AMPARO BALIÑO
NUEVA NOVELA SIN TÍTULO
Este es el cuarto libro
que escribe Amparo Baliño -mi cum laude dos años
consecutivos- en el marco del taller 3Estaciones. Baliño
es una autora en constante y sorprendente crecimiento;
desde Lúa Chea (publicado -al igual que PARASIEMPRE
no está en mi diccionario, por Haz Milagros Ediciones)
hasta REDES,
de próxima publicación, su avance en el
dominio del lenguaje y de la técnica narrativa
me asombra y enorgullece. En REDES ya demuestra que está
a a la altura de cualquier autor profesional, y parece
que aún habrá que subirle el listón
si mantiene hasta el final de la novela el nivel que ha
demostrado en los capítulos escritos desde octubre
de 2010. Más abajo ofrezco una muestra de su trabajo,
Los Pessoa, el capítulo VI de su nuevo libro aún
sin título.
Javier Puebla, enero 2011.
CAPITULO VI
Los Pessoa
Tengo toda la semana para
mí solo; Begoña estará fuera.
La casa para mí, mi vida para mí; estos
días serán como unas vacaciones.
En vez de empezar de manera
brillante, el lunes, a media mañana, llama mi madre.
¡Como es! Recuerda perfectamente que es mi día
de descanso.
-Lorenzo, hijo. ¿Vas a venir a comer?
-No, mamá. Tengo cosas que hacer.
-¡Pero si es tu día libre! Además
luego, a la tarde, me tienes que llevar a la residencia.
Y he hecho cocido, que sé que te gusta.
Al final, por no discutir más y porque no sé
cómo escabullirme, le digo que sí.
Su cocina no es para echar cohetes, pero es buena; al
menos mucho mejor que la mía y que la de Bego juntas.
Tradicional, y eso siempre se agradece. Y como decimos
todos: “nada, como el cocido de una madre”.
Desde que mi padre ingresó
en la residencia, ella ha rejuvenecido. Supongo que cuidar
de un enfermo de Alzheimer debe de ser agotador. Los primeros
años, no lo llevó mal. Entonces él
sólo tenía pequeños despistes. Luego,
cuando empezó a ser un peligro para sí mismo
y los demás, ya no hubo más remedio que
ingresarle. En aquel momento mi madre estaba agotada,
envejecida. Unos meses más tarde –ahora-
parece otra. Sale y entra a su antojo, va a talleres de
cerámica, pintura o bolillos… Queda con sus
amigas –ni siquiera sabía que las tuviese-
para jugar al bingo o tomarse un café… En
fin, que parece que se ha quitado diez años de
encima; todos los que a mi padre le han caído de
golpe.
Me suele arrastrar con ella a verle una o dos veces al
mes. Al principio, como ella veía muy mal tenía
una excusa excelente, pero desde que se operó de
cataratas, está mucho mejor de la vista que yo.
Durante años estuvo diciendo:
-Lorenzo, hijo, ¿qué pone aquí?
Y aun ahora lo sigue haciendo, y en vez de leérselo
a veces se me escapa un:
-¡Joder, mamá! ¡Y yo qué sé!
Si tú ves mucho mejor…
-¡Ay! Hijo. ¡Qué genio tienes! Como
tu padre…
Y eso me jode aun más, así que por lo general,
en situaciones como esta, procuro controlarme, tomo aire
e intento seguir la inercia, manteniendo los hábitos
y la paz. Iremos a visitar a mi padre aunque suele ser
todo un número. Vamos en mi coche; mi madre es
la peor copiloto que me he echado en la vida. Me avisa
de todo, desde el semáforo que se va a poner en
naranja hasta el vehículo del otro carril que está
haciendo, o a punto de hacer, una supuesta maniobra peligrosa.
Para mí es una gran lección de paciencia
infinita, tipo zen, pero hay días que me desquicia
totalmente. Espero que hoy no sea uno de esos. ¡Menudo
comienzo de vacaciones!
Cuando llego a casa -porque
su casa siempre seguirá siendo también mi
casa- me asalta el olor a cocido y salivo como el perro
de Paulov. Abro con mi propia llave y voy directo a la
cocina.
Saludo. Ella se vuelve y, por suerte para mí, la
pillo con las manos ocupadas, así que solo hace
el gesto de poner la cara para que la bese. Si la hubiese
encontrado con las manos libres me hubiese achuchado con
un abrazo aparatoso. Últimamente parece que quisiera
suplir, de una sola vez, toda la falta de cariño
que me escatimó en la infancia. A mí me
incomoda bastante. Yo me considero un tipo cariñoso,
al menos con mis amantes. Con el resto del personal, mantengo
las distancias aprendidas en mi ámbito familiar.
Mientras pongo la mesa reviso una vez más la casa.
Es como un almacén de recuerdos. Fotos por todas
partes. Vitrinas llenas de pequeños adornos. Mesas
plagadas de ceniceros. Cajones atiborrados de objetos
hasta el punto, de que si abres uno, lo mismo luego no
puedes volver a cerrarlo. En ellos guarda de todo, desde
un corcho a un trozo de cartón, cintas, gomas,
coches de juguete, la mitad de una pinza, frascos de medicinas
vacios, …de todo, montones de cosas que sigue guardando
paraporsiacaso. Mi madre es de la generación de
guardarlo todo, por si hace falta, por si se puede volver
a usar. Supongo que pasaron muchos apuros en la posguerra;
supongo… que entonces era necesario.
Cuando al sacar los hielos me encuentro con una bolsa
llena de pilas, no puedo evitar volver a sacar el tema.
-Mamá, es que lo guardas todo. A veces pienso si
no será un principio del síndrome de Diógenes.
-No exageres hijo, no es para tanto. Sólo guardo
lo necesario.
-¿Necesario, mamá? ¿Por qué
no sacas esta porquería del congelador? Te he dicho
que ahora hay pilas recargables, y que esas no tienes
que tirarlas, las pones en un aparato que enchufado a
la red vuelve a cargarlas. –Nervioso, abro el cajón
equivocado y me encuentro con otro de sus tesoros- ¿Y
por qué guardas todas estas llaves, mamá?
Por si acaso se hace alguna vez una puerta, un cajón,
o cualquier otra cosa con la misma, exacta, cerradura
que aquella que abría esta llave, esta misma llave,
mamá. ¿Tú crees que eso podría
ser posible?
-Hijo, ¡cómo te pones! Es que ahora lo tiráis
todo. No es que haya que guardar hasta los mocos, como
antes, en los pañuelos de bolsillo, pero vamos,
de ahí a que no haya por ejemplo, ni un solo sitio
donde te cojan los puntos de las medias, y a la más
mínima carrera hay que tirarlas… ¡Vamos!
El otro día, al salir de casa, me encontré
con un afilador, ¡hacia siglos que no veía
uno!, con ese instrumento musical tan curioso que usan…
¿cómo se llama?
-No sé, mamá; “pito” o “flauta
afiladora” o… ¡qué sé
yo!
-Pues antes sí lo sabías. Recuerdo aquella
vez que los Reyes te trajeron un maravilloso xilofón,
dijiste que no, que tú querías lo que tocaba
aquel hombre…
-Sí, mamá. Fue una vena musical que tuve,
por suerte se me pasó pronto.
-Bueno, pues este afilador que te digo, iba llamando a
todos los telefonillos y diciendo a voz en grito: “Señora,
el afilador. ¿Tiene usted algo para afilar? Cuchillos,
tijeras…”. Y oí como una señora
le contestaba: “¡Uy! Afilador… si ahora
ya no se afila nada. Yo compro los cuchillos nuevos cuando
los que tengo ya no cortan…” Ya ves. De verdad,
que pena. Tiramos todo…
-Claro, mamá. Lo que no sirve, se tira.
-¡Lo que no sirve! dice… ¿Y si luego
vuelve a servir?
-Mamá, si está roto, no sirve.
-Servirá para otra cosa... Y luego que también
hay cosas que se guardan por cariño, por nostalgia,…
de recuerdo. No sé, como tus dientes. Ya veremos
si cuando por fin te decidas a tener hijos, no andas tú
guardando también sus dientecitos que irán
poniendo uno a uno bajo la almohada… ¡Ya veremos,
Lorenzo, cuando tú seas padre!
-No sé, mamá. No sé si eso lo veremos
algún día.
No me gusta la dirección que ha tomado la conversación.
Así que hago un quiebro y vuelvo al tema que nos
ocupa.
-Mamá, pero es que tú guardas hasta las
cerillas usadas.
-Claro, hijo, para prender el siguiente quemador. Y tú
antes también guardabas. ¿Qué me
dices de las chapas? ¿No recuerdas cuando las guardabas
para hacer partidos de futbol con ellas?
La verdad, es que de pequeño tenía la misma
afición que mi madre. Pero en aquel entonces no
se reciclaba. Los periódicos, por ejemplo, no sólo
no se tiraban, sino que por llevarlos, junto con los cartones,
al trapero, te daban dinero. Y las botellas –de
cristal, porque entonces de plástico había
pocas- también se vendían, que era la forma
más sabia de reciclar, dándole dinero a
la gente por ello. No como ahora que no sólo no
nos sueltan un duro, sino que además de pagar impuestos,
ponen un montón de dificultades para recogerte
la basura; que si cubos de distintos colores, que si los
vidrios te los llevas tú hasta el contenedor…
¿azul?, y el papel… ¿al amarillo?...
entonces ¿el verde?, ¡menudo lío!
Y luego, los “puntos limpios” ¿sabe
alguien que coño son y dónde se encuentran?
Porque por mi barrio no hay ni uno… no sé.
Lo de reciclar es un coñazo. Mi madre guarda pero
no recicla; lo saca todo junto en una sola bolsa que le
baja la portera y va todo al mismo cubo, menos los periódicos,
claro; esos los reserva.
-A mí de pequeña, me gustaba coleccionar
las virutas que salían al sacar punta a los lápices…
-Ahora se usan portaminas, mamá.
Después de un insufrible
viaje en coche hasta las afueras, llegamos a la residencia
donde ingresamos mi padre hace casi medio año.
Es patético. Por muy de pago que sea. Por muy bien
que la vistan… hacinar a los viejos me parece muy
deprimente. Por suerte mi padre cada día es menos
consciente de su entorno. Él, que todo lo analizaba
y lo estudiaba, que tenía una opinión definitiva
y absoluta en todo momento, ha acabado siendo un ser un
tanto amorfo, al que llevan y traen de un sitio a otro.
Lo levantan, lo llevan a desayunar y cuando acaba lo sientan
en un sillón, en una habitación con otros
diez o veinte viejos, en mejor o peor estado que él,
con una televisión siempre puesta a la que nadie
atiende. Si les observas unos minutos, te das cuenta de
que aunque la miran no la ven. Es como si esos ojos seniles
se hubiesen llenado de velos que no dejan pasar nada través
de ellos, como si sólo mirasen hacia atrás,
al pasado. Mi padre apenas ni eso. Cada día recuerda
menos cosas. Hay veces que ni siquiera nos conoce. Nos
mira con desconfianza y, si acaso, nos pregunta quiénes
somos. Para luego negar insistente que sea mi padre o
el marido de mi madre. Los primeros días eran todavía
peores, porque aun tenía momentos muy lucidos y
en ellos nos reprochaba que le hubiésemos llevado
a la residencia; “abandonado allí”,
decía él.
Mi padre nunca estuvo satisfecho conmigo. He sido para
él una gran decepción; así que al
final, a lo mejor hemos tenido suerte. Su demencia le
imposibilitará constatar lo acertado de sus predicciones
con respecto a mí.
Una tarde más nos indican la sala de la tele donde
se encuentra “acomodado el señor Pessoa”,
nos dicen. Al entrar hago un escaneo general, lo más
rápido posible, para localizarle. No está
en su sitio habitual.
-Allí –dice mi madre con su buena vista,
y me indica el rincón opuesto al de siempre.
-Hola Lorenzo –le dice mientras le besa en la frente.
Mi padre levanta la vista que reposaba en sus manos. Y
un brillo en sus ojos nos da a entender que hoy sí
nos ha reconocido.
-Hola papá. ¿Cómo te encuentras?
-Al menos me encuentro –contesta con su voz un tanto
ronca y áspera de siempre, sólo un poco
más débil cada año.
-Cariño, has cambiado de sitio.
-No por mi gusto. Aquel viejo de allí –nos
señala su sillón preferido frente a la puerta,
el mejor observatorio de la habitación- me lo ha
quitado. He presentado una queja en dirección,
y la respuesta ha sido que “aquí no hay sitios
fijos”. ¡Habrase visto! Luego les he dicho
que hay ciertos derechos adquiridos… pero ni me
han dejado terminar. Hablándome como si fuese un
viejo chocho me han traído hasta éste sillón
y me han insistido en que “sea bueno y me quede
calladito”.
-Éste está muy bien, al lado de la ventana.
Puedes ver el jardín.
-¿Para qué quiero yo ver el jardín?
Además con tanta luz, me lloran los ojos.
Mi padre siempre tuvo los ojos delicados, de tanto libro
que leyó, de tanto que estudió. Y también,
de tanta bilis que acumuló y, aun hoy, genera.
-Pero por suerte para mí, ese –señala
al anciano que ocupa su sitio- está medio cojo.
Así que la próxima vez sólo tengo
que aligerar un poco al salir del comedor. Sin duda llegaré
antes que él. ¡Habrase visto!
Yo no puedo evitar escucharle con una sonrisa. La mala
hostia es lo último que se debilita. Y en cierta
forma me alegro. Creo que no soy capaz de aceptar esta
forma de perderlo; ver cómo se va volviendo cada
día más inútil, más infantil.
Enfrentarme a su genio resultó fundamental en mi
adolescencia. Fue lo que me moldeó, lo que me hizo
ser quien soy. Hubiese preferido una enfermedad rápida,
una muerte fulminante. No ésta postración
lenta e irrecuperable.
-Anda hijo, tráenos unos refrescos –me dice
mi madre. Sabe que el paseo me aliviará un poco
la hora de visita.
En la cafetería, me encuentro con Araceli, una
simpática y vivaracha anciana de más de
noventa años.
-Hola Lope. ¿Cómo estás? Parece que
el señor Pessoa tiene hoy un buen día.
-¿Bueno? ...no sé; al menos hoy nos conoce.
Pero tanto como bueno…
-Tiene un carácter fuerte.
Estoy a punto de contestar -o preguntar- por qué
se confunde siempre el carácter fuerte con la mala
hostia; pero me callo. Esta anciana no merece que la confunda
con mis razonamientos metafísicos. A veces puedes
hacer por los demás cosas que no puedes hacer por
ti mismo.
-¿Y usted, Araceli, cómo se encuentra?
-Muy bien, hijo. Hoy ha venido a verme mi nieto. Tiene
mucho trabajo, y viaja tanto que apenas tiene tiempo…
pero mira me ha traído este pañuelo ¿a
que es precioso?
Sé, que el nieto de Araceli está en el paro.
Sé, que era drogadicto y se está desenganchando.
Pero para ella, él es notario o juez, no sé,
porque cada cierto tiempo le cambia de profesión.
Pero no seré yo quien la desengañe. ¿Para
qué? No tiene a nadie más en el mundo. Y
ella es feliz así, o al menos lo parece. Es de
los pocos viejos de esta residencia que no mata sus días
amargando la existencia a todos los que le rodean. Se
apaga, sí, pero con mucha elegancia.
-¡Qué guapo te veo, muchacho! ¡Qué
orgullosos estarán tus padres!
No tiene ni idea, pienso. Y me llama “muchacho”,
bien. ¡Ojalá fuese mi abuela!
Cuando vuelvo donde mis
progenitores la situación ha cambiado drásticamente.
Mi madre está intentando que él se ponga
una chaqueta.
-Señora, déjeme en paz –vocea él
mientras se zafa.
Ella, toda despeinada, se retira y se sienta con un suspiro.
Le tiendo la bebida.
-Toma mamá. Papá ¿quieres? –le
ofrezco un refresco.
Mi padre me mira con soberbia mientras aparta mi mano
con un golpe seco.
-No le conozco, caballero. ¡Habrase visto! Ni que
yo tuviese el Síndrome de Munchausen. (1)
Me quedo inmóvil, como un pez perezoso en el agua.
Hago ver que no pasa nada, pero sí pasa. Aunque
siento cierto alivio cuando pienso en como controla todavía
el vocabulario médico. Al menos aun no ha llegado
al punto de confundir las palabras ¿o sí?
¿sabe de lo qué está hablando? Mi
madre se entristece; yo me cabreo. Sé que me parezco
a mi padre; a mi padre y a mi madre. Una clase de combinación
que sólo sabe hacer el ADN; un poquito de esto,
un poquito de esto otro.
Callados, miramos la televisión perpetuamente encendida.
Aun queda una media hora de visita. Miro en torno. La
vieja de al lado, se lleva un dedo a la sien y me hace
el gesto del “tornillo flojo”. Yo asiento.
Ella se encoje de hombros y suelta una risilla infantil
mientras se tapa la boca con la mano. No es necesario
ser un excelente detective para deducir que la mayoría
de ellos están más seniles –en el
sentido de viejos- que locos. Y aunque pienso un rato
en el asunto, no consigo decidir qué es peor; o
lo que es lo mismo, de qué es mejor morir.
A lo mejor hay cosas peores que la muerte.
(1)Síndrome de Munchausen: cuando una persona enferma
adrede y a menudo para conseguir la atención y
la simpatía del personal médico.