JAVIER PUEBLA
ERA ÉL
Sucedió
en el Canoe Club de Pez Volador Street en Mad Madrid una
tardenoche de finales de otoño del año dos
cero uno tres. Javier Puebla era él. Siempre me
ha interesado la magia y el juego del disfraz. He llegado
a subir en un ascensor con mi propio padre, apenas camuflado
tras un mono de mecánico, y no me reconoció.
Mi vestuario no está pensando para que pueda encontrar
en él prendas que me queden más o menos
bien, sino para matizar quien soy, quien voy a ser cuando
salga por la puerta. ¿Un pijo? ¿Un macarra?
¿El escritor? ¿El director de cine en permanente
retiro espiritual? ¿Alguien seguro de sí
mismo? ¿Un hombre tímido? ¿Un invisible?
Qué bonito es lograr ser invisible. El sueño
de millones de hombres, y también el de H.G. Wells.
Y de eso se trataba la tardenoche de finales de otoño
del año dos cero uno tres en el Canoe Club de Pez
Volador Street en Mad Madrid: de ser invisible, sentado
en el centro de un escenario con un centenar de personas
mirándome. El prestige (en el significado de la
palabra en inglés). Para que el público
me perdone por tal extravagancia o excesiva audacia podría
decir, y sería verdad, que últimamente trabajo
demasiado, sufro demasiado, me esfuerzo demasiado, y me
merecía un ratito de genuina diversión.
Pero más sincero es admitir que lo hice porque
me salió de las pelotas, porque sí.
Mi papel era el de presentador de cuatro autores de Haz
Milagros ediciones. Cumplí impecablemente con los
tres primeros. Pero el cuarto era: Javier Puebla. Así
que cerré los ojos y -con la ayuda del público-
le convoqué. Y allí estaba Javier Puebla,
fuera de mí. Me cayó más o menos
bien; aunque sin excesos. Al verlo fuera comprendí
lo insoportable que resulta su manía o vicio de
ser siempre tan tremebundamente original. No me gusta
la gente original, y mucho menos la que es todo el tiempo
original. Cansa. Tengo ya una edad, prefiero a las personas
previsibles, las que sé por donde van a salir y
a quienes no tengo que estar siempre mirando por si llevan
cohetes en las suelas de los zapatos y están a
punto de despegar con dirección al bar donde "mejor
preparan en el mundo entero los dry martini". Mientras
los demás leyeron un cuento o capítulo de
su libro, Javier Puebla leyó el índice,
y además dijo que era un poema. ¿Un poema?
Joder. Pero yo era sólo el presentador, el hombre
a quien nadie veía, el invisible para las cien
personas del público. Así que respeté
y escuché. Y al final, después de que leyera
unas "cosas" que se ha inventado -"relampos"-
le pregunté por el sombrero. Y contó como
cuando salía cualquier persona con sombrero en
el programa de Dragó, del que fue tribuno frecuente,
la gente le llamaba para decirle que le había visto,
aunque el del sombrero fuese treinta años más
joven o viejo que él, aunque pesase el doble que
él. "Y si me lo quitara, el sombrero, me convertiría
en invisible, nadie me reconocería". Y se
lo quitó. "Y si te lo pusiera a ti, te convertirías
en Javier Puebla". Y me lo puso. Y me convertí
en Javier Puebla. Y como Javier Puebla al final del acto
fui el autor que menos libros logró vender.