PREMIO DE NOVELA ATENEO DE SEVILLA
La
primera vez que acudí a la cena en la que se canta
o falla el premio de novela Ateneo de Sevilla fue el año
siguiente al que lo ganó Espido Freire
con Soria Moria. Acudí invitado por Begoña
Minguito, a la sazón jefa de prensa de
la editorial que en la actualidad publica el premio, y
me acompañaba quien por aquel entonces era mi agente
literario, y a día de hoy sigue siendo un buen
amigo: Eduardo Melón Vallat. La
verdad es que lo pasamos como los indios: Eduardo, Begoña,
yo y Nacho Fernández (que llevaba
un auricular metido en la oreja y nos contaba como iba
un partido de fútbol internacional e importante
mientras cenábamos). Las camareras eran guapísimas,
quizá modelos a juzgar por como les quedaba la
ropa sexy y elegante. Mientras cenábamos se proyectaban
imágenes documentales rodadas por Orson
Welles en 16 mm con motivo de un viaje que hizo
por España. Todo era esplendor y risas y optimismo.
Así son las primeras veces, supongo.
En aquella ocasión ganó Félix
Jota Palma con El mapa del tiempo, y también
fui a la del año siguiente, que ganó Andrés
Pérez Domínguez con El violinista
de Matthausen, y aún al siguiente, Vanesa
Monfort: Mitología de Nueva York. Este
año, sin embargo, no he acudido a Sevilla, pero
me es fácil imaginar la cena, el ambiente, el calor,
la alegría de los ganadores (digo ganadores porque
siempre hay dos, el de verdad y el del Ateneo Joven, que
tiene vocación de descubridor de talentos: Carmen
Amoraga, Blanca Riestra o Lorenzo
Luengo, por citar algunos, iniciaron allí
su carrera literaria). En mi opinión, y con la
perspectiva que da el tiempo, tendría más
sentido -ofrezco gratis la idea- celebrar la cena a finales
de septiembre, que hace menos calor, y con el libro ya
publicado y utilizar el evento como lanzamiento y principio
de la campaña de promoción. Excepto la primera
vez, cuando acudí “ya divertido”, el
recuerdo que me queda del viaje cómodo y apresurado
hasta Sevilla y la cena subsiguiente, cada vez más
gris y como obligada, con autores que en ningún
caso tenían el glamour de Espido, y mi buen amigo
-o lo fue- Miguel Ángel Rodríguez
Matellanes siempre cansado, al límite
de sus fuerzas, deseando que terminase todo para escapar
a su casa, a diferencia de lo que sucedía cuando
me citaba con él en las noches de Madrid, donde
por mucho que hubiese trabajado nunca perdía ni
la alegría de vivir ni su brillo como conversador.
Este año no he acudido a Sevilla a enterarme de
quien ganaba el Ateneo: van muy pocos periodistas de peso,
columnistas ninguno, para cubrir el evento. Y pienso en
esa primera vez, en esa noche en la que Eduardo Melón
y yo cerramos todos los bares, le robamos el corazón
a media docena de bellas estudiantes y aún caminamos
por la ciudad desierta hasta que ya amanecía, y
nos encontramos en una plaza a Begoña Minguito
acompañada de un periodista catalán que
contó una anécdota genial sobre Malcolm
Barral.
Felicito a los ganadores de este año: Leticia
Sánchez Ruiz y Alfonso Domingo,
porque esta ha sido su primera vez, y seguro que la habrán
disfrutado. Larga vida al Ateneo, y a sus premios.