ATAQUE DE RELAX
Es domingo, el día del señor, el día
que me reservo siempre para trabajar, y que no me salto
-casi- jamás. Estoy en la cueva de El Escorial,
con mi pequeña familia; bajamos todos a comer a
Madrid y yo regresar –solo- a la cueva porque tengo
una muy ambiciosa columna de opinión en la cabeza
(esa misma noche se me ocurrirá otra mejor, aún
más ambiciosa). La cueva es el lugar perfecto para
trabajar. Afuera hace un frío de mil diablos, no
hay abierto ningún bar, el fuego en la chimenea
resulta inspirador: lo enciendo nada más llegar.
Abro el ordenador y me siento tan contento e inspirado
que me dan ganas de bailar. ¿Por qué no?
¿Por la edad? ¿Porque soy un respetable
papá? Me pongo a bailar: Donald Fagen, The Nightfly.
Mientras bailo se me ocurren ideas sin parar: para el
taller, para la editorial, títulos y tramas de
novelas, algunos relampos (escribo dos en mi cuaderno
sin dejar de girar), imagino que converso con amigos,
veo clarísima una película que se podría
hacer con presupuesto mínimo y máxima facilidad,
recuerdo la imprescindible serie de retratos que hace
tres años tengo pendientes... y giro y giro por
la pequeña cueval, contento como hace siglos: qué
hermosa es la independencia, ah la libertad. Cuando quiero
darme cuenta, consultar un reloj –pongo especial
cuidado en no tener ninguno a la vista- son las tres de
la mañana. El contento sigue, pero –ay- ya
no hay tiempo para trabajar. Bajo la tapa del portátil,
aún con un ritmo levemente bailarín, y me
acuesto felicitándome de ser tan previsor: siempre
entrego las columnas para los periódicos con cuarenta
y ocho horas de anticipación, y mi página
web... es mi página web, es mía, hago lo
que me sale de los pies bailarines: puede esperar un día
sin que ningún lector fiel la vaya a abandonar.
Pero en cuanto me levante mañana...
Y duermo, señoras y señores, niñas
y niñas, duendes y troles, perros robóticos
y gatos de verdad, duermo... no como un niño, sino
como un animal: once horas y media. Ni qué decir
tiene que me levanto espantosamente bien, exageradamente
fenomenal. ¿Voy a desperdiciar esa energía
maravillosa que me embarga poniéndome a escribir?
¡Por favor! Un desayuno-comida, media docena de
llamadas telefónicas, ducha, y a pasear. No me
sucede muchas veces, soy un hombre tan tenso como sentimental.
No me sucede muchas veces que me alcance y gane un ataque
de relax.
Ya es por la noche, me esperan unos amigos en Mad Madrid,
pero no voy a bajar. Subo la tapa del ordenador que dejé
ayer por la noche en estado de reposo o suspensión.
Aún pierdo dos o tres horas más buscando
la música que utilizaré como fondo e inspiración.
¿Y sobre qué voy a escribir? ¿De
verdad me voy a meter en harina con esas columnas ambiciosas?
Quizá, pero todavía un poco más tarde.
Ahora mismo sólo llego a mirarme a mí mismo
en el cristal de la ventana al que la noche convierte
en una suerte de espejo, y estoy sonriendo –como
un tonto, aquí, con mi alegre soledad. Sólo
hay una cosa que quiero contar, sobre la que pueda escribir
en este momento con suficiente interés y veracidad,
sobre mi ataque de relax.