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Nunca Debí Acostarme Con Vicky Rumano
(Un relato de Max Durango)
Está buenísima. Eso es lo primero que piensa cualquiera
al ver a la Rumano, que está buenísima: culo,
tetas, piernas, ojos, pelo... ¡todo! Un monumento, la
perfección hecha carne. Vicky, ese es el nombre de la
Rumano, aunque sonríe siempre que me ve, haciendo brillar
sus dientes blancos e iguales, no es demasiado simpática
conmigo, pero las personas tan guapas no tienen porque esforzarse
en ser simpáticas. En realidad ni las personas feas se
molestan en ser simpáticas cuando se acostumbran a vivir
en las grandes ciudades y las protege el anonimato.
-Si espera un momentito, señor Durango, le saco los documentos
que ha preparado don Gregorio para que usted firme.
Don Gregorio no es otro que Greg, mi viejo camarada en el grupo
pop Los Gatos Hidráulicos. Greg tocaba la batería.
Yo cantaba. Ahora, como es sabido, ya no canto, escribo letras
para artistas de todo tipo y me va bastante bien; cada vez mejor,
esa es la verdad. Y Greg, que había estudiado derecho
por imposición paterna, al disolverse la banda se puso
a ejercer como abogado. Greg es medio americano, su madre nació
en New Jersey, y gracias a su dominio del inglés y a
los contactos que hicimos en la época del grupo enseguida
se hizo una clientela entre las gentes del mundillo. No es imposible
ver salir de su despacho a la mismísima Madona. Y Robert
Smith le llama tantas veces al móvil que casi parecen
novios.
-Este chico no tiene Cura - dice siempre Greg cuando cuelga,
mirándome a los ojos burlonamente, como si yo no supiese
que el grupo de Smith se llama La Cura. Como si Smith ..., pero
no quiero contar eso: Greg es amigo mío, un buen amigo
mío aparte de mi abogado. Por eso siempre he respetado
a la Rumano. A la Rumano y a todas sus secretarias, ya que Greg
suele cambiar de ayudante cada seis meses o un año. Estoy
seguro que se acuesta con todas ellas. Y muchos de sus clientes
también. Pero yo no. Cuando te mueves en el mundo del
rock nunca faltan las mujeres. Por supuesto que si eres Mick
Jagger tienes más ofertas que si eres un letrista de
rostro desconocido, pero aún así es fácil
conseguir una chica diferente para cada fin de semana. Así
que yo no tenía ninguna necesidad de abusar de mi relación
con Greg acostándome con sus secretarias.
¿Qué podría decir en mi descargo? Poca
cosa. Mi justificación es basura. Ni siquiera me apetecía
hacerlo. Admiro las curvas de Vicky, como cualquiera, pero cuando
entré en el despacho, después de una opípara
comida con el director de la Fundación Lento, lo único
que deseaba era irme a casa y echarme, solo, en mi cama.
Hacía calor: más de treinta y cinco grados. Vicky
no había conectado el aparato de aire acondicionado.
Quizá le gustaba sudar. O que la viésemos sudar:
el vientre liso brillante asomando sobre el pantalón
blanco y anclado en el punto más bajo posible de sus
caderas, el amplio escote perlado.
-Tiene que firmar aquí, y aquí...
Ese fue el problema. Por eso caí. Era fácil. Increíblemente
fácil. Greg no estaba. Y la chica se me insinúo
con absoluto descaro. La sangre abandonó mi cabeza y
comenzó a concentrarse en otro sitio. Firmé sobre
un párrafo en lugar de sobre la línea de puntos
y Vicky Rumano se rió de un modo inconfundible; satisfecha
sin duda por haber conseguido desviar mi atención hacia
sus pechos de muñeca para adultos. Esa risa fue el detonante.
¿Por qué no? Hay que aprovechar las oportunidades.
Además tengo una fama que mantener. Una reputación.
Soy Max Durango. Bazuca Durango para mis amigas.
La cogí sin más de las caderas y la forcé
a darse la vuelta. No hubo besitos ni carantoñas. La
tumbé encima de la mesa. Puro sexo. Esa era la idea.
Pero quien piense que allí hubo pasión se está
equivocando. Ni siquiera se cayeron las carpetas, las grapadoras
o el teléfono. Ella se limitó a dejarme hacer.
Y yo a maldecirme a mí mismo por estar moviéndome
adelante y atrás en lugar de encontrarme en mi casa,
tumbado en mi cama y durmiendo la siesta. Acabé el trabajo
por lo dicho: mi reputación y esas cosas. Pero fue un
polvo absurdo, aburridísimo. La Rumano sería una
estatua magnífica pero no pasaba de ahí: carecía
de magia en las caderas; es tan fundamental la magia en las
caderas. Ni siquiera sus labios resultaron tan sensuales como
parecían una vez que entraron en acción. Conocía
los pasos del baile y los ejecutaba, sí, y lo hacía
bien, como un robot.
-¿Quiere usted un café, señor Durango?
Advertí algo en el brillo de sus ojos que me inquietó;
como si ella supiera algo que yo ignoraba. ¿Habría
alguna cámara oculta en el despacho? No acepté
el café. Ni siquiera me molesté en seguir siendo
amable. Me sentía harto y desagusto. Firmé los
documentos que faltaban en cuanto acabé de subirme los
pantalones y me largué.
Le mandé unas flores al día siguiente -más
por educación que porque me apeteciese- pero cuando me
llamó al móvil para proponerme una cita le dije
que estaba ocupado. Ya llamaría yo. A buen entendedor...
Llevaba varias semanas sin verla hasta que
esta mañana he tenido que volver a visitar el despacho
de Greg. Parece que así tendrá que ser toda la
vida: firmar documentos estúpidos y presentar facturas
para que la Delegación de Hacienda esté contenta
conmigo; ojalá le bastase con quedarse el cuarenta por
ciento de mi dinero. Allí estaba Vicky. Llevaba un elegante
traje rosa; nada provocativo. Al abrirme la puerta me ha sonreído
hasta enseñarme las encías pero yo la he respondido
clavando la mirada en el suelo. Estaba decidido a que no volviese
a suceder lo del otro día, a no caer en el mismo error.
Por eso me había cerciorado, antes de acudir al despacho,
de que Greg estaría allí. Y estaba. Aún
andábamos ejecutando nuestro abrazo ritual, Greg y yo
nos abrazamos cada vez que nos encontramos aunque entre una
cita y otra no hayan pasado ni veinticuatro horas, cuando me
comunicó la buena nueva: se casaba.
Lo has adivinado. Se casaba con su secretaria, con Vicky Rumano.
Y yo tenía que ser el padrino. No podía fallarle:
soy su mejor amigo. El padrino. Sentí como se me resecaba
la boca y tuve ganas de confesarle lo que había sucedido,
explicarle que me alegraba por él pero que no era adecuado
que yo fuese el padrino de esa boda. Ya estaba a punto de abrir
la boca y echar a rodar una amistad de más de veinte
años y quedarme sin abogado cuando entró Vicky
en el despacho. Desencripté sin dificultad la mirada
que se intercambiaron. Yo no me equivoco en esas cosas. Greg
sabía. Greg sabía perfectamente lo que había
sucedido en su antedespacho veinte días atrás.
Me pidió que la felicitara también a ella. Lo
hice, desde luego; una vez más el roce de sus senos de
robot hembra bien entrenado contra mi pecho. Greg nos rodeó
con sus grandes brazos a ambos a la vez. Menudo par de guarros.
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