Lavapiés con 
                    Cabeza
                  
                    Está sentada al pie de la escalera. 
                    En la oscuridad. Ignacia. Ya hace bastantes minutos que espera. 
                    Quizá su plan haya fracasado. Quizá no venga 
                    Omar. Pero sí, tiene que venir, tiene que venir. Los 
                    peldaños de madera crujen. Ruidos extraños. 
                    ¿Y si fuese una rata? A Ignacia le dan pánico 
                    las ratas. Mejor no pensar en eso. Cierra los ojos y se esfuerza 
                    en ocupar la imaginación en otras cosas. Su calle. 
                    Su esquina vista desde el balcón del apartamento dónde 
                    vive hace tres años. Se esfuerza en reconstruirla mentalmente. 
                    Lavapiés con Cabeza. Justo enfrente está la 
                    cafetería Belmar. A veces come o cena allí. 
                    Cuando no tiene ganas de liarse en la cocina. Y cuando baja 
                    por Lavapiés, camino de la Glorieta de Atocha, siempre 
                    mira los ventanales. A ver si han cambiado los cuadros o las 
                    fotografías. Antonio siempre tiene alguna exposición 
                    colgada de sus paredes. Y en la otra esquina está La 
                    Taberna del Avapiés. Un local que frecuentan más 
                    los visitantes que los del barrio. 
                    Estoy haciendo el ridículo, Omar no va a venir, y como 
                    venga un vecino y me vea con este vestido tan atrevido y sentada 
                    en la escalera, pensará que estoy loca, o que soy una 
                    fulana.
                    Pero no es probable que entre ningún vecino. Pasan 
                    cincuenta minutos la medianoche. Y es verano. Casi todos los 
                    inquilinos del Quince de la Calle de la Cabeza, del Tres de 
                    la Calle Lavapiés, están fuera de Madrid. Los 
                    que quedan deberían estar durmiendo. O eso es lo que 
                    desea Ignacia. Que estén durmiendo.
                    Un crujido especialmente siniestro la obliga a levantarse. 
                    Camina hasta el portón por el que se filtra un rayo 
                    de luz. ¡Malditas ratas! Pero si no hay ratas en Madrid. 
                    Regresa a la escalera. Curva el cuerpo siguiendo la línea 
                    sinuosa del pasamanos. Una mano en la frente. Pensar en otra 
                    cosa. A la derecha del portal, a unos metros de la Taberna 
                    del Avapiés, en el número Catorce de la Calle 
                    de la Cabeza, está el Teatro Estudio de Madrid. Por 
                    las tardes se agolpan los amantes de la farándula ante 
                    sus puertas. Obras mínimas. Uno o dos actores. Dramaturgos 
                    desconocidos. Jamás ha entrado Ignacia al teatro. Se 
                    lo ha propuesto en más de una ocasión. Pero 
                    está demasiado cerca. Demasiado fácil. Cruzar 
                    la calle no es salir.
                    ¿Por qué no viene Omar? ¿Por qué 
                    no llega puntual, como las otras noches, cuando quien le aguardaba 
                    era su enamorada? La pequeña y pálida Mei Lí. 
                    En la misma acera del teatro y la taberna hay una tienda de 
                    electrodomésticos. Artículos de ocasión. 
                    Compraventa. El Rey del Frío. El luminoso amarillo 
                    rematado en una corona del mismo color titila durante toda 
                    la noche. Y un poco más allá una enorme tienda 
                    de lámparas. Debo estar loca. No debería haber 
                    llamado a los padres de la chica para advertirles que cada 
                    noche se ve en mi portal con el joven marroquí. ¿Qué 
                    hago aquí? Seguro que Omar no vendrá. Si la 
                    china se ha enterado de que alguien ha hablado con sus padres 
                    le habrá llamado al móvil. No vendrá. 
                    Bajando por Lavapiés está el bar Alex. A Ignacia 
                    no le gusta el bar Alex. El portugués que lo lleva 
                    suele sumar mal. Además la mira sin respeto. De arriba 
                    a abajo. Una mujer sola. Él sabe lo que busca una mujer 
                    sola en un bar. Enfrente del Alex, en los impares de la calle 
                    Lavapiés, está el Taqué. Una discoteca 
                    que cierra tarde. Bulliciosa. Divertida. El dibujo de la entrada 
                    es especialmente bonito. El busto de una mujer negra con el 
                    pelo a lo afro. Voy a subirme a casa, a quitarme este vestido 
                    que me hace parecer una zorra. He obrado mal, no tenía 
                    que haberme metido en lo que no me importa, ya lo sé, 
                    pero es que me daba tanta envidia esa chicuela sosa. Todas 
                    las noches viéndoles. Besándose. Abrazándose. 
                    Colándose en el portal. Me resultaba imposible no asomarme 
                    a la escalera. A veces se desnudaban por completo, gimiendo 
                    sin importales quién pudiese escucharles. Y él. 
                    Él moviéndose como un animal. Su olor subiendo 
                    hasta mi piso. Impidiéndome descansar.
                    Una llave. El sonido de una llave. ¿Y si es un vecino? 
                    ¿Y si no es Omar? Debería subirme a casa. Pero 
                    se queda. Ignacia. Febril de deseo. Omar. Omar. Omar.
                    -¡Omar!
                   A Omar le había telefoneado 
                    Mei Lí a las diez y media de la noche. Aún estaba 
                    apostado en el cruce de Amparo con Miguel Servet. Vendiendo 
                    posturas de hachís.
                    -Una señora ha llamado a mis padres para contarles 
                    lo nuestro, que nos vemos cada noche en Lavapiés con 
                    Cabeza. Así que hoy no voy a poder ir. Están 
                    hechos una furia. Ya sabes que desde que a mi hermano le rompieron 
                    un brazo con un bate de béisbol en aquella pelea mi 
                    padre no puede ver a ningún marroquí. 
                    -¿Y no sabes quien era la señora?
                    -No, no sé.
                    -Debe ser la vieja esa, la mujer rubia esa que siempre nos 
                    está espiando. Más de una vez la he visto asomada 
                    al hueco de la escalera, mirándonos.
                    -Sí, podría ser ella. Pero ¿qué 
                    ganaría?
                    -No sé, ya conoces a la gente, joder.
                    Se iba a enterar la vieja. Omar la tenía bien fichada. 
                    Vivía encima del local de la Asociación de Yoga. 
                    Subiría hasta su casa para pedirle explicaciones. Quizá 
                    hasta le soltase una buena yoya. Para que aprendiese a meter 
                    las narices en asuntos que no eran de su incumbencia.
                   -¡Omar!
                    Oír su nombre le desconcierta. Distingue una silueta 
                    al fondo del vestíbulo. Una silueta femenina. Vestido 
                    blanco cortísimo. Cabello rubio rizado velandole el 
                    rostro.
                    -¡Omar!
                    Se acerca. No puede ser Mei Lí. Mei Lí con una 
                    peluca rubia. Con un vestido así. ¡Qué 
                    locura! ¿Y si fuese la vieja? Entonces sería 
                    verdad que había sido ella quien había llamado 
                    a los padres de Mei.
                    -¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
                    El perfume es tan intenso que le emborracha. Avanza un paso. 
                    Luego otro, más breve. Puede sentir el calor que desprende 
                    el cuerpo de la mujer. Alarga un brazo para comprobar la humedad 
                    de su piel. Mojada y suave. Su piel.
                    -Te estaba esperando, Omar.
                    Una mano le roza el pelo antes de posarse en la nuca. Ignacia 
                    atrae hacia ella la cabeza rizada del chico marroquí. 
                    Sus labios a punto de encontrarse.
                    -Cuánto has tardado.
                    No sabe que le sucede. Está como mareado. Sin voluntad. 
                    Se deja atraer hacia los labios que imagina rojos. Los pechos 
                    grandes y blandos. El vestido blanco por encima de la cadera. 
                    No puede resistirse. No quiere resistirse. Pero aún 
                    le alcanzan las fuerzas para mentirse a sí mismo antes 
                    de abandonarse. Dejarse ir.
                    -Casi no te había reconocido con ese vestido tan sexy, 
                    y la peluca rubia, Mei Lí.
                  