LA QUEJA
Da igual a qué hora se levante una persona por
la mañana, basta con que conecte su aparato de
radio o el televisor o encienda el tablet. Da igual a
qué hora se levante, porque en cuanto se levante
comenzaré a soplar en sus oídos como un
viento maldito o un malhadado rumor la música de
la queja. E igual que sucede cuando una canción,
o simplemente su estribillo, se le mete a alguien en la
cabeza, resulta muy difícil –una verdadera
proeza de la voluntad o la distracción- olvidarse
de ella.
El señor García sale a
la calle a las ocho y diez, la mirada baja, el café
revolviéndole un poco el estómago, preocupado
por si la empresa en la que trabaja –record de beneficios
en su historia este año- se contagiará por
el efecto dominó e instrumentará un ERE
para conseguir de ese modo un record de beneficios aún
mayor; y más mayor. Mira hacia el kiosko de periódicos,
en donde el señor García Dos,
rodeado de la queja voceada en palabras mayúsculas,
titulares y a todo color, estaría preparado para
explicarle al señor García lo mal que va
todo, qué desastre es el país en el que
viven (lo extranjero, sucede siempre, se ve desdibujado
y por eso nos parece mejor). Pero no va a suceder, el
señor García Dos no va a explicarle al señor
García lo mal que va todo, porque el señor
García ni se acerca al kiosko, es más: da
un pequeño rodeo para sacarlo de su camino. A él
le encanta leer el periódico, tocarlo, pasar las
páginas, sentir que es un objeto a punto de desaparecer,
en peligro de extinción, encontrarse las noticias
y no tener que buscarlas, rastrearlas, como sucede cuando
se entra en la versión de la prensa para la pantalla
del ordenador. En el tren luego le entregarán un
sucedáneo de periódico, el gratuito de turno,
que mirará con cierto amor, pero también
distancia porque han cogido a otro chorizo de traje tan
impecable o más que el suyo con las manos en la
masa de la pasta suiza..., la pasta suiza y la pizza de
la corrupción. Se reiría con su propio chiste,
pero no es adecuado. A su lado el señor
García Tres está explicándole
a su interlocutor, el señor García
Cuatro, la situación en la que viven y
utiliza una frase de originalidad superlativa: “Con
la que está cayendo”. El señor García,
a quien el viento enloquecedor de la queja está
empezando a afectar hasta el punto de hacerle zozobrar
la razón, le apetece decir en voz alta: “Pues
a mí, que estoy mirando por la ventana, me parece
que luce el sol”.
Por fin llega a la oficina, preparado para dibujar la
primera sonrisa del día, porque en recepción,
sentada siempre impecable –vestido, peinado, belleza
de pibón- está la señorita
García. “Buenos días, señorita
García” “Buenos días, señor
García, qué horror ¿verdad?”.
El señor García abre los ojos aterrorizado,
“¿Tú también, señorita
García, hija mía”. Y sí, tambien
ella levanta el puñal y lo clava sobre el cuerpo
del césar, de César García,
que llega a su mesa renqueante, mareado, deseando abrir
su maletín. Saca bocata y botellín de agua;
muerde. Humm, está riquísimo. Sonríe
como un imbécil, de pie en su islita en el centro
del mar de la desesperación.