CADERAS
El
funambulista ha terminado su actuación,
y siente el contento habitual que
supone haber caminado sobre el alambre durante una hora;
tan lejos del suelo.
En una habitación cerrada y amplia le espera una
mujer. La mujer es más alta que él y sus
ojos, luminosos, centellean. Entra el funambulista en
la sala o habitación donde le esperan para entrevistarlo
con la sonrisa borracha de quien ha bailado con la muerte.
Pero la sonrisa se congela en el rostro del funambulista,
se le desemborracha la sonrisa, y se detiene en seco;
todos los instintos despiertos y alerta como cuando está
sobre el alambre y le golpea una inesperada bofetada de
viento. Enseguida comprende lo que sucede: las caderas
femeninas impecablemente dibujadas por la tela de unos
pantalones vaqueros. Si fuese un mago, y no un simple
funambulista, detendría cualquier movimiento a
su alrededor y avanzaría hasta arrodillarse ante
las caderas, que tocaría con fuerza y delicadeza
-detrás, delante, a los lados- para verificar su
autenticidad; y a continuación haría aparecer
a su lado una montaña de arcilla con la que modelar,
con los ojos cerrados, las caderas de la periodista.
Recupera la compostura en apenas un parpadeo. Escucha
las preguntas y responde; responde como si estuviese bailando
con la mujer por la sala de juntas -esa es la función
del cuarto- torpemente iluminada. Sonríe, es amable,
cercano, y en ningún momento permite que sus ojos,
y mucho menos sus manos, se posen en esas caderas. Explica
el funambulista a la mujer que suele solicitar a su público
que se ponga bajo la cuerda y levante los brazos tanto
como pueda porque antes o después él necesita
apoyarse sobre las puntas de los dedos anónimos;
es el único modo que conoce para evitar caerse.
En un determinado momento alguien entra en la sala o cuarto
de juntas y les fotografía a ambos, o quizá
sólo a él; pero ninguno de los dos, ni él
ni ella, advierten la interrupción. Antes de despedirse
él realiza una de sus maniobras de funámbulo
y, para no caer al suelo, coge la mano de ella y apoya
su rostro en el dorso. Luego se separan. Definitivamente
y para siempre.
El funambulista borra de
su memoria cuanto ha sucedido; todo excepto el vértigo
que le han producido las caderas.
Setenta y dos horas, en
una ciudad ya lejana donde acaba de pasar sobre una cuerda
entre dos rascacielos, no logra conciliar el sueño.
Y llama a las caderas. Se acurruca y las convoca. Enseguida
puede visualizarlas en su interior: tan redondas y generosas
que si él se hace pequeño podrán
contenerlo entero; como si aún no hubiera nacido
y desconociese la altura y el placer del miedo. Se duerme
sin pensamientos.
Cuatro semanas después,
está atravesando una ancha pasarela que sobrevuela
una autopista urbana. Apenas se alza el puente quince
metros sobre el asfalto. Es absurdo que a un funambulista
le asalte el vértigo cuando atraviesa una superficie
tan holgada, pero a él le sucede, desde muy niño
le ha sucedido: se marea, piensa que perderá el
equilibrio y caerá por encima de la barandilla.
Un sudor frío le muerde los huesos. Entonces piensa
en las caderas; nunca olvidadas. Regresa a la sala o habitación
de juntas, mira los ojos de la mujer que allí le
esperaba y se agarra de sus caderas. Enseguida te las
devuelvo, dice o piensa; y se las lleva. Recobra al instante
la seguridad en sí mismo. Atraviesa sin el menor
temor la pasarela. Y así será ya siempre
en el futuro, nunca más tendrá que respirar
hondo, ni sudará, ni sentirá vértigo;
tiene las caderas para agarrarse, librarse de todo miedo.
Es probable que jamás
vuelva a encontrarse con la mujer que, sin darse cuenta,
le hizo tan portentoso regalo. Mintió, cuando antes
de atravesar la pasarela prometió a la mujer:,
enseguida te las devuelvo. Porque va a conservarlas mientras
viva. Sus caderas. Tan sólidas, que podía
apoyarse en ellas sin verlas aunque estuviesen a mil kilómetros
de distancia; como en un sueño.