JAVIER PUEBLA

                     

CARLOS DE LA PEÑA

 

Estoy paseando por Pintor Rosales, como es mi costumbre cuando llega el verano, con mi chica, mi mujer, mi definitiva princesa. Es de noche y nos hemos tomado un helado de los de Bruin, la heladería de mis sueños. Estamos contentos, y probablemente es ella, mi princesa de ojos zarcos y perfectos, quien lo ve, ella quien pronuncia su nombre en voz alta y feliz por la sorpresa: ¡Carlos!

A los tres nos brillan los ojos de alegría; ha pasado tanto tiempo, desde Dakar nada menos; a los viajeros nos gusta medir por ciudades y países el paso del tiempo. La distancia entre nosotros desaparece y me encuentro dándole a Carlos, Carlos de la Peña, un abrazo fraterno, un abrazo largo con el que vencemos dolores, problemas, lejanías y miedos. Brillamos tanto, los tres, que las farolas y los numerosos focos que iluminan el paseo del Pintor Rosales se vuelven pálidos y escasos. Carlos lleva, trotando junto a sus talones, a un perro pequeño. Hablamos, deprisa pero sin interrumpirnos los unos a los otros, repasamos recuerdos y nombres y momentos compartidos. Cuando le conocí, en Dakar como ya he dicho, Carlos de la Peña sustituía como “capo” de Iberia en Senegal a Pedro Álvarez Parejo, a quien también considero un amigo y a quien también aprecio y quiero; hasta el punto de que reproché a Carlos -soy un hombre sentimental- que viniera a sustituirlo, fuera su remplazo; Carlos de la Pena sonrió con largueza, viajando al futuro con el pensamiento, seguro de sí mismo, de que él también sabría ganarse y merecer mi amistad y mi respeto. Y más que nadie, en la época de Dakar, consiguió, en efecto, Carlos de la Peña, y también Mamen, su mujer, ganarse mi amistad y mi respeto; fue el único que defendió mi memoria y el trabajo que había hecho, y del que tan orgulloso me sentía y me siento, cuando abandoné la ciudad y regresé a Madrid, devolví mi bonito pasaporte diplomático y pedí la excedencia para dedicarme a aquello para lo que nací y prefiero: escribir novelas o poemas o relatos o esta pequeña columna que empieza con todos nosotros paseando por Pintor Rosales una noche deliciosa de principios de verano.

Carlos -esa noche de verano- consiguió convencer a Mamen, su mujer, para que se uniera a nosotros; juntos fuimos a un bar cubano, a beber mojitos, conjurar demonios, exprimir hasta la última gota de magia que nos ofrecía el momento inesperado y perfecto, despertar esa África en la que disfrutamos de una vida privilegiada y vivimos experiencias vedadas para la mayoría, porque nadie que no haya estado allí –y no de viaje, sino residiendo- puede comprender a no ser que se las dore y guise y cocine en una novela o un cuento.

Era tarde cuando nos despedimos, prometiéndonos vernos pronto, llamarnos. Hasta muchos meses después nadie me confirmó lo que ya sabía mi corazón, que Carlos de la Peña ya no pasearía nunca más, de noche, por Pintor Rosales. Pero es mentira. Acaba de hacerlo, en estas palabras, aunque sea por la mañana cuando las escribo; pero será de noche cuando alguien las lea, y vea nuestro reencuentro, nuestra alegría, nuestro largo abrazo fraterno: más fuerte y poderoso que nuestra finitud como seres humanos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 

 

 

 

Javier Puebla-La inutilidad de un beso. Segunda entrega de LA TRILOGIA DE EL TIGRE. Kafkiana, rara y -quizá- hasta genial.

Javier Puebla

Javier Puebla firmó la primera obra de mister Frederic Traum. Al parecer tiene amigos bastante poco recomendables

   
   
       
Carpe diem, visitante nº Que los hados guíen tus pasos