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LA FRUTERÍA
DE LOS ÁRABES
Cerca
del lugar que suelo llamar “mi cueva”, el
sitio donde me escapo cada vez que puedo para escribir
o pensar, hay un polígono industrial al que acudo
con frecuencia en inviernopara comprar leña o echar
gasolina o simplemente enredar, pues hay días en
los que escribir, o el sueño de escribir, me absorve
hasta tal punto que no encuentro tiempo, olvido por completo
mi voluntad de hacerlo, para caminar y hacer ejercicio.
Sin darme cuenta me encuentro con que ya ha llegado la
noche, y no he salido de casa, de la cueva, ni siquiera
para comprar el pan; quizá hasta me he olvidado
de comer. Así que me subo a mi coche, que tiene
algo de animal mitológico, le gusta que le llame
“mi coche-lobo” aunque no tengo la certeza
de que se transforme en monstruo peligroso cuando brilla
la luna noche, y conduzco hasta el polígono, sin
importarme si ya es demasiado tarde para comprar leña
o para hacer nada práctico. Lo habitual es que
aún llegue a tiempo para brujulear por un paseo
cubierto al que llaman Los Belgas, donde hay charcuterías,
panaderías, tiendas de muebles y de dietética,
un bazar chino, y al menos dos fruterías, en una
de las cuales entré por primera vez hace unos meses
-recuerdo la novela en la que estaba trabajando pero no
el mes exacto- por puro capricho, sin intención
de comprar nada, pero hubo algo en el interior, que me
hizo demorarme, y acabar comprando un par de aguacates;
exquisitos. Al salir experimenté una sensación
de plenitud. Desde aquella primera ocasión siempre
que conduzco hasta el polígono y luego brujuleo
por el Paseo de los Belgas, me paro ante la frutería
y -casi siempre- entro, aunque no vaya a comprar nada,
miro el género expuesto: me seducen los colores,
la forma en la que están ordenadas las frutas y
hortalizas...
Ayer había más gente de la habitual, así
que tras coger aguacates y plátanos, tuve que hacer
cola, y pregunté quien era el último. Una
mujer joven me dijo que ella no, y me señaló
a una señora acartonada acompañada por un
hombre, presumiblemente su marido, igual de acartonado.
Pero a la mujer joven le brillaban los ojos, y sin darme
cuenta me puse a hablar con ella, para compartir el misterio
que suponía para mí que aquella frutería
me resultase tan atractiva. Ella dijo que era un lugar
familiar, fácil. Pero para mí era algo más.
El pañuelo cubriendo el cabello de la chica que
cobraba, los hombres de edad indefinida moviéndose
a un ritmo ajeno y lejano, lento y moroso, con cajas en
las manos, la luz fea pero eficaz, la ausencia de tonos
de voz demasiado altos...
Y entonces comprendí que era mi nostalgia de la
aventura del viaje lo que me llevaba a esa pequeña
frutería en el Paseo de los Belgas, que mientras
estoy allí logro, leve y fragilmente, estar en
otro sitio, mezclado con otras razas, y puedo olfatear
otros colores y costumbres. La mujer joven me siguió
hasta la pandería de enfrente, quizá quería
seguir hablando conmigo, pero decliné la posibilidad
con una sonrisa amable. No tenía ya nada que decirle,
mi viaje había terminado, estaba de nuevo en los
alrededores de mi cueva, y tenía que volver para
sentarme ante el ordenador y continuar escribiendo.