mientras fumaba y el niño sufría
esperando que no se atragantara.
Finalmente, hicieran lo
que hicieran, siempre regresaban a las siete de la tarde
a casa. Era verano y el sol aún estaba muy alto,
y aunque Nuel intentaba dar rodeos, a veces comprando
cosas innecesarias para hacer alguna parada que robara
algo de tiempo, siempre, implacable, a las siete de la
tarde entraban en su casa desolada. Un cementerio sin
cuerpos, llenos de nichos vacíos, esperando sepulturero.
A las ocho tomaba las pastillas, pastillas para los nervios,
pastillas para dormir. Las necesitaba, eran el centro
de su vida y el resto daba igual. Inexorablemente los
minutos se acercaban a las ocho, lentos, muy lentos. Nuel
intentaba entretenerla. Sólo miraba la pared y
el reloj.
- ¿Me las puedo tomar
ya?
- No.
- ¿Me las puedo tomar ya?
- No, es muy pronto.
- ¿Qué mas te da si ya casi es la hora?
Nuel no podía dárselas
antes, el medico se lo había prohibido, podría
intoxicarse por sobredosis al no haber eliminado las anteriores
de su cuerpo. Aún así ya adelantó
la toma de las pastillas una hora con tal de no soportar
más aquello. Era inútil, siempre cedía,
por unos minutos, ante la desesperación de verla
golpearse, o gritarle, insultarle, o bien quedarse quieta
inmóvil, catatónica, siempre se las daba.
Después se acostaba, bajando la persiana hasta
abajo, cerrando los ojos con la esperanza de no despertar
más, de no soportar aquel estado enfermizo de nervios
nunca más. Nuel lo sabía, y si no, ella
se lo recordaba. – Quiero morirme, quiero morirme…-
el niño lloraba sin lágrimas mientras desde
el rellano de la puerta la observaba. Lo veía en
sus ojos, un pequeño destello dentro de esa locura
diaria, lo veía en su mirada. Ese brillo le animaba
para levantarse al día siguiente con la esperanza
de que algo cambiara…
…Llegamos a su casa.
Salimos del taxi llevándola en brazos. El olor
a alcohol es tan evidente que el taxista sale pitando
por si le vomita sobre la tapicería. Subo las escaleras
abriendo con su llave. La llevo hasta la cama dejándola
sobre ella. Cojo una manta y la arropo, quitando sus zapatos
y acariciando su pelo. Antes de salir por el rellano de
la puerta, me mira.
- ¿Por qué no me has dejado en la fiesta?-
balbucea con dificultad.
- No podía.
- ¡Déjame!, odio que me veas de este modo.
¿Por qué estás aquí?- pregunta
sollozando.
- Porque te quiero.- salgo por la puerta apagando la luz
del cuarto. Un fugaz destello ilumina la habitación
antes de oscurecerse del todo. A eso me refiero, espero
que sepa comprenderlo.
Tarde de ruido
Hace mucho calor. Las ventanas
están abiertas de par en par. La música
o más bien los berridos de los vecinos entran implacables
alterando el descanso del resto de inquilinos. Empiezo
a estar harto. Les observo desde mi cuarto, gordos, abotargados,
bailando acompasados, sudando como cerdos antes de la
matanza, como puercos hozando en su cochiquera, un pequeño
piso patera. Intento estudiar el maldito papel, las entupidas
teorías de gente que lleva tanto tiempo muerta
que solo las puedes leer en un libro o ver en un museo.
Es mi día libre fuera de mi nuevo trabajo. Contesto
al teléfono de casa. – Teletortilla dígame.-
es mi hermana, sigo sin poder contestar al aparato sin
repetir la frase que utilizo para los clientes en la oficina,
no, en la oficina ya no, en Teletortilla Sociedad Limitada.
Siguen chillando fuera, el calor es tan insoportable que
he mojado mi nuca varias veces bajo el grifo. Llaman a
la puerta. Son los malditos vendedores de Tecnocasa. Para
qué demonios quiero una casa si ya vivo en una,
creen que me sobra el dinero. Les echo a patadas. Decido
salir de allí, no puedo concentrarme y empiezo
a echar de menos la rutina de mi madre.