EL PELO DE NAIARA
Es un día de principio
de verano o final de primavera. Luz suave y temperatura
muy agradable, aunque los relojes marcan ya las ocho de
la tarde. León Salgado sale del vestuario y se
dirige, sin más ropa que su bañador negro,
a la piscina azul de cincuenta metros. Nadar para él
es casi una religión: lleva más de quince
años haciéndolo prácticamente cada
día. Mil metros. Ochocientos si está desganado.
Mil quinientos si necesita quemar algún exceso
de tristeza o alegría.
Se siente de buen humor: la luz, la temperatura... Saluda
con una sonrisa alegre a la chica que mira sin mirar a
los nadadores, la chica que debería de saltar al
agua y rescatar a quien estuviese en peligro de ahogarse.
Hace ya muchos meses que tiene la costumbre de intercambiar
algunas palabras con ella. Comenzó a hacerlo un
día que vio la nostalgia, el velo de una derrota,
en sus ojos inteligentes y rápidos. Le dolió
su dolor, y por ello en lugar de entrar en la piscina
se sentó junto a ella y la escuchó y habló
hasta averiguar cual era el motivo que había adelgazado
su mirada y opacado su rostro. Naiara ya había
olvidado el dolor la tarde de principios de verano o final
de primavera. Estaba de tan buen humor como León.
Ambos se sonrieron, cómplices como viejos amigos,
y León dijo algo sobre su pelo. Un pelo rubio,
rizado, salvaje, con vida propia. Maravilloso. No recordaba
haberla visto nunca con el pelo suelto. ¡Qué
bonito pelo? ¿Podría tocarlo?
Claro.
Claro; y León se acercó para coger un mechón
dorado, acariciarlo con las yemas de los dedos. Entonces
sucedió. Lo imposible. El mundo desapareció.
No había piscina ni personas ni temperatura ni
cielo.... Viajó en el interior de sí mismo
hasta la tarde en que acarició el pelo de una mujer
por primera vez. Recordó el olor de perfume, la
luz que los rodeaba, el viento, la misma sensación
de que el mundo se paraba y detenía a su alrededor.
Tal vez fueron sólo unos segundos, o quizá
cometió León la imprudencia de demorarse
un minuto entero, o más; con el pelo -el maravilloso
pelo- de Naiara entre los dedos.
En la piscina fue incapaz, algo que jamás le sucedía,
de contar los largos que iba haciendo. El tacto del pelo
había colonizado sus otros sentidos; hasta el gusto:
el agua clorada sabía como un largo, sorprendente
e inocente beso. Se sentía sin edad. Sin experiencia.
Sin ansiedades ni deseos.
Al terminar de nadar, volvió
a acercarse y pedir permiso para tocar su pelo. La melena
mágica que le había hecho viajar en el tiempo.
Fue Entonces, para intentar compensar de algún
modo el regalo portentoso, que le prometió un cuento
a Naiara. Sobre su pelo. Pasaron los meses, pasaron dos
años, y no lo escribió. Pero cuando coincidía
con Naiara renovaba su palabra. El cuento. Y le pedía
permiso para volver a tocarle el pelo. Hasta que una mañana
de otoño, mientras sus dedos volvían a encontrarse
con el cabello rubio y espeso, se le escapó -incontrolable-
una frase de entre los labios: creo que estoy enamorado
de tu pelo.
No podía demorarlo más, tenía que
cumplir ya su promesa. Y escribir para ella: El pelo de
Naiara. Este cuento.
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