JUSTO NAVARRO,
PROSA MUSICAL
Si
la memoria no me patinase sobre mantequilla podría
escribir aquí y ahora y sin equivocarme que la
primera novela que leí de las firmadas por Justo
Navarro, autor de cincuenta y muchos años,
nacido en Granada, cráneo despejado e individuo
capaz de posar para la foto de la solapa de cubierta con
el ceño fruncido y los labios levemente curvados
hacia abajo, fue precisa y exactamente El
alma del controlador aéreo, y compré
el libro -pero ahora ya la memoria seguro que me falla
y tendré que apoyarme en la reconstrucción
imaginativa de los hechos- cuando vivía en el oscuro
Dakar, Dark Dakar, y en un viaje a España lo encontré
en la mesa de novedades de la librería
El Aventurero regentada por la muy especial
señorita Ana Faraco y sita en
la calle Toledo de la ciudad de Madrid, ciudad en la que
se aprecia la labor de Anagrama
tanto o más que en cualquier otra, siendo ese el
primer motivo por el que me fijé en “el alma”
de Navarro, aunque sin duda lo que me hizo decidirme a
adquirir el volumen fue el hecho de que años antes,
durante mi vida en Barcelona, había conocido a
multitud de controladores aéreos y entre esa multitud
de señores y señoras que evitaban los aviones
se estrellasen los unos contra los otros juro que al menos
encontré a una persona de quien -vuelvo a jurarlo-
puedo asegurar que no tenía alma, y en un primer
momento pensé que tal vez Justo, el señor
Navarro, también habría trabado algún
tipo de relación con el zombi de mirada vacía
y dientes tan torcidos como brillantes y era a él
a quien le dedicaba la novela, como en la actualidad y
con El espía se la dedica
u ofrece al recuerdo del peculiar poeta americano Ezra
Pound, quien durante la Segunda Guerra Mundial
se dedicaba a cantar loas y alabanzas de ese bailarín
inolvidable, producto únicamente posible de la
Italia de todos los tiempos, llamado Benito Mussolini,
y lo hacía por radio y desde Italia donde vivía
con su mujer, su amante, su hija, su padre, su madre y
un gato del que Navarro nada dice en su novela, El espía,
que es pura música, como lo era El alma del controlador
aéreo, y también “F”,
la segunda de las suyas que leí y la que más
me conmovió, aunque en realidad lo que emociona
de Navarro es el dominio de las frases en la que consigue
armonizar en ballet perfecto el baile de hasta a la más
humilde de las sílabas, párrafo a párrafo,
capítulo a capítulo, casi sin importar lo
que diga o cuente, porque tanto en El espía como
en Finalmusik se permite el
señor del ceño fruncido y la frente despejada
deslizar su versión de las primeras palabras de
Lolita o Los pesares del joven Werther, y demostrar que
es capaz no sólo de trasladar sino incluso mejorar
al mismísimo Nabokov, pero todo
ello aún le parece poco y siempre, absolutamente
siempre, Justo Navarro nacido en Gran Granada, acaba las
novelas con una frase perfecta y magistral, de genio del
relato corto, que deja sin aliento y boquiabierto al lector
que sólo puede aplaudir, con toda su alma, aunque
pueda darse el caso de que no la tenga como sucedía
con aquel controlador aéreo que una vez conocí
yo.