MI VIDA CON LAS
HORMIGAS
Hola,
soy la cigarra del cuento. Aquella que se pasó
toda su juventud de juerga en juerga, cantando y bailando
y bebiendo vino y fumando. Hasta que llegó el invierno.
Y me tocó pedir refugio en casa de las laboriosas
hormigas; así es la vida de triste, dramática
y desconcertante, porque de repente el sol, que parecía
tan de fiar, se fugó sin avisarnos -ni a mí
ni a ninguna otra cigarra- de que cuando llegase el frío
tendríamos que buscarnos la vida sino queríamos
vernos convertidas en la nueva variedad de polo de hielo
al verano siguiente. Al principio estuve muy agradecido
ante la incontestable generosidad de las hormigas, desde
luego. Muchos de mis compañeras de especie no habían
sido capaces de sobrevivir a los rigores del invierno
y me las encontraba muertas, congeladas y renegridas,
cuando aprovechando un descuido o generosidad del sol
podía salir a dar un paseito. Así que me
portaba bien, una cigarra de lo más amable y recatadita.
Tocaba canciones para ellas, para mis queridas hormigas.
Les hablaba de lo admirable y acertado de su forma de
vida. Tenía siempre lista, por si alguna de ellas
pudiera necesitarla para recobrar la alegría o
el ánimo, la mejor de mis sonrisas.
Pero eso fue al principio, hasta que dejé de tener
miedo a que se me helaran el violín y los huesos
y recuperé la alegría y las ganas de cantar,
bailar, fumar y beber vino. Intento que no lo noten, por
supuesto. La idea de la diversión chez les
fourmis se limita a ir al cine una vez por semana,
acudir al supermercado para comprar aún más
provisiones cada vez que -en lugar de una miga de pan-
encontraban un euro, y acostarse tarde el último
día del año. Y siempre mirando hasta el
último céntimo, piando y repiando lo que
cuesta ganarlo.
La situación ha comenzado
a tornarse absolutamente insostenible, sobre todo para
mí; las cigarras somos alegres pero egoístas.
Si un día no aparezco, o aparezco borracho, me
miran con mala cara. Si me zampo todo lo que hay en la
despensa o me gasto en spirits el dinero de la
compra me amenazan con dejarme otra vez a la intemperie;
y ganas me dan de decirles que hagan conmigo lo que les
dé la gana, que me importa un bledo vivir en el
hormiguero o a la intemperie, pero, ¡ay!, afuera
-quizá es que ya me vuelto definitivamente vieja-
sigue haciendo mucho frío. Si les digo que estoy
pensando en liar el petate, enfundar el violín
y viajar hacia el sur, a algún país en el
que siempre sea verano, piensan que estoy mal de la cabeza
y me llevan al siquiatra y al médico de cabecera
y me dan de comer verdura hervida y yogures sin conservantes
hasta que se me pasa, o les digo que se me pasa, y les
prometo que del mes que viene no pasa lo de buscarme un
trabajo "de insecto sin pretensiones" en cualquier
oficina. Ya sé que tendría que estarles
agradecido. Y no, sí lo estoy, mucho, en serio.
Les estoy muy agradecido. Pero, en verdad, en verdad os
digo, queridos y generosos amigos que habéis leído
ya tantas líneas cargadas con mis pesares, que
esto de vivir como si yo fuese una más de esas
estúpidas hormigas, me tiene hasta los mismísimos
huevos.
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