JAVIER PUEBLA

     
   

 

VOY A APRENDER
A COSER

 

El pensamiento se abre paso en su cabeza, lento y tenaz, al modo -considera Panizo- de Clint Eastwood avanzando por una callejuela polvorienta en miserable pueblo del Oeste dispuesto a enfrentarse a sus enemigos y con la seguridad de que los matará a todos de una sola vez. Claro que Panizo, Javier Panizo, no es hombre de pistolas..., o al menos no lo es un principio, aunque podría serlo, si llegara la oportunidad y el momento. Panizo, Javier Panizo, es un intelectual, o al menos alguien que tiene la desvergüenza o el optimismo de tomarse a sí mismo por tal. La intelectualidad suele ir jalonada de múltiples carencias, y en el caso de Panizo estas carencias, o inutilidades manifiestas, alcanzan niveles alarmantes. Él achaca sus minusvalías a su condición de intelectual, o a que pertenece a una generación..., ay. Sí, él es un hombre que no sabe freír un huevo, que apenas distingue el vinagre del aceite, que nunca ha encendido una chimenea, que... que lo ignora casi todo; ni siquiera sabe coser.
Coser. Cae un sol de plomo y horror sobre la calle polvorienta del salvaje oeste americano y Panizo es Clint Eastwood con una manta tapándole la camisa; la manta la lleva para que nadie vea que la camisa tiene dos botones sin coser. Y cuando avanza Panizo, cuando avanza Clint en una ciudad moderna cien años después, no está buscando a un tipo mal afeitado y armado con dos revólveres para medirse con él. Panizo avanza por las calles de Nueva York o de Murcia o de Barcelona o de París o de Kuala Lumpur... buscando una mujer, porque de un hombre no se fía, ni se atrevería a pedírselo; no quedaría bien. "Hola, Marcelo, serías tan amable de coserme el botón que se me cayó ayer, mientras cenaba, en el plato de sopa, ¡pero no te preocupes! que lo saqué enseguida y enseguida lo lavé". Marcelo podría prensar que Panizo se le estaba insinuando, desde luego, pero eso no sería lo peor, lo peor sería que Marcelo fuese como Javier, y tampoco supiera coser. Por eso avanza Panizo, cubierto por una manta bajo un sol de plomo y hiel, por una calle del oeste, la espalda entablada, la mirada fija en ningún sitio, aparentando ser un tipo de duro, el tipo de hombre del que se apiada una mujer. Y la encuentra, es algo que Panizo sabe hacer: encontrar una mujer. Y le cose el botón, y al hacerlo Panizo se convierte en arcilla o plastelina entre los dedos de esa mujer. La primera vez que le pidió a una chica que le cosiera un botón estuvo quince meses viviendo con ella. La segunda vez se topó con una profesional, pero no una profesional de coser; diez mil, sí. La tercera... mejor no recordarlo, aún sigue atrapado en esa tercera vez. Pero el pensamiento se ha abierto paso en su cabeza del mismo modo que Clint Eastwood se abre paso en La muerte tenía un precio, el spaguetti western de Sergio Leone. Panizo siente las cámaras y los focos alrededor de él; levanta la cabeza para librar a sus ojos de la sombra proyectada por el ala del sombrero. Avanza con paso firme. Es un pistolero, un hombre sin piedad, que entre dientes susurra, decidido: "Voy a aprender a coser".

 

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Javier Puebla

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