UN HELADO EN BRUIN
Cuando
yo era un niño y llegaba el verano a Madrid, con
sus días largos y el calor seco, lenitivo y agradable,
indefectiblemente a últimos de junio sonaba el
teléfono de mi casa al final de una tarde y mi
madre, tan guapa y poderosa por aquel entonces, se iluminaba
como si acabase de llamarla su novio, y es que en realidad
era su novio, su único novio de toda la vida quien
la estaba llamando: mi padre. Y ella corría a arreglarse
y a vestirnos de gala, pequeña gala, a mi hermano
y a mí, porque mi padre había avisado que
salía ya de la oficina e iba a pasar a buscarnos
para llevarnos a tomar un helado, el que nosotros quisiéramos,
en la mejor heladería de Madrid, subrayaba siempre
mi madre haciendo brillar sus dientes blancos en el interior
del marco de sus labios pintados de rojo oscuro. Había
que atravesar la ciudad de punta a punta, y lo hacíamos
en el mil quinientos de mi padre con las ventanillas abiertas,
felices mi hermano Eduardo y yo en el asiento trasero
viendo a mis padres contentos y bromeando como recién
casados. Aparcaba mi padre en la puerta y salíamos
del coche casi volando, para posarnos ante el mostrador
donde el paraíso se habría transformado
en algo comestible y helado, y e mi madre comentaba que
además de los helados, los cucuruchos de barquillos
eran los mejores que había en toda la ciudad, en
toda España, en todo el mundo. Y el mundo entero
se volvía un lugar perfecto porque estábamos
todos, los cuatro, la pequeña familia, en el lugar
de los elegidos, en la esquina del Paseo del Pintor Rosales
con la calle Marqués de Urquijo, en la heladería
Bruin.
Nunca volverá a pasar.
La semana pasada cerraron la heladería Bruin. Un
millonario caprichoso ha comprado el local, me dijo la
empleada el día anterior al cierre, porque -como
el hombre sentimental que soy- jamás he dejado
de ir a Bruin, he llevado allí a cuantas personas
he amado o apreciado. Hace poco, y sin saber de la inminencia
del cierre, estuve con mi mujer y mi hijo que, sabiendo
de mis obligados malabarismos con el dinero, sentenció:
estos helados son más caros que en otros sitios,
papá, pero merece la pena; y me hizo sentir el
latido eterno de la vida era eterna e imaginé que
algún día mi hijo llevaría a sus
hijos a tomar un helado a Bruin. Ahora sé que no
será así.
Bruin era para mí tan mágico que me daba
igual que estuviese cerrado. Infinitas noches he salido
de casa, cogido el coche, aparcado no demasiado lejos
de la puerta, y me he encontrado con el local cerrado,
pero yo igual paseaba por Pintor Rosales, en el pecho
aleteando la felicidad simple de cuando era niño
y mi padre y mi madre y mi hermano íbamos juntos,
casi ingrávidos, a tomarnos el primer helado del
verano.
Bruin fue para mí lo que Tiffany´s para Holly
Golighly, la protagonista de la novela más
deliciosa de cuantas escribió Truman
Capote. En Tiffany´s nada mala
le podía suceder, en Bruin nada malo, ni a mí
ni a los míos, nos podía suceder. La diferencia
final, la suerte de Holly Golighly, estriba en que ella,
como personaje fiticio, jamás verá como
desaparecer Tiffany´s. Pero acabo de decidir que
yo tampoco, seguiré sacando Bruin en cuentos y
novelas, esta noche subiré a mi coche y, como tantas
otras, iré hasta Pintor Rosales, para tomarme un
helado, un helado en Bruin.