LA CHIMENEA DE LAS VANIDADES
(Panizo, Javier
Panizo, se apunta a Facebook)
Sucedió que el profesor
Panizo, Javier
Panizo, se apuntó una noche especialmente
vulgar, si vale el oxímoron, a Facebook.
Al principio le asqueó o repugnó “amablemente”,
por utilizar una adverbio muy querido de su colega Llaun
Lórens; la palabra friendship de
origen inglés, había sido traducida como
amistad, y para entrar en contacto con las otras caras
o culos o pelos o sombras o sombreros o sombras con sombrero
de El Libro de las Caras había
que enviarle una “Solicitud de amistad”.
¡Qué aberración! Panizo, Javier Panizo,
a lo largo de su vida había tenido menos amigos,
para él la palabra era importante, que equipos
de música; los equipos de música también
eran importantes para él. Pero ya que había
dado el primer paso y confiaba en la sabiduría
joven de sus alumnos, un auténtico profesor siempre
aprende de sus discípulos más de lo que
pueda enseñarles, le puso buena voluntad y de ese
modo llegó a tener dos centenares de teóricos
amigos, alguno de los cuales lo era de verdad o lo había
sido en su momento. Durante algunas semanas se esforzó
en escribir alguna estrofa de canción o reproducir
con la torpeza fría inmanente a lo digital un dibujo
o acuarela, pero tuvieron que pasar dos meses cuando por
fin algo comprendió. ¿Qué era aquello?
Una pequeña Feria de las vanidades, que ni siquiera
llegaba a hoguera, como cantase y escribiese en su momento
Tom Wolfe, sino que se quedaba en chimenea. Los enanos
se podían sentir altos y los gigantes bajitos,
todos igualados en el tamaño de la cara o máscara
con la que se identificaban en el libro de caras o facebook.
Y sin embargo ese era su encanto mayor, encontrarse con
el escritor mediocre y sediento de éxito lamiendo
docenas de nalgas con la esperanza de que ello le sirviese
para vender un centenar más de libros de la última
novela que, con gran esfuerzo, había logrado publicar,
de la señora ahogada en un matrimonio sin amor
y con algún hijo que quería y necesitaba
volver a sentirse deseada y atractiva y seductora, con
el catedrático que por fin podía aparecer
en público como si la naturaleza le hubiese dado
tetas y seducir así a adolescentes barbados o imberbes.
Que sola estaba aquella gente; doscientos solitarios a
quienes o la vanidad del éxito temporal o la desesperación
del fracaso definitivo o la pequeñez de sus vidas,
impedía relacionarse con el mundo sin la muleta
de una ventana electrónica. Y Panizo fue tomando
afecto a la mujer que lavaba perros en Chicago, al asesino
de estatuas en Quitatué que se decía sexador
de pollos, a la arquitecta transmutada en funcionaria,
al calvo, al melenudo, al cara de serpiente y al orejas
de mono. Un afecto pequeño, virtual, como una piña
o un tronco cortado, de los que caben en cualquier chimenea
modesta y se convierten en humo que jamás podrá
competir con un incendio auténtico, con una hoguera
de verdad. Nerón habría quemado Facebook,
Panizo cuando era adolescente... también. Pero
ya no, humildes troncos ardiendo que entretenían
su vista mientras la cabeza se le disparaba hacia sueños
imposibles, futuros humos de su propia vanidad.