El Beso
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A Lola
Bajo un cielo de plomo, sobre un lecho de asfalto, un edificio
vulgar de ladrillos ennegrecidos por el tráfico, allí
está el apartamento donde vive León Salgado,
que ahora duerme, el sueño inquieto, pues también
en sus ensoñaciones el cielo está oscuro y ruedan
millares y millares de coches sobre el arrugado asfalto. Se
remueve en la cama, arrebujado entre las sábanas, resistiendose
a abandonar la relativa blandura del colchón, temeroso
de la absoluta dureza de la realidad que aguarda, impaciente,
que abra los ojos para recordarle que debe pasar por el banco,
hablar con el vecino que le está provocando una gotera
en el pasillo, visitar a su mejor amigo a quien dos meses
atras diagnosticaron una esclerosis múltiple, y luchar
contra el libro sobre la adolescencia y el alcohol que escribe
en nombre de otro, para que lo firme otro y se beneficie otro.
Deben ser casi las tres de la tarde, pero él sigue
aferrado a la cama, apurando la duermevela que ya es tan terrible,
o peor, que la realidad que le aguarda pero dónde León
aún puede manipular las piezas, dirigir el rumbo de
los personajes de los que es creador y amo. Se esfuerza en
el sueño, en esas imágenes cogidas con pinzas
que parecen auténticas pero sabe no lo son, para avistar
un pájaro, y piensa que va a cantar, porque así
lo desea, porque debe ser hermoso despertarse arullado por
el trino de seres alados, y sus labios se distienden en una
sonrisa lo bastante amplia como para contagiar a la almohada
blanca que se esponja y espera, también ella, el gorjeo
mágico. Pero no hay ningún canto en el sueño,
sólo un chirrido, como el grito de un grajo o el gozne
de una puerta mal engrasada, y es el gozne de la puerta lo
que vuelve a escuchar, ahora ya despierto, seguido de pasos
en el pasillo de madera, de pasos de zapato plano y piernas
largas. Aprieta con fuerza los párpados, se agarra
a la almohada, atontado por el sopor, incapaz de luchar contra
las manos que buscan las sábanas y le roban su protección
y se posan en su cara, concretamente en la barbilla para levantarla;
pero aún se resiste a abrir los ojos, se resiste hasta
que los labios rosa rozan los suyos resecos y gastados, hasta
que los labios rosa se aplastan contra los suyos, devolviéndoles
el color, y la vida, y el rocío. Entonces León
sonríe con esos labios recién estrenados, y
abre los ojos, y la ve a ella, a su mujer, que regresa del
trabajo, y le está besando con humedad y delicadeza,
ve sus ojos enormes, de color azul y piensa que eso es el
cielo y cuando escucha su voz sabe que será capaz de
todo, que no desfallecerá y bajará al banco,
escribirá el libro de encargo, visitará a su
amigo, discutirá con el vecino, pues en la voz de ella
está el canto, tan añorado, de todos los pájaros.