Arroz ciego, capítulo o relato número 14 de EL AÑO DEL CAZADOR, lo escribí inspirándome en Rafael Vilar, El Coronel. Hace unos días, ver columna El Herralde, me enteré de que había muerto. Va por él, por ti, el último gran gentleman español en África, Rafael, Coronel.
Arroz Ciego
Es una mancha azul. O una mancha roja. O rosa. Desplazándose sobre un escenario de tonos discretos y acogedores. El restaurante Hispano.
Se llama León. León Salgado. La mancha. Ha pedido una cerveza. Preferiría no tener que pedir otra. Necesita de toda su lucidez. Sus gestos son nerviosos y rápidos. Habla con la velocidad de una metralleta. El rostro es tan móvil que resulta difícil de concretar. Tenía una cita para las tres y ya son y cuarto. Para distraerse habla con el camarero. Luego con el caballero grueso y calmo acodado junto a él en la barra. Más tarde con la señora de los lavabos. Ninguno de sus improvisados interlocutores sería capaz de describir a León. Una mancha, dirían. Una mancha azul. O roja. O rosa. Salgado podría dar decenas de detalles sobre cualquiera de ellos. Sobre el restaurante. Año de inaguración. Clientes habituales.Nombre y apellidos del antiguo propietario. Nombre y apellidos del nuevo.
El hombre a quien esperaba entra por la puerta con cincuenta minutos de retraso. Ello no altera a León. Le ha costado meses de llamadas y correos electrónicos concertar el encuentro. Unos minutos más o menos carecen de importancia. Saluda con una amplia sonrisa al recién llegado. Inspeccionando con avidez la expresión de su cara. La poca agilidad de sus movimientos.
Salgado ha luchado por esta cita con un único motivo. El individuo que acaba de entrar conoce al propietario de su editorial predilecta. En la única que verdaderamente desea ver publicados sus libros. Salgado es escritor. Y pintor. Y paseante. Algunas veces se hace pasar por taxista o fontanero. El otro hombre es empresario. Y luchador. Y enfermo. Jamás se haría pasar por taxista o fontanero. ¿Su nombre? No importa. Baste su apodo. El Coronel. Cabeza redonda sin pelo. Ojos saltones. La pierna derecha inutilizada. Si se le comparase con una mancha ésta sería oscura. Como de petróleo. Una mancha que habla de muertos. A El Coronel le encanta hablar de muertos. Muertos que, en vida, también conoció León. El ingeniero Lago. La secretaria Díaz. El audaz dinamitero Esquivia. El propio Coronel acaba de regresar del otro lado. Y ahora sería un tercero quien debería hablar de él. Quien pusiera su nombre al final de la larga lista. Tres meses en coma. Regresó a la vida cuando los médicos ya le habían desahuciado. Rebelde hasta sin fuerzas.
Fuma todo el tiempo. Bebe sin parar. Compulsivamente. A mala idea. Decidido. El hombre que regresó desde el otro lado. Empalma un cigarro con otro. Una copa con la siguiente. ¿De qué huye?, se pregunta León. Le conoció en África tres años atrás. En un cóctel ofrecido por el Embajador de España en Senegal. Le pareció un individuo fascinante. A León. El Coronel. El Coronel que aún no había viajado al lado oscuro. Sí a casi todos los países del mundo. A los más sombríos. Argelia. Congo. Mauritania. Ya por aquel entonces bebía y fumaba sin parar. Cómo si desease arder por dentro. Quemarse. Le contó experiencias fabulosas. Presas construidas en medio de un desierto. Avionetas aterrizando sin combustible. Grandes felinos rugiendo en la noche alrededor de su campamento. Conocía más jefes de estado que León camareros. Y León conoce muchos camareros. Mantenía relaciones con los más brillantes intelectuales en su país. España. Escritores como Juan Benet. Uno de sus muertos predilectos. Artistas de la talla de Miró o Naranjo. Editores de prestigio. El famoso J. H. entre ellos. Razón y causa de aquella comida. De que ambos volvieran a compartir mesa. Después de dos años. Dos más que largos años.
Los primeros pasos del baile son previsibles. Noticias de los vivos comunes entre las innumerables cruces de los amigos ya muertos. El Coronel mezcla cigarrillos rubios con negros. Cerveza con güisqui. Vino con ginebra. Un bólido lanzado a tumba abierta en una autopista dónde los demás circulan en sentido contrario. Sonrisa desencantada. Ya es demasiado tarde para rendirse. Pase lo que pase el jamás pisará el pedal del freno. Su infierno debe ser terrible. No importa si el fuego lo encendió su esposa. O la abnegada secretaria con la que nunca se casó. No importa porque ahora el infierno es suyo. Sólo suyo. Y él sabe como cuidarlo. Como atizar sus llamas. Sentir en su interior el aliento devastador del fuego. Bastan unos minutos para que el cenicero se llene de colillas. Para que tenga que traer una nueva botella el somelier.
León mira al hombre sentado frente a él. A los pocos minutos ha intuido que el encuentro es inútil. El Coronel apenas conoce a J.H. No hasta el punto de poder concertar un encuentro. Está comiendo con León porque el asedio ha sido irresistible. Nada puede hacer por él. Tampoco puede nada León en favor de El Coronel. Sólo escucharle. Mientras saborea el excelente plato que le ha recomendado pedir su anfitrión forzado. Arroz mezclado con pescado libre de espinas. Arroz ciego. León mastica despacio. Sin sentir nada. Ni admiración. Ni pena. Tampoco indiferencia. Nada. Hacia ese hombre que se suicida fumando y bebiendo. Sentado frente a él.


 

 

 

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