PERDIDO RELOJ
DE TINTÍN
Nunca
había perdido un reloj. Nunca hasta el 31 de diciembre
del año 2013. Antes, mucho antes, un día
que me subí al tren (tenía el coche-cama
gratis) para ir adonde me llevara a pasar doce horas haciendo
fotos y luego regresar a Mad Madrid, me robaron un reloj
en la Plaza Real de Barcelona. Robarme uno sí,
perderlo jamás. Hasta el día 31de diciembre
del año que acaba de morir. Me di cuenta que no
lo tenía, sentado tras la magnífica cristalera
del restaurante El Picantón (por el pollo a la
brasa, no porque allí sucedan cosas "picantes"
en el sentido que se daba a la palabra en el siglo pasado,
aunque también podría ser). Estaba, repito,
sentado tras la magnífica cristalera mirando la
plaza vacía por completo, la Plaza Vieja de Vallecas
ahogada en una luz fría y escasa y azul mientras
al fondo, en la avenida de la Albufera manchitas de color
rojo corrían la carrera popular de todos los años.
Mi amigo Antonio Barrios, el dueño del local, me
preguntó la hora, y no se la pude dar. Había
perdido mi reloj. ¡Pero no, era imposible, me lo
habría dejado en casa! Ya desde ese momento dejé
de atender a la conversación; sólo pensaba
en regresar a mi cueva de escritor para buscarlo. Y lo
busqué y lo busqué... pero las paredes no
derribé. Había perdido mi reloj de Tintín,
mi maravilloso y amadísimo reloj de Tintín,
que me regalaron con amor y yo mantuve vivo con amor,
y cuando se estropeó la correa -están hechas
para que no duren- la pelé por completo y la dejé
blanca y sorprendente, cuando se rompió la hebilla
de plástico -están hechas para romperse-
le di vuelta e ingenié un funcionamiento imposible
que sin embargo aguantó más de dos años,
hasta que falló -supongo que eso fue lo que sucedió-
el último día del año trece, mientras
rondaba las manchitas rojas de la San Silvestre. Busqué
y busqué... Me convencí a mí mismo
de que daba igual, de que no necesitaba reloj; ya llevo
la hora en el móvil. Días después
me regalaron otro que se pretendía parecido (¡Corto
Maltés!). Entonces sonó el teléfono.
"¿No habrás perdido un reloj de Tintín?".
"Sí". Era Antonio Barrios, "Un reloj
así sólo podía ser tuyo", dijo.
No me mosqueé. Era verdad. Era la felicidad. Era...
y entonces, exactamente diecisiete días después,
otra vez lo perdí.
De nuevo busqué y busqué, y hasta le pedí
ayuda a Max Puebla, gran buscador, pero el reloj no encontré...
¡Qué tristeza!
¿Tristeza? ¿Por qué no permito que
mueran los objetos, como tampoco permito que mueran las
personas y sigo jugando -me lo creo a pies juntillas-
que hablo con ellas cuando ya se han ido? Cuido mi reloj,
como algún jersey o las chanclas que me compró
hace veinte años Odile en Dakar y que sigo utilizando
a diario, casi más que a mí mismo. ¿Por
qué? Me atrevo a responder que algo se me queda
pegado al objeto: lo que sentí, lo que viví...
y si lo tiro o si lo pierdo, también tiro o pierdo
una parte de mí. ¿Soy un ser mágico
y mis objetos acaban contagiados, enfermos, de magia?
Quizá; pues por segunda vez en veinte días
el reloj -con la cara y el flequillo del siempre ingenuo
señor Tintín- ha vuelto a mí.