ESTER PENAS
Sucede que Ester es la
"benjamina" mi mi actual tripulación.
Pero también sucede que Ester ha escrito más
que cualquier otro de mis tripulantes. Ha empezado tantas
novelas que hasta ha pensado hacer un libro que se titule
así: Principios de novelas. A Ester le gusta fugarse
muy lejos, o al siglo XVI o al siglo XXII; por mi parte
intento traerla al siglo XXI, aunque no sé si consigo
que me obedezca del todo. En los tres relatos protagonizados
por Sibila, y en particular en el primero -que tiene algo
de maestro- me pareció que lo estaba consiguiendo.
Hay más relatos ya escritos, otros tres, pero los
subiré la semana que viene después de negociarlo
con Ester. Ah, que a nadie le extrañen las frases
brillantes; pueden aparecer en cualquier párrafo.
Javier Puebla.
COMO UNA SEÑORITA
Su madre se envolvió
en unas gotas de perfume muy suave y, como cada atardecer,
el ambiente se llenó de plenitud. Sibila cerró
los ojos para percibir mejor aquel olor que desde hacía
años la acompañaba y le permitía
detectar a su madre allá donde estuviera.
Se puso la trenca negra que le había regalado y
una bufanda gris como le enseñaron las monjas de
su colegio, como una señorita. Iban a salir de
compras aquella tarde, pues era casi Navidad. Las luces
que anunciaban las fiestas se perdían en el horizonte
de enormes edificios del siglo XIX.
La mano de aquella elegante
mujer, enfundada en el cuero rojo de un guante que le
cubría medio brazo, agarró con fuerza a
Sibila cuando cruzaron las puertas del Corte Inglés,
abarrotadas de masas humanas, cuyos componentes en su
inmensa mayoría eran señoras padecientes
del síndrome de compradoras compulsivas que lucían
llamativos abrigos de visón y algunas pieles de
lo más variopinto. El roce de los tejidos amorosos
despertó agrado en Sibila que, gracias a sus pequeñas
proporciones, paso inadvertida entre cortinas y capas
invernales.
Alcanzaron el pasillo de
colonias de la planta de perfumería y complementos.
Los olores se escapaban de cada frasco como furtivas brisas
congeladas por las rejas de una ventana abandonada. Se
quedó quieta, mirando con fijeza a una mujer morena
que sostenía un frasco de cristal azul, detenida,
capturada como por arte de magia en una fotografía
que mostraba su expresión sensual, atractiva. La
imagen estaba firmada por la actriz, de nombre Flavia
Francesca. Aquella mirada decidida y austera la había
dejado sin respiración, impactada, y sería
desde entonces su modelo a seguir.
Un aviso por megafonía
la sacó de golpe de su ensimismamiento, volvió
la vista y no la vio, no detectó a su madre. Se
había perdido. La costumbre le dio seguridad por
un momento, pero una vez se hubo concentrado y cerrado
los ojos con el fin de fijar toda la atención posible
en su olfato, se percató de que era imposible distinguir
la esencia de su madre. Todas las fragancias se mezclaban
entre sí, entrelazándose delicadamente hasta
ser indistinguibles.
Comenzó a caminar
despacio, insegura. La gente no la miraba, y no era capaz
de orientarse entre tanta mezcla de colores y lujo concentrado.
Tuvo que esquivar a muchas mujeres que ocupaban las galerías
con bolsas rebosantes de objetos envueltos en papel dorado,
y que discutían con sus maridos por la indecisión
y el aburrimiento que estos demostraban. Las seguían
cabizbajos con expresión de santa paciencia, inimitable
e imposible de superar. No se puso nerviosa; aquello la
divertía. Tal vez no fuese consciente del peligro
que corría al estar perdida en unos grandes almacenes.
Varias dependientas la seguían con la mirada fija
en sus manos, preocupadas por lo que pudiera coger, aunque
su aspecto no denotaba más que corrección,
dulzura y responsabilidad. Entonces cruzó su mente
u furtivo y liberador pensamiento: sabiendo del don que
poseía, solo podrían buscarla en un lugar,
donde se anunciaba la colonia que ella siempre amaría.
Sibila esperó sentada en un mostrador y sonrió
al ver que habían acudido, según lo esperado,
al escaparate de la colonia que utilizaba su madre.
ACONTECIMIENTOS
SUCESIVOS DE INSERIEDAD
Si las categorías
del alma eran nueve o doce, le daba igual. Aquel hombre
barbudo con gafas, pálido como un día nublado
y delgado cual bisturí, daba más pena que
miedo. Sibila alzó su mirada, enervada por la situación,
hacia el altar, donde se hallaba el capellán frente
a un texto de Albert Camus procedente de ``El mito de
Sísifo´´. Se preguntó si Sísifo
sería el mismo que fue condenado por los dioses
a subir eternamente una montaña escarpada portando
una inmensa roca sobre sus manos ensangrentadas. Observó
a su madre de reojo, tan recta y conservadora, y a su
padre, serio y poco autoritario, bastante mayor que su
mujer. Entonces comenzó a dilucidar sobre si los
hombres de poco carácter siempre tienden a buscar
una mujer poderosa que les complemente.
Ellos no se imaginaban lo
que sabía acerca de las historias de mitología
clásica y cuentos de poderes cósmicos personificados,
fantásticos, sustanciosos, irracionales. Todo aquel
mundo que le ofrecía la más absoluta felicidad,
libre como el agua sin cauce, lo conocía gracias
a Carlos, su mejor amigo, su primer amor. Él era
hijo de un escritor, un bohemio, comparable a Valle-Inclán.
Aparentemente, Carlos y su padre denotaban tanta corrección
como la familia de Sibila, pero todo lo creído
desaparecía al entrar en su círculo más
cercano, y de hecho, esa actitud rebelde, contagiosa,
estaba transformando a la dulce Sibila en una mente pensante,
silenciosa y maquinadora, pulida manera magistral, al
igual que una escultura renacentista de Brunelesqui. Al
padre de Sibila no le importaba aquella actitud, que mucho
entendía de revoluciones y llevaba a la casa un
soplo de naturalidad, mas contraria era a su madre, perturbada
por los acontecimientos sucesivos de inseriedad. No obstante,
nadie podía advertir cual era la procedencia del
mencionado comportamiento.
La madre de Carlos era una
profesora de música frustrada y egocéntrica,
de esas personas que consideran su asignatura la más
importante y no atienden a razones ajenas a su mundo.
Había estado a punto de abandonarles por un compañero
de trabajo con el que las cosas no le habían ido
bien. Aún habiendo vuelto a casa, no logró
encontrar el perdón del escritor ni el amparo de
su hijo, a quien nunca había prestado demasiada
atención. Don Luis, el padre de Carlos, la llamaba
Emma, ya que siempre dijo que no había persona
en el mundo que le recordase más a la criatura
de Flaubert.
Sibila lo sabía.
Carlos se lo había confiado por que tenía
fe en ella, pues la quería más que a una
hermana. Y ella trataba, desde el día en que tuvo
conocimiento de tal horror, de acunarlo cuando estaba
triste y apaciguarlo cuando estaba nervioso.
PERDER EL JUICIO
La madre de Sibila estaba desayunando en la cabecera de
la mesa, sola con su taza de café. Era una visión
matutina muy común por aquellos días, en
los que la niña gustaba de contemplar a su origen
mientras esta se abandonaba en la soledad. Entró
sigilosa y se acomodó a su lado, su madre la observó
de reojo con atención.
-Sibila, hija-dijo-. Tu padre y yo hemos visto que ya
eres lo suficientemente mayor como para tener una paga
a la semana.
Sacó un billete de pequueño y se lo dio.
Sibila lo cogió temerosa y lo estudió con
discreción.
De vuelta a su habitación no supo que hacer. Lo
guardó en la hucha, pero no podía parar
de pensar en el futuro fin que daría a sus nuevos
ahorros. En realidad, todo aquel mundo infinito de dinero,
las compras, ventas y algunos ahorros le daba miedo. Sabía
que era esencial para la vida, y que después de
los tiempos difíciles acontecidos, debido a su
escasez, aún más valorado. Con el dinero
se podían hacer muchas cosas, como perder el juicio.
Carlos le había contado historias de personas que
lo codiciaron en exceso hasta olvidar quienes eran. Las
enseñanzas eclesiásticas hablaban de la
avaricia como uno de los dos pecados más castigados.
Ella no había creído en esas cosas, pero
le impusieron respeto.
Poco a poco la hucha se fue llenando y ella se resistía
a tocar el dinero. Una mañana decidió contarlo
y sonrió al concluir su trabajo: una suma considerable.
Con aquello podría comprar muchas cosas, aunque
claro, ¿qué iba a comprar a su edad que
no pudieran ofrecerle sus padres? Su abuela, que estaba
a su lado, le aconsejó meterlo en una cuenta bancaria,
pero ella estaba a la espera de una visita y no prestó
atención a lo que la sabia le decía. Sonó
el timbre y echó a correr hacia la entrada de la
casa. Alicia la esperaba tras la puerta, de la mano e
su padre, vestida de manera sencilla aunque de mayor.
A Sibila no le gustaban aquellos detalles, pero sabía
perdonarlos. Alicia era prácticamente lo contrario
que Sibila: extrovertida y físicamente grande,
con nariz curvada y mirada agresiva.
Estuvieron un rato jugando en la habitación, pero
Alicia no paraba de hacerle preguntas indiscretas, a muchas
de las cuales su padre le había prohibido terminantemente
responder. Sibila contestó con evasivas, claramente
irritada por la actitud de su compañera. Cansada,
salió de la habitación para no seguir escuchando:
tu padre gana mucho dinero, ¿no?; ¿cuánto
tienes ahorrado?; ¿se hacen muchos cariñitos
tus padres?; ¿tu hermana tiene novio?.
Eugenia, que no era nada confiada y tenía mucho
carácter, vigiló a la niña a través
de la ranura de la puerta mientras Sibila estaba fuera
de la habitación, estuvo a punto de entrar al observar
como Alicia comenzaba a remover y a registrar los cajones
de su hermana con mucha inquietud, pero se contuvo. <<Doble
naturaleza>> pensó, pues Alicia parecía
haberse convertido de pronto en un agente secreto de la
policía. Al entrar Sibila, Eugenia le guiñó
un ojo con serenidad. Todo parecía normal y no
sospechó.
Eugenia se sentó a esperar, y media hora más
tarde recibió con mucha amabilidad al padre de
Alicia. Sibila fue a por la mochila de su amiga y volvió
poco después, a tiempo de despedir a la visita.
Fue Eugenia quien abrió la puerta
y miró con sagacidad al padre de la pequeña.
-Bueno, supongo que podremos vernos otro día ¿no?-
sujetaba la mochila con las dos manos frente a sus pantorrillas.
Miró con cariño a su hija, pero Eugenia
advirtió enseguida un ligero rubor en él,
casi inapreciable. Podía ser imaginación
suya, pero no tenía nada que perder.
-Siempre y cuando no tengamos que pagarles para que lo
hagan- terció repentinamente, señalando
la mochila rosa y morada.
-¿Cómo?...¿qué?- se sorprendió
con falsedad.
-Adelante, dígnese a comprobarlo- la mirada de
Eugenia se endureció. Era bastante más alta
que el hombre, por lo que su semblante se tornó
aún más severo. El padre sacó avergonzado
una cantidad de dinero en el monedero favorito de Sibila
lleno de dinero y se lo tendió.
-¿Cuántos años tiene usted?
-No le importa- insistió con un gesto y el hombre
asintió con pesadumbre.
-Has nacido para mandar, jovencita.
Eugenia arrebató el dinero de su hermana de las
manos del ladrón y cerró la puerta blindada
tras la estela de sus visitantes.
-Será mejor que lo guarde la abuela- le dijo a
Sibila con impasibilidad. La niña aún seguía
boquiabierta por la acción de valentía que
acababa de presenciar.
-¿Cómo no has tenido miedo?- le preguntó.
Eugenia se encogió de hombros.
-<<Hoy ha cesado mi decadencia y comenzado mi declive>>
citó con una sonrisa y los ojos perdidos en el
techo- Ammadia di Farnese.