CAPITÁN, es un relato que escribí inspirado en un hecho real que me contó mi amigo Nacho, realizador de los guiñoles del Canal +, y a quien como es natural le dediqué el cuento que se publicó en VIA, revista que se entrega gratuitamente a los usuarios del ferrocarril de vía estrecha.
out of collection Año del Cazador


CAPITÁN

Me preocupaba o dolía verle sentado en el viejo butacón de orejas de color azul dejando pasar las horas, subyugado como un niño ante el adormecedor río de imágenes que atraviesa el televisor. Si intentaba hablar con él respondía con monosílabos o movimientos ambiguos de cabeza o guardaba un silencio indiferente, de nuevo tan similar al de los niños cuando están contemplando su serie de dibujos favorita y suspenden o borran por completo la realidad que pretende inútilmente tratar de seguir existiendo a su alrededor, fracasando en integrar al pequeño fuguista en su disciplina implacable. Supongo que eso es lo que hacía mi padre cuando se sentaba en el viejo butacón de orejas de color azul, antaño fue en verdad azul, dejando pasar las horas muertas: negar la tediosa realidad que le rodeaba, en la que nunca sucedía nada importante, digno de mención o recuerdo. Verle así me resultaba inquietante porque cuando cierro los ojos y pienso en mi padre le veo en continua actividad, llegando de un viaje o preparándose para otro, cargado de regalos o proyectos, los ojos brillantes como si hubieran sido creados para jamás apagarse.
-¿No te apetece que vayamos a tomar un vinito? ¿A dar un paseo? ¿Sabes que estoy preparando una exposición en Madrid?
Pero no sabía, no quería, no estaba interesado ni en los bares del pueblo ni en caminar, menos aún en lo que pudiera suceder en Madrid, que su hijo mayor estuviese convirtiendo en un pintor de éxito a quien los próceres de la capital encargaban retratos y paisajes.
Le dejaba por imposible tras quince o veinte minutos de hablar solo, monologar con menos éxito que el soliloquio que salía por los altavoces del televisor, y me iba, no sé si desconcertado o triste, quizá ambas cosas, a tomar un vino yo solo y luego a pasear si encontraba algún viejo amigo, el pueblo había cambiado mucho, en el bar.
Pero una vez a la semana mi padre dejaba el viejo sillón de orejas de color azul y desaparecía. A mi madre y a mis hermanas les inquietaba, preferían tenerle allí, hecho un vegetal hipnotizado por el río multicolor de pixels incansables. No es que pensaran que iba a desaparecer, todos sabíamos adonde iba, a la ciudad; y que, nunca había sucedido de otro modo, regresaría en el último tren de la noche, el bonito y tranquilo, por no decir lento, tren de vía estrecha que une desde que alcanza la memoria, y aún antes, el pueblo donde nací con la capital.
-Me he colado. Me he colado otra vez. No he pagado ni un duro, ni un euro.
Mi madre no decía nada, tampoco mis hermanas. Tampoco yo, pero le sonreía. Aprobaba su aventura, ese regreso del brillo a sus ojos antes de volver a abismarse entre las orejas descoloridas del sillón. Daba igual lo que hiciese en la ciudad, que jugase al billar o buscase viejos amigos o simplemente deambulase sin rumbo; lo que le gustaba, el acto que le devolvía a la vida, era la ratificación de que aún era más fuerte que la norma, podía burlar la ley, subirse al tren, poner cara de señor, su inalterable cara de señor, y viajar sin pagar un duro o un euro, como añadía luego para que quedase claro que no había quedado anclado en la peseta, que era consciente del tiempo en que vivía.
-A los jubilados les dejan viajar sin billete, no les cobran.
Lo dijo mi hermana un día. Lo dijo a bocajarro y mal, para volver a sentarlo y que no se levantase, como si desease deslizar a la posición off el interruptor que le encendía la mirada después de escaparse.
El viejo fingió no escucharla, pero la había escuchado. Durante más de tres meses permaneció encerrado en casa, desinteresado de todo. Él, que había recorrido todos los mares del mundo, todos los países del planeta, en una época que sus compatriotas no conocían ni la ciudad más cercana. No le reproché nada a mi hermana, habría sido inútil, yo era un soñador y ella una mujer práctica: llevábamos mil años sin comprendernos o intentarlo siquiera. Pero me miraba triunfante cuando yo regresaba a casa los fines de semana y comíamos juntos sin apenas hablar, ya hablaba el televisor, en la gastada mesa familiar.
-Come más carne, hijo, que en la capital no hay nada de sustancia. Cada vez que vienes te veo más delgado.
A mi madre le preocupaba mi delgadez o le interesaba mi salud. A mi padre no le preocupaba ni interesaba nada.
-¿Y papá? No está en el sillón.
Me sentí feliz pero no quise hacer de ello una victoria, quizá tendría que haberme alarmado, quizá esta vez ya no le quedarían neuronas en funcionamiento suficientes para indicarle el camino de regreso.
Pero volvió a aparecer esa misma noche, a la hora que llega al pueblo el último tren que viene de la ciudad.
-Me he colado otra vez. No he pagado nada, ni un duro, ni un euro.
Y nos miró, brillando como cuando era joven y nosotros niños. Pero sobre todo miró a mi hermana, retándola, clavándole en los ojos el brillo recuperado de los suyos. Repitiendo para ella, pero también para mí y para él mismo, tal vez sobre todo para él mismo.
-Me he colado otra vez. No he pagado nada, ni un duro, ni un euro.

 

 

 

 

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