A Panizo nunca le han gustado las alturas. Ya de niño
le temblaban las rodillas cuando sus primas le obligaban
a subirse, para protegerlas de malvados y animales salvajes,
a la casita del árbol que habían construido
en el jardín de la abuela Máxima. ¿Y
se resbalaba y caía y se mataba o se rompía
todos los huesos o al menos los huesos de la pierna y
no podía volver a andar ni bailar ni perseguir
a sus primas el resto de su vida? La altura era hermosa
vista desde abajo. La altura era peligrosa vista desde
arriba. Muy peligrosa.
Los años habían atenuado su temor, la fragilidad
temblequera que los diccionarios llaman vértigo,
pero en ocasiones volvía. El vértigo volvía.
Pero al ensayista, autor de Las Carpetas del Tiempo,
no le gustaba admitirlo, reconocerlo. Era un hombre que
se había hecho a sí mismo, un hombre que
sabía atarse los cordones de los zapatos y ponerse
las lentillas, aunque jamás había logrado
dominar -todo hay que decirlo- el arte de voltear en el
aire una tortilla. Tortilla, hacerse tortilla. Eso es
lo que podía pasar si un ser humano caía
desde un punto demasiado alto: una azotea, un árbol,
la pasarela que cruzaba de lado a lado la autopista.
La pasarela. Allí estaba la pasarela. Sobrevolando
alegremente, hasta la habían pintado de colorines,
la autopista llamada M-30. Utilizarla era ahorrarse muchos
minutos. En Mad Madrid valen mucho los minutos. El tiempo
se esfuma como agua entre los dedos de un artrítico.
Y Panizo entró en la pasarela. Al principio bien.
Un pelín después del principio regular.
A la mitad: fatal. Allí estaba el vértigo.
Calma, tío, calma, la barandilla es bastante alta,
y tampoco estás tan alto. Le falta el aire. O más
exactamente: le sobra el aire que está a punto
de arrancarle del entramado de hormigón y hierro
y llevárselo volando. Pero lo logra. Cruza la pasarela.
Y al llegar al otro lado, la euforia tras la pequeña
hazaña, una idea le ilumina el cerebro. Una idea
brillante. Una idea genial. Una idea puro Panizo. Si es
que no puede evitarlo. No sólo se atreve a cruzar
por las pasarelas, sino que además es un genio.
¡Un genio! Juan Emilio Valle, su editor más
paciente, se va a quedar alucinando. Lo va a flipar en
colores. Y su chica... Tal vez su chica no; demasiados
años juntos, más que harta probablemente
de que lluevan sobre sus orejas perfectas las ideas geniales
de Panizo. Pero ¿qué importa lo que opine
el mundo? La llevará a la práctica, se hará
famoso, le entrevistarán en el canal 288 de la
televisión local. Ay, ya lo saborea, ¡qué
bien sabe el triunfo!
No necesita apuntarla. Es una idea demasiado genial para
olvidarla. Hace media hora de bici estática en
el gimnasio ¡y vuelve a pasar la pasarela! Bravo.
Bien, Panizo.
Al llegar a casa va a contarle la idea a su chica antes
de enviarla por mail a su editor. ¿Cómo
era? ¿Sobre...? ¿Trataba de algo práctico
o era una invención absoluta y revolucionaria?
Empieza empieza por... Ni idea. Pero a su chica algo le
dice: Se me ha ocurrido una idea genial. Ni le responde.
Pero se me ha olvidado. Ella le mira. ¿Qué
bien, verdad? Es maravilloso que se me haya olvidado,
¿sabes cariño? Me he pasado la vida lastrado
por mis ideas geniales. La vida entera. Pero esta se me
ha olvidado, es maravilloso, no tendré que “hacerla”.
Carpe
diem, visitante nº
Que los hados guíen tus pasos