FORMULA UNO
                      
                         Cuando 
                        era niño un compañero de colegio me descubrió 
                        el mundo de la Fórmula Uno, mi compañero 
                        se llamaba, apedillaba, Caballero; hace 
                        mucho, muchísimo tiempo, que no sé nada 
                        de él, aunque no lo recuerdo como niño sino 
                        como adolescente e integrante de un grupo de rock (yo 
                        también tuve un grupo de rock, varios, pero esa 
                        es otra historia). Caballero me contagió su pasión 
                        por los coches de competición, los coches normales 
                        me daban y me siguen dando más o menos igual; en 
                        su compañía acudí por primera vez 
                        al circuito del Jarama, su padre trabajaba en algo relacionado 
                        con la industria de los carburantes o el automóvil, 
                        no recuerdo; pero sí recuerdo y además tengo 
                        unas fotos en blanco y negro (por supuesto) en las que 
                        aparecen los bólidos lejanos y desdibujados o trémulos 
                        por la velocidad. También recuerdo la cámara 
                        Olimpus de medio formato que convertía los carretes 
                        de treinta y seis tomas en de setenta y dos. Y recuerdo 
                        también de aquel día, un nombre, Arturo 
                        Merzario, aunque no sé si fue el ganador 
                        de la carrera. Y de la carrera salto al kiosko situado 
                        junto a la iglesia de los Jerónimos, muy cerca 
                        de la casa de mi abuela Maxi, y uno de los tres únicos 
                        puntos de Madrid en los que podía encontrarse una 
                        revista que sólo compartía con Caballero, 
                        y con mi hermano Eduardo. El italiano añadía 
                        misterio a la información que encontrábamos 
                        en sus páginas enormes. Por aquel entonces compraba 
                        cada mes la revista llamada Fórmula, no sé 
                        si aún existe, y me bebía las crónicas 
                        de un periodista a quien me habría gustado conocer 
                        personalmente, Javier del Arco Izco. 
                        Y la pieza central de mi biblioteca durante un tiempo 
                        no fue un libro de ficción, sino Grand Prix; aún 
                        lo conservo y lo he releído muchas veces. En mi 
                        cuarto había seis posters de coches de carreras, 
                        que me costaron la asignación de varias semanas, 
                        y entre ellos estaba el mítico –para mí 
                        y para mi generación- Jackie Stewart, 
                        el escocés volador; segundo escocés volador 
                        porque antaño el apodo lo llevó Jim 
                        Clark, el granjero –ya muerto cuando yo 
                        descubrí el circo.
Cuando 
                        era niño un compañero de colegio me descubrió 
                        el mundo de la Fórmula Uno, mi compañero 
                        se llamaba, apedillaba, Caballero; hace 
                        mucho, muchísimo tiempo, que no sé nada 
                        de él, aunque no lo recuerdo como niño sino 
                        como adolescente e integrante de un grupo de rock (yo 
                        también tuve un grupo de rock, varios, pero esa 
                        es otra historia). Caballero me contagió su pasión 
                        por los coches de competición, los coches normales 
                        me daban y me siguen dando más o menos igual; en 
                        su compañía acudí por primera vez 
                        al circuito del Jarama, su padre trabajaba en algo relacionado 
                        con la industria de los carburantes o el automóvil, 
                        no recuerdo; pero sí recuerdo y además tengo 
                        unas fotos en blanco y negro (por supuesto) en las que 
                        aparecen los bólidos lejanos y desdibujados o trémulos 
                        por la velocidad. También recuerdo la cámara 
                        Olimpus de medio formato que convertía los carretes 
                        de treinta y seis tomas en de setenta y dos. Y recuerdo 
                        también de aquel día, un nombre, Arturo 
                        Merzario, aunque no sé si fue el ganador 
                        de la carrera. Y de la carrera salto al kiosko situado 
                        junto a la iglesia de los Jerónimos, muy cerca 
                        de la casa de mi abuela Maxi, y uno de los tres únicos 
                        puntos de Madrid en los que podía encontrarse una 
                        revista que sólo compartía con Caballero, 
                        y con mi hermano Eduardo. El italiano añadía 
                        misterio a la información que encontrábamos 
                        en sus páginas enormes. Por aquel entonces compraba 
                        cada mes la revista llamada Fórmula, no sé 
                        si aún existe, y me bebía las crónicas 
                        de un periodista a quien me habría gustado conocer 
                        personalmente, Javier del Arco Izco. 
                        Y la pieza central de mi biblioteca durante un tiempo 
                        no fue un libro de ficción, sino Grand Prix; aún 
                        lo conservo y lo he releído muchas veces. En mi 
                        cuarto había seis posters de coches de carreras, 
                        que me costaron la asignación de varias semanas, 
                        y entre ellos estaba el mítico –para mí 
                        y para mi generación- Jackie Stewart, 
                        el escocés volador; segundo escocés volador 
                        porque antaño el apodo lo llevó Jim 
                        Clark, el granjero –ya muerto cuando yo 
                        descubrí el circo.
                        Nombres: Caballero, Eduardo, Maxi, Merzario, Stewart, 
                        Jim Clark…, recuerdos que para quien lea esta columna 
                        o artículo probablemente no significaran nada, 
                        a lo sumo un eco lejano, a diferencia de si hubiese citado 
                        a Fernando Alonso o al Kaiser 
                        Schumacher, pero de eso se trata, de eso se trataba 
                        cuando a los quince o dieciséis años iba 
                        al circuito del Jarama con mi compañero de colegio, 
                        o gastaba el dinero que apenas tenía para comprar 
                        una revista escrita en italiano; de despertar la imaginación, 
                        algo que ahora –y no creo que sea peor ni mejor, 
                        sólo diferente- ya no sucede; datos exhaustivos, 
                        imágenes desde cualquier ángulo imaginable 
                        a las que se puede acceder a través de internet 
                        o simplemente encendiendo la televisión. No hay 
                        misterio en la fórmula uno actual, tampoco muertes; 
                        es un espectáculo luminoso, blanco (como se dice 
                        en literatura cuando un texto para todos los públicos). 
                        La fórmula uno, cuando la descubrí yo era 
                        sinónimo de peligro y aventura, los pilotos eran 
                        mitos vivientes diferentes al resto de los seres humanos. 
                        Ya no. 
                        
                        
                      