CASI MÁQUINAS
Uno de mis más antiguos amigos, Antonio
Orbe, se ha especializado en inteligencia
artificial y acaba de publicar un libro, en edición
exclusivamente digital, que ha titulado Cerebro
y ordenador; y anda ya liado, enredando
más que trabajando en realidad, con un nuevo ensayo
o libro de divulgación que tendrá que ver
con los robots. Es verano, y hemos quedado como tantas
noches desde que ambos teníamos dieciocho años,
para dar un paseo por los alrededores de “la cueva”
para tomar una cerveza y charlar. Un colega suyo, Leoncho
García, especialista en ajedrez ha escrito
un libro en el que amén de hablar de los grandes
maestros también cuenta anécdotas sobre
las máquinas. Siempre me ha gustado jugar al ajedrez;
de pequeño, en el colegio, fui un campeón
de modestas proporciones, y aunque al llenarse mi mundo
de mujeres y pasarme la vida distraído con sus
pieles morenas o pálidas, con sus cabellos largos
o cortos, dejé de jugar casi por completo, lo cierto
es que me seguía gustando. En los años que
pasé viviendo en Murcia -la sensación de
que el tiempo era más largo que mis miles de planes
y proyectos- estuve un tiempo apuntado a un club, que
luego rebauticé en una novela, Sonríe
Delgado, como El Club del Caballo Loco,
aunque creo que no se llamaba así, y por las noches,
eso nunca dejé de hacerlo, jugaba con mi amigo
José Marín cuando echaba
la persiana en su local, el JR3.
En medio había tenido alguna máquina, e
instalado programas varios según la potencia del
ordenador del momento. Pero para mí el ajedrez
era, es, algo esencialmente humano, porque ganar o perder
no me preocupa demasiado, incluso no me preocupa en absoluto,
y lo que más me interesa es la compañía:
mezclarme mentalmente con quien tenga enfrente; de algún
modo es similar a una conversación inteligente,
mis palabras se complementan con las de otro, y las del
otro con las mías, y se acaba construyendo un castillo
alzado a cuatro manos. Igual que en la conversación
que mantenía con Antonio Orbe en
los alrededores de “la cueva”, y fue él
quien me dijo, porque yo pregunté incrédulo
después de contarme alguna anécdota del
libro de Leoncho, si ya no había ningún
gran maestro capaz de ganar a los ordenadores, a las computadoras.
“No, el campeón del mundo es una máquina”.
Entonces le pregunté que opinaba sobre la Fórmula
Uno, el único deporte que sigo con interés,
y en el que la máquina también comienza
a ser más importante que el piloto, y él
me respondió que en no mucho tiempo se podrá
hacer un coche, el más rápido, que vaya
solo, sin conductor. Algo que no sucederá nunca
en el fútbol, o al menos no en muchísimos
años, porque el movimiento es lo más difícil
de emular para una máquina. Los robots humanoides
se caen al suelo, y ahora mismo apenas acaba de lograrse
que, con torpeza, vuelvan a levantarse. Eso me hizo pensar
que el público tiene razón, la mayoría
tiene razón, prefiriendo el fútbol al ajedrez;
se necesita más proporción de cerebro para
mover todos los músculos, activar cada nervio necesario
para hacer un regate, que para darle mate a Kasparov.
Fascinante, y extraño.