Escribo en la columna que no hay fotos
de Bronchalo en internet, que cuando las busco aparecen
incluso fotos mías; en la redacción de Cambio16
han elegido una de estas últimas como ilustración,
aunque yo hubiese preferido que no hubiese aparecido ninguna.
Para ver artículo en la edición
digital de Cambio16, pincha abajo:
http://cambio16.es/col/33/javier_puebla/
LA ALEGRÍA
DE RAMÓN PERNAS
Estoy
pasando las fotos que he hecho en marzo, más de
doscientas, de la cámara al ordenador, y me encuentro
con la imagen de Ramón, mi querido Ramón.
Había pensado escribir sobre él la semana
pasada, sobre su alegría que está perfectamente
reflejada en la instantánea que le saqué
en su despacho, pero -un gallego me sabrá entender-
se me cruzó un ánima, un muerto, un amigo
a quien también quise y admiré: Eduardo
Bronchalo, y no pude evitar dedicarle la columna de la
semana a él.
Pero de esta semana no pasa, me digo mirando la foto de
Pernas hablando por teléfono. Buceo en la imagen,
tratando de reconstruir lo que paso, la historia de esa
imagen en la que brilla la alegria de Ramón. La
historia de la foto comienza exactamente el cuatro de
marzo, aunque fue tomada diez o doce días después.
No es que mi memoria sea la del Funes de Borges, sino
que me es fácil recordar la fecha con absoluta
precisión porque es un día importante para
mí. El cuatro de marzo fue el día en que
nació Ramón Pernas. Y por eso le telefoneé,
para felicitarle por su cumpleaños. Hablamos un
rato y luego quedamos en vernos unos días más
tarde -pasaría por su despacho en Hermosilla para
continuar charlando, pero cara a cara, que siempre es
mejor. Ese fue el día de la foto, el día
que Ramón estaba contento y feliz, el día
que pasé por su despacho en las oficinas centrales
de la empresa para la que trabaja (es un jefazón).
-Así que tu hijo nació el mismo día
que yo.
-Sí.
-Entonces algo nos iguala.
Sonreí, tras asentir con la cabeza. El despacho
parecía la Puerta del Sol, gente entrando y saliendo
para felicitar a Ramón Pernas por su flamante premio,
nada menos que el Azorín. Su atractiva y siempre
amable secretaria, Rosa, tenía que esquivar el
tráfico para entrar y salir. Esperé, hasta
que la calma -relativa- se impuso al huracán de
felicitaciones. Entonces me senté frente a él
y charlamos. Me gusta charlar con él, es muy buen
conversador. Escucha. Nunca dice frases vacías.
Se permite una sinceridad desarmante. Y también,
eso es lo que más me gusta de hablar con él,
se permite expresarse como lo que es: un creador.
Me contó la fantástica repercusión
mediática (es una palabra que no me gusta, pero
es costumbre escribirlo así) que tuvo el premio:
había incluso varias cadenas de televisión
de ámbito nacional. Y luego las llamadas de amigos
y conocidos lloviendo suavemente sobre él. Repiqueteó
el teléfono. Otra llamada (supongo que también
de felicitación; soy un caballero y jamás
escucho las conversaciones que mantienen mis amigos delante
de mí). Fue durante la conversación cuando
disparé la foto que me ha servido para no olvidarme
de escribir esta columna, que podría también
haber titulado, como se titula la novela de Ramón,
Paraíso (me contó el argumento y estoy deseando
leerla), porque para mí el Paraíso siempre
ha sido la felicidad de los otros, de aquellos a quienes
quiero y aprecio. La alegría de Ramón convirtió
para mí su despacho, y luego la calle Hermosilla,
en un pequeño paraíso, donde -después
de días de complicadas luchas- volví a recordar
la maravilla que es sentirse feliz.