JAVIER PUEBLA

                     

ANTONIO PACIOS

El autor de ESCAPISTA ofrece a continuación un relato literario y sobre literatos. Pronto tendremos noticias de su próxima novela. Mientras puede visitarse el juegoweb que diseñó para la primera. Seguir el enlace.
www.antoniopacios-escapista.paramnesia.es

Javier Puebla.


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La verdadera historia de cómo Dylan se convirtió en escritor


Todo ocurrió un verano tormentoso, anterior al decimotercer cumpleaños de Dylan, cuando su tío le regaló una botella de aguardiente de ortigas que él mismo se encargaba de destilar en el cobertizo trasero de su casa mediante un procedimiento estrictamente secreto. Receta que había sido transmitida de generación en generación dentro de la familia, como verdadero legado y única herencia.
Según afirmaban los vecinos del lugar aquel licor contenía propiedades alucinógenas. Demostrado quedó en el momento que varias personas, habiéndola ingerido en dosis altas, padecieron severas crisis paranoicas entrando en contacto con los espíritus de sus ancestros.
Dylan recibió la botella, asombrado. Ya que hasta el veintisiete de octubre no era su cumpleaños. Y a decir verdad, tampoco el tío había sido nunca el más generoso y detallista de todos los parientes que tenía. Aún así, Dylan le dio un abrazo en agradecimiento y éste le respondió pegándole un manotazo en la espalda.
Hacía mucho calor. Nada sorprendente para ser pleno mes de agosto. Pero aquel sin duda estaba siendo un verano anormal. Se respiraba una extraña atmósfera de tormenta en el ambiente. Malos presagios se leían en las nubes grises que emborronaban el cielo.
William, un pelirrojo lleno de pecas y delgado como el palo de una escoba, que era el mejor amigo de Dylan, se había ido a pasar los meses de vacaciones a casa de sus abuelos en un pueblo cercano, llamado Cardiff, dónde había un gran castillo del siglo XII.
Sin embargo para Dylan, Swansea, su pueblo, no tenía nada extraordinario que fuera digno de un cuento medieval. Y lo poco que había, no era muy divertido si no andaba William cerca.
En verano, al no tener que ir al colegio, solían pasar las mañanas en el puerto viendo como los marineros descargaban la pesca de la noche anterior.
De vez en cuando un viejo lobo de mar, al que ambos apodaban Barlovento por ser rudo como el más feroz de todos los huracanes y tener en el aliento la resaca de un mar revuelto por los siete vientos del sur, dejaba que fueran con él en un trayecto a lo largo del río Tawe y les mostraba cómo debían pilotar la embarcación y realizar los diferentes tipos de amarres con las cuerdas. Ellos a cambio, se encargaban de desenredar las redes y poner en orden la caja de anzuelos.
Al final, habiendo atracado ya en puerto, Barlovento les dejaba fumar un poco de picadura en su pipa. Dylan y William a menudo volvían a casa mareados.
Sin embargo al no poder disfrutar de la compañía de su delgaducho amigo, Dylan no sabía qué hacer esa mañana. Lo único que tenía a mano para matar el aburrimiento era la botella de aguardiente que le habían regalado.
Mientras corría por el sendero de tierra camino a la granja, en su cabeza empezaba a dibujar un plan con el que pasar el día.
Se entretuvo unos minutos en el porche viendo cómo copulaban dos moscas de abdómenes verdes y brillantes. De un manotazo interrumpió el coito de los insectos, que emprendieron el vuelo para terminar su entorpecido apareamiento sólo a unos metros más allá encima de un alfeizar.
Ante escena tan carnal, Dylan no pudo evitar soltar una pequeña risa traviesa. Finalmente, se apartó el flequillo de los ojos y de un puntapié abrió la puerta de la casa. Caminó hasta el final del pasillo para llegar a su cuarto. Echó el pasador para que nadie pudiera entrar. Dejó el licor sobre la mesilla que había junto a la cama y se puso de rodillas en el suelo de madera. Con sus dedos hizo temblar una de las tablillas que se encontraba floja. La levantó y la dejó a un lado. Luego introdujo la mano en el hueco. Del escondite secreto sacó una caja metálica de galletas que contenía una pipa de madera de alcornoque, tallada por el mismo, y un puñado de tabaco que la había birlado a Barlovento.
Buscó entre el desorden de los cajones cerillas con la que encender la pipa. Prendió uno de los fósforos y empezó a fumar. La primera calada fue pequeña. Pero la segunda, sintiéndose más seguro, la dio bastante más profunda. El humo entró denso en sus pulmones y un ataque repentino de tos hizo que lo expulsara de inmediato por los orificios nasales. Entre convulsiones gateó a tientas, como pudo, hasta los pies de la cama para coger la botella. Torpemente pudo abrirla con la boca para darle un trago largo con el que calmar la molesta tos. Aunque el remedio no hizo más que acrecentar el problema, ya que al carraspeo se le unió un ardor insoportable que le picaba desde la garganta hasta la boca del estómago.
Sin parar de toser, todavía con la pipa en una mano y el aguardiente en la otra, corrió a la ventana. Escupió con fuerza hacia el jardín. Quiso acertarle al sol, pero el salivazo cayó pastoso sobre un trébol mustio.
Un minuto después la tos ya había remitido. Volvió a encender la pipa, a beber más del aguardiente.
Según pasaban las horas la habitación se le antojaba más pequeña. Las paredes parecerían encoger. Y Dylan sentía dentro del pecho el pulso cardiaco de un animal salvaje, hambriento. Su espalda estaba tensa como un arco. Tocó sus dientes incisivos con los dedos y comprobó que habían empezado a crecer, afilados, igual que si fueran los colmillos de un tigre.
Tenía ganas de gritar, de correr, de tirarse de cabeza al rio desde el puente, de retar a una pandilla de chico mayores a batirse en un duelo a puñetazos contra él, de masturbarse. Y esto último, precisamente, fue lo que hizo.
Se acercó a la ventana y dejó que la brisa húmeda y bochornosa de tormenta acariciase su cuerpo adolescente.
Después de eyacular dentro de la maceta de uno de los cardos de su madre, tomó el cuaderno del colegio de la estantería y unos lápices de colores. Empezó a dibujar. Cosas sin sentido. Lo primero que se le venía a la cabeza. Disparates fruto de la ingestión etílica. También letras acompañando las imágenes que realizaba.
Fue así como Dylan, aquel día de agosto, completó su primer poema. Unos versos exaltados, para nada infantiles, que hablaban de calaveras, fiebre lujuriosa y lunas rojas.
Siguió fumando hasta terminar la botella de aguardiente. Durante todo el proceso no dejó de escribir ni un solo segundo. La madera del suelo había desaparecido bajo una capa de hojas garabateadas con letra nerviosa.
A través de la ventana no se veía nada. La noche había caído. El viento arrastraba el perfume agrio de los arándanos y únicamente se alcanzaba a oír un canto lejano de grillos. Las moscas en el alfeizar habían terminado de copular hacía años. Décadas atrás el cardo había desarrollado una membrana impermeable que lo cubría a modo de defensa. Pero Dylan, ya convertido en Dylan Thomas, lo ignoraba. Absorto por la inspiración, no había advertido que su mano de niño en ese momento era una mano huesuda, cubierta por una piel cetrina y llena de venas azules, que sostenía un lápiz cada vez más pequeño. Que el pelo que cubría su frente empezaba a retroceder en las sienes volviéndose fosco. Sin embargo, él seguía creando, sin importarle lo que aconteciera en el mundo exterior.
Afuera un arbusto dejaba caer de sus ramas la última baya muerta y en la oscuridad de la noche sólo se distinguía el brillo de abdómenes verdes, acechando cada vez más próximos a la ventana.

 

 

 

 

 

 

 

 
 

 

 

 

Javier Puebla

Javier Puebla firmó la primera obra de mister Frederic Traum. Al parecer tiene amigos bastante poco recomendables

   
   
       
Carpe diem, visitante nº Que los hados guíen tus pasos