JUAN MADRID,
BAJO LA LLUVIA
Es lunes, alrededor de las
siete de la tarde. Hace tiempo, meses, que no acudo a
la presentación de ningún libro, con la
excepción de los de mi propia editorial, y llevo
un par de semanas prometiéndome regresar al “baile
literario”. Una invitación de Alianza
Literaria, con motivo del premio
Quiñones, en la que leo que Juan
Madrid se ha hecho con el galardón me
parece un buen pretexto. Salgo de casa con tiempo; así
aprovecho y doy antes un paseo. Subo la peatonalizada
calle Fuencarral, mezclado con los actores en el escenario
remozado. Mi sombrero ya no llama la atención como
antaño; se han puesto de moda y he dejado de ser
“el tipo excéntrico con sombrero”,
lo cual está bien, pero también está
mal: con lo sencillo que me resultaba llamar la atención
de los figurantes; tendré que inventarme algo.
Podría comprarme un titi y llevarlo al hombro,
pero en Mad Madrid está prohibido pasear por la
calle con animales salvajes.
Me estoy demorando al escribir, del mismo modo que me
demoré el lunes, dando vueltas alrededor de la
librería Tipos Infames,
y hasta pensé en irme sin entrar. Aún faltaban
tres cuartos de hora para el comienzo del show, y hacía
un poco de frío. Entonces lo vi, invisible para
la ciudad y sus ciudadanos, tan invisible como yo mismo
desde que ya no funciona el efecto faro de mi sombrero.
Vi a Juan Madrid, gorra de cuadros, gabardina, y luchando
de algún modo contra sí mismo -quizá
también él habría preferido irse
a casa antes que acudir a su propia presentación.
Seguí caminando, sin rumbo definido, cuarenta y
cinco minutos más; y al final -había algo
en la figura de Juan Madrid que sentía como propio,
que me había intrigado- decidí sí
entrar en Tipos Infames. Cuando llegué Juan estaba
en la puerta fumando, y eso estuvo bien, porque hablamos
un momento; respondió cuando le felicité
por el premio la verdad absoluta: “Para poder sobrevivir
otro año más”. Lo mismo que habría
respondido yo, también habría sido su modesta
dotación lo que más habría valorado:
el regalo de sobrevivir un año más. En el
interior no había mucha gente, unas treinta personas,
la mayoría de la “gauche divine” madrileña
(menos glamurosa que la barcelonesa): Raúl
Guerra Garrido, Valeria Ciompi,
Javier “Ojo Crítico”
Díaz Ballesteros,
la sombra de Juana Salabert (representada
por Luis y su hija Irina),
el jefe de prensa Raúl García
(con cara de sueño pues ha sido padre de gemelos
hace unos meses), Ernesto Pérez-Zuñiga,
y Lorenzo Rodríguez Garrido, Lorenzo
El Joven, con quien siempre es un placer
charlar; fue por él que me quedé hasta bastante
tarde, aunque me fui de los primeros. Antes de irme, naturalmente,
me acerqué para despedirme de Juan Madrid. Me había
gustado verlo, escucharle hablar de literatura, y también
de política, pero sobre todo me gustó su
mirada, sincera y sin trampas, mientras nos dábamos
la mano para despedirnos. Aún no tengo su libro:
Los hombres mojados no temen la lluvia, pero seguro que
no defraudará a nadie. La obra de Juan
Madrid es como él: auténtica;
no la cambia ni el fracaso, ni el éxito, ni la
lluvia; o el frío.