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                REGALAR POR NAVIDAD 
                Sin duda fue una crueldad por mi parte. Un 
                  retorcimiento. Desde que entré en la tienda e hizo envolver 
                  el regalo hasta que por fin me atendieron en el mostrador de 
                  la oficina de correos pasó un tiempo lo bastante largo 
                  como para que pudiese arrepentirme. Era innecesario. Pero también 
                  divertido. Me pareció que sería divertido. Reía 
                  yo solo cuando le imaginaba en casa abriendo la cajita roja 
                  envuelta en papel dorado con estrellas titilantes. Sus dedos 
                  de alacrán extendiendo los cuernos de reno anclados al 
                  casquete metálico. ¿No me bastaba con llevar casi 
                  un año acostándome con su mujer? ¿Tenía 
                  que restregárselo mandándole aquella cornamenta 
                  fabricada en alambre y tela? Y la tarjeta sin firma: Santa Claus 
                  siempre recuerda a quien se lo merece. De Félix no supe 
                  nada. Ni una palabra acerca del regalo a pesar de que se suponía 
                  eramos amigos. Falsos amigos. Pero sí supe por ella. 
                  Por Claudia. Por su mujer. Mi amante. ¿Era imbécil 
                  o simplemente pretendía amargarle la vida? ¿No 
                  me bastaba con los encuentros furtivos en hoteles o hasta en 
                  los servicios de los bares? Lo cierto es que no me bastaba. 
                  Félix no se la follaba. Claudia lo juraba. Nada de sexo 
                  con mi marido. Podía creerla o no. Eso daba igual. Lo 
                  cierto es que la tenía para él seis días 
                  a la semana. Cerca. Bien cerca. Pegadita a sus huevos de jilguero 
                  santurrón. 
                  -Te voy a matar. Nunca he odiado a nadie como a ti. Te juro 
                  que no vas a volver a verme en tu vida. 
                  Lo dijo en voz baja y arrastrada antes de colgar. Yo sonreí 
                  casi feliz. Conozco a Claudia. Vendría a por mí. 
                  Necesitaba chillarme y amenazarme en directo. Mirar mis ojos 
                  para ver si por fin había algo en ellos. Una señal. 
                  No vio nada en mis ojos. Pero la reconciliación fue inevitable. 
                  Nuestros cuerpos se conocían y actuaban solos. Nunca 
                  lo habíamos hecho tomando tan pocas precauciones. En 
                  el coche. Cerca de su casa. Pero estábamos como locos. 
                  Locos sin remedio. Sentí sus orgasmos en cadena uno detrás 
                  de otro. Cuatro. Hasta que me olvidé de las matemáticas 
                  y yo también estallé. Cuando abrí los ojos 
                  aún estaba lejos. Quizá a unos veinte metros. 
                  No le dije nada a Claudia. ¿Para qué? Habría 
                  sonado poco verosímil. Tu marido viene hacia nosotros 
                  pero el muy torpe ha olvidado en casa los cuernos de reno. ¡Desagradecido! 
                  Con el tiempo y las molestias que me había tomado para 
                  que le llegasen a casa por navidad. Claudia aún escondía 
                  su cansancio tras los párpados rematados en dos pestañas 
                  negras y postizas. Le costaba calmarse. Domar su respiración 
                  todavía agitada. Era habitual en ella. Puse mi mano en 
                  su sexo desnudo. Félix ya estaba junto al coche. Y yo 
                  le estaba esperando. Los ojos brillantes. La sonrisa ancha como 
                  un océano. En ese momento Claudia debió notar 
                  algo. ¿La crispación de mi mano? La abracé 
                  con tanta fuerza como indiferencia. Nunca he querido a Claudia. 
                  Nunca me ha importado. En eso nos parecíamos. Tampoco 
                  yo me importo lo más mínimo. 
                  No sobrevivimos. Ninguno de los dos. Desde tan cerca ni siquiera 
                  un imbécil como Félix podía fallar. Cuatro 
                  tiros. De algún modo fui capaz de contarlos. Un. Dos. 
                  Tres. Cuatro. A bocajarro. 
                  Frederic Traum. Ho Chi Min City, noviembre y diciembre de dos 
                  cero cero siete.(Escribo despacio). 
                  
                  
                PERRA EN CELO 
                 
                  A todas partes. Me seguía a todas partes. 
                  Obsesionada por el aroma del deseo. Únicamente lograba 
                  excitarla si la pateaba o gritaba intentando alejarla. Excitarla 
                  aún más. Me aterrorizaba escucharla aullar. La 
                  locura encendiendo sus ojos más oscuros que negros. El 
                  morro húmedo. Babas blancas colgando de sus labios rojo 
                  sexo. Los dientes al aire. Antes –gritaba su mirada- destrozar 
                  tu yugular que perderte. Y no había lugar en la tierra 
                  donde no pudiera encontrarme su olfato excesivo y enfermo. Ni 
                  en la tierra ni en el infierno. 
                  Así que tuve que cambiar de táctica. Dejar que 
                  se acercase. Acariciar su hocico y piernas y vientre y pelo. 
                  Enfrentar con afecto fingido -humilde actor- sus lindos ojitos 
                  tan feos. Inundar de palabras amables las pequeñas orejas 
                  de perro. 
                  Poco a poco fui amansándola. No deseo otra cosa que estar 
                  junto a ti. Adoro que me sigas y seas capaz de rastrear mis 
                  pasos incluso cuando siquiera apoyo los pies en el suelo. Eres 
                  el único ser de la creación que me importa. Mi 
                  amor ignorado. Sueño realizado y perfecto. Querida cariño 
                  te quiero te quiero te quiero. 
                  Hasta que una tarde de final de invierno -le compré dulces 
                  y no dejé de hablarle con la máxima delicadeza 
                  y ternura en ningún momento- conseguí arrastrarla 
                  hasta la consulta del veterinario que le puso -indiferente y 
                  profesional- la inyección con el veneno. 
                Frederic Traum. Shangai, doce de mayo de dos cero cero siete. 
                  
                 
                 
                      
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