ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
¿ESCRITOR?
Siempre
me han gustado las causas perdidas, defender –espada
en mano si es preciso- a los desamparados y a los pobres,
aunque en esta ocasión a quien voy a tratar de
defender, ¿o juzgar?, no sea un pobre:, en el sentido
económico del término, porque se trata del
muy conocido autor de bestsellers Alberto Vázquez-Figueroa.
Como es natural, al menos en mí es natural, no
voy a mentir para defenderlo, y hasta que no acabe este
artículo ni siquiera yo sabré si lograré
hacerlo: aunque nunca escatimo los piropos tampoco los
digo si no son ciertos. Alberto Vázquez-Figueroa.
¿Por qué defenderlo? Tiene millones de lectores
y probablemente también millones de euros. ¿De
qué hay que defenderlo pues? ¿Del desprecio
de la crítica, de que ningún columnista
de prestigio lo cite y utilice una frase suya para comenzar
o finalizar o simplemente iluminar un texto? El daño
no parece demasiado grave, la mayoría de las personas
suscribirían sin pestañear un pacto con
el diablo en el que les ofreciese dinero y éxito
a cambio de ser mirados sin afecto, o incluso con desprecio,
por unos jueces auto electos. Pero no es el momento de
hablar de esos jueces auto elegidos, pequeña mafia
con grandes brillos, pequeños cerebros honestos,
y opacidades y miserias sin cuento. Sigo con Figueroa.
Codicia es el último
libro suyo que ha salido al mercado; y se ha publicado
directamente en edición barata o rústica,
aunque muy mimada, en Debolsillo (Ramdom). La novela bebe,
al gollete, de la situación actual, la llamada
crisis, hasta el punto que en la misma se copia un artículo
entero de Iñigo de Barrón
publicado en El País en la que habla de la teoría
de la traición de Nash: dos inversores
se traicionan mutuamente aún sabiendo que ambos
lograrían mayores beneficios si colaborasen. Bien,
de eso se trata, de la teoría de Nash. En la contracubierta
del libro puede leerse “El escritor Alberto Vázquez-Figueroa
es un auténtico fenómeno literario”
(El País). Sin nombre de redactor, sin especificar
si se cita el Babelia o la frase de un anuncio pagado
por la editorial de Figueroa. Figueroa, que ya tiene 76
años, podría permitirse pactar con cualquier
periódico, o comprar a críticos hambrientos,
pero intuyo no lo hace porque se respeta a sí mismo.
Me acerco. En una época de títulos tipo
El Patatín de patatán,
o Los patatunes de los patatares,
él se permitía el disparo limpio y blanco
de una sola palabra: Ébano,
Tuareg, Cienfuegos.
Cierto que no es un creador ni de mundos ni de un brillante
lenguaje propio, pero tampoco lo son muchos de los que
están en la Academia (no voy a citar nombres, no
quiero). A mí me gustan más Kafka
o Rulfo que Figueroa, pero ese es mi
punto de vista y mi problema. Escritor, según define
Julio Casares es: “Persona que
escribe”. No cabe duda, según lo anterior,
que Alberto Vázquez-Figueroa es un escritor, como
también lo es Matilde Asensi aunque
jamás se hayan dignado a reseñarla hasta
el momento. Figueroa no debe de pedir perdón por
ser capaz de vender libros; todos quisiéramos.
Mi veredicto no es de amor, pero sí de absoluto
respeto.
“Las enseñanzas de los libros o de nuestros
padres son cosa del pasado; ahora lo que prima es el engaño,
el abuso o el latrocinio, y como la mayoría de
las leyes han sido dictadas por usureros, la única
alternativa que les queda a los hombres de buena voluntad
es utilizar la ilegalidad en beneficio de los desamparados”
(Frase final de CODICIA, que
resume perfectamente el espíritu del libro).